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Conferencia pronunciada en Museu de Cultures del món, en el marco del II Congreso AIBR y de la exposición Ikunde. Barcelona metrópoli colonial, el 6 de setembre de 2016
MUSEOGRAFÍAS DEL DISIMULO
El legado colonial y la memoria
de Barcelona como metrópoli imperial
Alberto López Bargados
Quisiera empezar con una
anécdota reciente que me parece un buen punto de partida para la breve
exposición que realizaré. Hace unos pocos meses tuve el honor de participar en
una comisión municipal que había recibido el encargo de proponer un proyecto de
reforma de dos equipamientos culturales con orígenes y finalidades afines pero separados
por los avatares de la obra de gobierno: el Museu Etnològic de Barcelona y el
Museu de Cultures del Món, precisamente la institución que nos acoge hoy.
La comisión en cuestión, cuyos
resultados están por cierto aún pendientes de una necesaria divulgación y
debate públicos, estaba formada por reputados especialistas provenientes de
distintos campos de las ciencias sociales que confluían en la museología aunque
sólo fuera, en algunos casos, como el mío propio, de manera puntual. Pues bien:
en una de las reuniones que comportaron las deliberaciones de la comisión, y al
referirse a los orígenes del Museu Etnològic de Barcelona, varios de los colegas
que formaban parte negaron con autoridad que aquella institución fuera
prisionera de los problemas de conciencia que limitan el margen de maniobra de
aquellos museos que, como el Tervuren en Bélgica, el Musée de l'Homme y Quai
Branly en París, el British en Londres o el Pitt Rivers en Oxford, deben una
parte esencial de sus colecciones y en cierto modo su misma existencia al
contexto imperial y colonial en que fueron concebidas, ampliadas o
justificadas. En una palabra, que el Museu Etnològic de Barcelona, a diferencia
de esas otras ilustres instituciones, carecía de un pasado maldito ligado a la
dominación colonial del que hubiera que hacer pedagogía y mucho menos acto
público de contrición.
Debo reconocer que esas
afirmaciones me dejaron en aquel momento atónito, y sin capacidad de reacción. El
relato general al que se adscribían mis colegas me resultaba familiar:
Catalunya, y Barcelona como su capital y principal metrópoli, no había
participado en el proyecto europeo de colonización de África sino de manera
puramente episódica, casi a regañadientes. La modesta, dubitativa y por
momentos ridícula aventura colonial española en África fue precisamente eso, un
asunto que competía al estado
español, y del que Catalunya como sociedad y nación estaba exenta de
responsabilidad.
Estaba habituado a escuchar
mensajes semejantes en las declaraciones de los político de casa nostra, o en las intervenciones
puntuales de los opiniólogos en los medios de comunicación más seguidos, pero
me sorprendió que académicos con conocimientos especializados en la materia,
que habían además trabajado durante cierto tiempo en la propia institución, bautizada
en febrero en 1949, en el momento de su fundación, como Museo Etnológico y
Colonial, adoptasen ese punto de vista
mainstream. Dado que, al menos en este caso, no puede aducirse un principio
de ignorancia para justificar la consolidación de semejante relato
autocomplaciente, debía tratarse de algo más.
Decía Marc Augé que lo contrario
de la memoria no es, contra lo que solemos contestar de manera espontánea, el
olvido[1].
Las omisiones, voluntarias o no, constituyen en efecto un material tan
necesario para la configuración de una memoria individual o colectiva como lo
son la acumulación de recuerdos y los atajos que los unen para salvar las fallas
que dejan a su paso esas elipsis que practicamos sobre el pasado. Ahora bien, sólo
una eliminación sistemática de las secuencias más comprometidas de esa
narración que es la historia del Museu Etnològic podía en mi opinión obrar el
milagro de suavizar la imagen de la institución hasta el punto de exonerarla del
estigma que acarrean otros museos afines y más consagrados. La depuración de
episodios claves de esa historia no puede ser, así pues, fruto del azar. El
juego de omisiones se revela tan eficaz, y su influencia alcanza a personas tan
doctas como mis colegas, que no puedo sino compararlo con una suerte de
mecanismo de represión que bien podría desembocar en lo que Sartre llamaba la mala fé, esto es, en el autoengaño que
hace de nosotros mismos objetos inertes en manos de las fuerzas de un destino
que escapa por completo a nuestro control, y que por eso mismo nos exime de
toda responsabilidad sobre nuestro pasado y nuestro presente. Es cierto que
Sartre se refería sobre todo al ardid que empleamos para sobrellevar la
angustia que nos provoca el momento de la toma de decisiones, pero como quiera
que la idea alude en definitiva a los mecanismos que utilizamos para la elisión
de responsabilidades, me parece sugerente en su aplicación a las
responsabilidades colectivas.
