Espacio público en Medellín. La foto es de Zaida Muxí/Josep Maria Montaner |
Fragmento de la intervención en las Jornadas Marx siglo XXI, celebradas en la Universidad de la Rioja en diciembre de 2007.
EL ESPACIO PÚBLICO Y OTRAS MODALIDADES PASTORALES DEL PODER
Manuel Delgado y Daniel Malet
En tanto que instrumento ideológico, la noción de espacio público, como espacio democrático por antomasia, cuyo protagonista es ese ser abstracto al que damos en llamar ciudadano, se correspondería bastante bien con algunos conceptos que Marx propusiera en su día. Uno de los más adecuados, tomado de la Crítica a la filosofía del Estado de Hegel, del 1844, seria el de mediación, que expresa una de las estrategias o estructuras mediante las cuales se produce una conciliación entre sociedad civil y Estado, como si una cosa y otra fueran en cierto modo lo mismo y como si se hubiese generado un territorio en el que hubieran quedado cancelados los antagonismos sociales. El Estado, a través de tal mecanismo de legitimación simbólica, puede aparecer ante sectores sociales con intereses y objetivos incompatibles –y al servicio de uno de los cuales existe y actúa– como ciertamente neutral, encarnación de la posibilidad misma de elevarse por encima de los enfrentamientos sociales o de arbitrarlos, en un espacio de conciliación en que las luchas sociales queden como en suspenso y los segmentos enfrentados declaren una especie de tregua ilimitada. Ese efecto se consigue por parte del Estado, gracias a la ilusión que ha llegado a provocar –ilusión real, y por tanto ilusión eficaz–, de que en él las clases y los sectores enfrentados disuelven sus contenciosos, se unen, se funden y se confunden en intereses y metas compartidos.
Las estrategias de mediación hegelianas sirven en realidad, según Marx, para camuflar toda relación de explotación, todo dispositivo de exclusión, así como el papel de los gobiernos como encubridores y garantes de todo tipo de asimetrías sociales. Se trata de inculcar una jerarquización de los valores y de los significados, una capacidad de control sobre su producción y distribución, una capacidad para lograr que lleguen a ser influyentes, es decir para que ejecuten los intereses de una clase dominante, y que lo hagan además ocultándose bajo el aspecto de valores supuestamente universales. La gran ventaja que poseía –y continúa poseyendo– la ilusión mediadora del Estado y las nociones abstractas con que argumenta su mediación es que podía presentar y representar la vida en sociedad como una cuestión teórica, por así decirlo, al margen de un mundo real que podía hacerse como si no existiese, como si todo dependiera de la correcta aplicación de principios elementales de orden superior, capaces por sí mismos –a la manera de una nueva teología– de subordinar la experiencia real –hecha en tantos casos de dolor, de rabia y de sufrimiento– de seres humanos reales manteniendo entre sí relaciones sociales reales.
Tenemos entonces que la noción de espacio público, en tanto que concreción física en que se dramatiza la ilusión ciudadanista, funcionaría como un mecanismo a través del cual la clase dominante consigue que no aparezcan como evidentes las contradicciones que la sostienen, al tiempo que obtiene también la aprobación de la clase dominada al valerse de un instrumento –el sistema político– capaz de convencer a los dominados de su neutralidad. Consiste igualmente en generar el efecto óptico de una unidad entre sociedad y Estado, en la medida en que los supuestos representantes de la primera han logrado un consenso superador de las diferencias de clase. Sería a través de los mecanismos de mediación –en este caso, la ideología ciudadanista y su supuesta concreción física en el espacio público– que las clases dominantes consiguieran que los gobiernos a su servicio obtengan el consentimiento activo de los gobernados, incluso la colaboración de los sectores sociales maltratados, trabados por formas de dominación mucho más sutiles que las basadas en la simple coacción. Se sabe que lo que garantiza la perduración y el desarrollo de la dominación de clase nunca es la violencia, “sino el consentimiento que prestan los dominados a su dominación, consentimiento que hasta cierto punto les hace cooperar en la reproducción de dicha dominación [...] El consentimiento es la parte del poder que los dominados agregan al poder que los dominadores ejercen directamente sobre ellos” (Godelier).
