La foto es de Mohammed el Raal |
Fragmento
de "Hordas espectadores. Fans, hooligans y otras
formas de
audiencia en turba", en Ignasi Duarte y Roger Bernat, eds., Querido
público. El espectador ante la participación (Cendeac. Murcia,
2007, pp. 103-116).
PÚBLICOS SALVAJES
Manuel Delgado
¿Qué es “el público”? ¿A
qué llamamos “público espectador”? Pensemos en la concreción de la idea
abstracta de público que supone su
acepción como “conjunto de las personas que participan de unas mismas aficiones
o con preferencia concurren a determinado lugar”, esto es como actualización
del concepto clásico de auditorio. Se
alude en este caso a un tipo de asociación de espectadores –es decir, de
individuos que asisten a un espectáculo público-, de los que se espera que se
conduzcan como seres responsables y con capacidad de discernimiento para
evaluar aquello que se somete a su consideración. Se da por descontado que los
convocados y constituidos en público no renuncian a la especificidad de sus
respectivos criterios, puesto que ninguno de ellos perderá en ningún momento de
vista lo que hace de cada cual un sujeto único e irrepetible.
Lo que se opondría a esa
imagen deseada de un público espectador racional y racionalizante sería un tipo
de aglomeración de espectadores que hubieran renunciado a matener entre si la
distancia moral y física que les distinguiría unos de otros y aceptaran quedar
subsumidos en una masa acrítica, confusa y desordenada, en la que cada cual
habría caído en aquel mismo estado de irresponsabilidad, estupefacción y
embrutecimiento que se había venido atribuyendo a la multitud enhervada,
aquella misma entidad frente a la que la noción de público habia sido dispuesta. El conjunto de espectadores degenera
entonces en canalla desbocada, al haber caído víctima de una enajenación que
ciega e inhabilita para el juicio racional, al tiempo que la respuesta a los
estímulos que recibe puede desembocar en cualquier momento en desmanes y
violencia.
Una de las
manifestaciones de esa audiencia convertida en horda se nos aparece bajo la
figura actual del o de la fan. Fan deriva
de fanatic, y este del latin fanaticus, que significa “frenético e
inspirado por Dios”. Tal etimología ya advierte cómo la imagen del fan se
asocia con aquel o aquella a quienes une una creencia enfervorizada, una
convicción fiera o una adhesión entusiasta cualesquiera obnuvilan hasta
hacerlos incapaces de autocontrol. La analogía religiosa no haría sino
encontrar paralelismos en todas las manifestaciones de arrobamiento místico
colectivo que concebirse puedan y que han sido una constante a lo largo de la
historia humana. Su escenificación ha consistido en todos los casos en la
presentación pública de una entidad sagrada –en el sentido de excepcionalmente
extraña a la experiencia ordinaria– ante una reunión humana de repente
coagulada en unidad. Esa fusión humana sobrevenida atiende, en el doble sentido de que espera y presta atención, a una
entidad a la que se considera acreedora de adoración ardiente. Por supuesto que
estaríamos ante un tipo de fenómenos que las ciencias sociales de la religión
asocian, desde Max Weber, al concepto de carisma,
es decir la atribución de rasgos y competencias excepcionales inmanentes a
determinadas personas.
Es difícil no llamar la atención sobre la
recurrente filiación del fenómeno fan al modelo que prestarían las ménades o
cohortes de mujeres adoradoras de Dionisos en la Grecia antigua, tal y como nos
ha llegado, por ejemplo, de la mano de Eurípides y sus Bacantes. No sólo por su connotación religiosa, sino sobre todo por
su connotación de género. Es decir, el público fan es imaginado como conformado
casi en exclusiva por jóvenes “histéricas”, es decir afectadas por un mal que
la nosografía psiquiátrica clásica vino a considerar como propia de su sexo.
Tal percepción es consecuente, en primer lugar, con la propia identificación
que desde el reformismo burgués y librepensador se establece entre la mujer
religiosa y la mujer fanática o, mejor dicho, de la mujer religiosa como mujer fanática (Delgado, 1998).
Pero también valdría para la forma como la psicología social de finales del XIX
le atribuye a las multitudes una naturaleza esencialmente femenina,
precisamente para subrayar su esencia impredecible, alterable y peligrosa, pero
también la facilitad que presentaba para ser objeto de seducción por la vía de
la fascinación y el halago. Gustave Le Bon sentenciaba en 1895: “Las multitudes
son por doquier femeninas”. Mucho después, en 1977, Michel Tournier se refería,
en El viento paráclito, a la multitud
como “ese monstruo hembra y quejumbroso”.
En paralelo, el público fanatizado –es decir, el
público que ha degenerado en canalla incontrolada– tendría su expresión casi
específicamente masculina en la figura del hooligan
o ultra, aficionado futbolístico violento que tiende a actuar, por así decirlo,
“en manada”. El espectador fanático se representa entonces mediante la
distorsión o exacerbación de un prototipo que también en este caso es de
género. Si la fan es una muchacha en la que se ha agudizado una inclinación que
es propia de su sexo –y de su sexualidad-, la “histeria”, el ultra deportivo es
un joven en el que se ve intensificado una predisposición que se le presupone
al gamberrismo, las prácticas vandálicas y el consumo convulsivo de sustancias
que alteran el comportamiento, en este caso el alcohol, ingredientes
consustanciales a una cierta representación hoy hegémonica de los jóvenes en
general.