Se pone de nuevo de manifiesto que la dominación de una clase sobre otra no se puede producir sólo mediante la violencia y la represión, sino que requiere el trabajo de lo que Althusser presentó como “aparatos ideológicos del Estado”, a través de los cuales los dominados son educados –léase adoctrinados –para acabar asumiendo como “natural” e inevitable el sistema de dominación que padecen, al tiempo en que integran, creyéndolas propias, sus premisas teóricas. De tal manera la dominación no sólo domina, sino que también dirige y orienta moralmente tanto el pensamiento como la acción sociales. Esos instrumentos ideológicos incorporan cada vez más la virtud de la versatilidad adaptativa, sobre todo porque tienden a renunciar a constituirse en un sistema formal completo y acabado, sino que se plantean a la manera de un conjunto de orientaciones más bien vagas, cuya naturaleza abstracta, inconcreta, dúctil..., fácil, en una palabra, las hacen acomodables a cualquier circunstancia, en relación con la cual –y gracias a su extremada vaguedad– consiguen tener efectos portentosamente clarificadores. Y no es sólo que esa nuevas formas más lábiles de ideología dominante primen el consenso y la complicidad de los dominados, sino que pueden incluso ejercitar formas de astucia que neutralizan a sus enemigos asimilando sus argumentos y sus iniciativas, desproveyéndolas de su capacidad cuestionadora, domesticándolas, como si de tal asimilación dependiera su habilidad para la adaptación a los constantes cambios históricos o ambientales o para propiciarlos.
Tendríamos hoy que, en efecto, las ideas de ciudadanía y –por extensión– de espacio público vendrían a ser ejemplos de ideas dominantes –en el doble sentido de ideas de quienes dominan y de ideas que están concebidas para dominar–, en tanto que pretendidos ejes que justifican y legitiman la gestión de lo que vendría a ser un consenso coercitivo o una coacción hasta un cierto límite consensuada con los propios coaccionados. Estamos ante un ingrediente fundamental de lo que en nuestros días es aquello que Foucault llamaba la “modalidad pastoral del poder”, refiriéndose a lo que en el pensamiento político griego –tan inspirador del modelo “ágora” en que afirma inspirarse el discurso del espacio público- era un poder que se ejercía sobre un rebaño de individuos diferenciados y diferenciables –“dispersos”, dirá Foucault– a cargo de un jefe que debía –y hay que subrayar que lo que hace es cumplir con su deber– “calmar las hostilidades en el seno de la ciudad y hacer prevalecer la unidad sobre el conflicto”.
Se trata pues de disuadir y de persuadir cualquier disidencia, cualquier capacidad de contestación o resistencia y –también por extensión– cualquier apropiación considerada inapropiada de la calle o de la plaza, por la vía de la violencia si es preciso, pero previamente y sobre todo por una descalificación o una deshabilitación que, en nuestro caso, ya no se lleva a cabo bajo la denominación de origen subversivo, sino de la mano de la mucho más sutil de incívico, o sea contraventor de los principios abstractos de la “buena convivencia ciudadana”. Esto afecta de pleno a la relación entre el urbanismo y los urbanizados. Dada la evidencia que la modelación cultural y morfológica del espacio urbano es cosa de élites profesionales procedentes en su gran mayoría de los estratos sociales hegemónicos, es previsible que lo que se da en llamar urbanidad –sistema de buenas prácticas cívicas– venga a ser la dimensión conductual adecuada al urbanismo, entendido a su vez como lo que está siendo en realidad hoy: mera requisa de la ciudad, sometimiendo de ésta, por medio tanto del planeamiento como de su gestión política, a los intereses en materia territorial de las minorías dominantes.