Volveremos seguidamente a Sartre
y al tema de las responsabilidades colectivas. Me interesa resaltar la idea de
que la mirada que arrojamos sobre nuestro propio pasado se ha adaptado durante
décadas a una determinada profundidad de campo, de manera que hemos
naturalizado tanto la franja visible, que sería algo así como el campo de lo
posible, como sus márgenes invisibles. Sólo una sobredeterminación semejante
permite comprender por qué, en el escenario concreto que nos ofrece la historia
de una institución cultural como el Etnològic, podemos pasar por alto, por
ejemplo, que la misma institución cristalizó tras una expedición científica a
la Guinea Española en 1948, cuando August Panyella, el secretario de la misma y
futuro director del Museo Etnológico y Colonial de Barcelona, consiguió
trasladar una parte de las adquisiciones realizadas a Barcelona. Sólo una
convicción clara sobre cuáles son las dimensiones exactas de lo posible nos
permite practicar una elipsis sobre el hecho de que otro de los fundamentos de
las colecciones etnológicas de titularidad pública en Barcelona lo constituyesen
las 165 piezas de "arte negro" que provenían de la colección
particular de Miguel Núñez de Prado, quien fuera gobernador español de Guinea
entre 1926 y 1931, colección que fue adquirida en 1936 por la Generalitat de
Catalunya al precio de 20.000 pesetas, por otra parte en el marco de una
revolución social sin precedentes provocada por el estallido de la Guerra
Civil. Esa colección, que incluía alguno de los bieris -fetiches elaborados principalmente por las sociedades Fang-
más valiosos con que cuenta actualmente el Museu, se incorporaría también a sus
fondos iniciales en el momento de la fundación.
Para responder en cierto modo a
esos lugares comunes, a ese régimen de verdad si lo prefieren, nuestro equipo
de trabajo ha concebido una exposición modesta, "Ikunde: Barcelona,
metròpoli colonial", que sin embargo quiere ser el primer paso de un
proyecto más ambicioso, una especie de retablo general que ilustre las
distintas facetas en que se expresó la participación activa de la sociedad
catalana, y en particular de su burguesía comercial, en la empresa colonial
hispana en África. No deseamos promover un juicio tan severo como el que
hiciera, una vez más, Jean-Paul Sartre en su célebre y eléctrico prefacio a Les damnés de la terre, el libro de Franz
Fanon, en el que sobredimensionaba los dilemas de la responsabilidad colectiva
y reconocía en la pasividad de la sociedad francesa ante la guerra de
liberación argelina una complicidad inmoral que juzgaba culposa[2].
Eran, sin duda, otros tiempos y contextos. A nosotros nos parece, simplemente,
que tal vez ha llegado el momento de arrojar algo de luz sobre todo aquello que
la memoria histórica ha dejado en penumbra, que es preciso abrir (literalmente)
las cajas selladas y custodiadas en almacenes a lo largo de décadas y revisar,
en fin, algunos mitos nacionales en un momento en que la sospechosa desmemoria
de las antiguas metrópolis coloniales es una causa incoada en muchas otras
latitudes. Y nos parece, también, que sería bueno proceder a ese reconocimiento
distinguiendo, por bien que a veces resulte difícil, entre la culpa y la
responsabilidad.
Una pequeña consideración para
el campo de la antropología social que creemos se deriva de todo esto. Uno de
los efectos de la corriente de estudios subalternos, postcoloniales y luego
decoloniales ha sido la puesta en crisis (¿definitiva?) de los relatos
eurocéntricos elaborados sobre los restantes pueblos del planeta, prácticamente
todos ellos sometidos a una forma u otra de colonización a principios del siglo
XX, en el clímax de la dominación europea. Aunque esa voluntad crítica
pareciera consustancial a los principios que rigen la antropología social, lo
cierto es que las acusaciones recibidas de connivencia con lo que Aníbal
Quijano ha llamado la colonialidad del
saber han suscitado un clima de sospecha renovado ante las aportaciones de
la antropología, así como una especie de complejo de culpa en el seno de la
misma[3]. En
cierto modo, el peligro que corremos los antropólogos, en particular aquéllos y
aquéllas que nos empeñamos en seguir discurriendo sobre las sociedades no
europeas, es, por así decirlo, quedar prisioneros entre el cinismo y la
neurosis. Evitamos la incomodidad que supone haber despertado del sueño moderno
en el que el Otro, en su diferencia radical, se hallaba a libre disposición de
nuestro escrutinio apostando por una antropología reflexiva, comprometida y
co-participada, pero en la medida en que el marco institucional (académico)
sigue reflejando de manera directa las desigualdades forjadas durante la
dominación colonial, esa apuesta tiene algo de impostura. Persistir a estas
alturas en una reflexión sobre "los Otros" desde las tribunas
académicas de las viejas metrópolis coloniales es una actividad presidida por
contradicciones que cada cual sobrelleva como puede y quiere, y el apostolado
por el célebre giro decolonial no
hace más que poner de manifiesto esas paradojas.
Desde nuestro equipo, formado bien
es verdad tanto por antropólogos como por historiadores (Pablo González Morandi
y Eloy Martín Corrales del, lado de los historiadores, Andrés Antebi y yo mismo
del de los antropólogos), queremos realizar una modesta aportación local a ese
giro mediante la exposición dramatizada de nuestros propios pecados. Nos ha
parecido que la vía más fácil –la única que hemos hallado, en todo caso- para sortear
esas paradojas consiste en centrarse menos en los Otros y mucho más en
Nosotros, en la genealogía de nuestras representaciones, en la historia, en
fin, de nuestra propia disciplina, y de los vínculos que trenzó con prácticas
de dominación colonial que en cierto modo siguen siendo, como lo fueron
entonces, materia reservada. Llámenlo
economía de esfuerzos, si quieren, o incluso oportunismo intelectual, pero nos
parece que la antropología social catalana y española padece en realidad una
amnesia semejante a la que describíamos en relación con la sociedad catalana y
algunas de sus instituciones culturales; también las y los antropólogos del
estado estamos en general persuadidos de que la variante local de la disciplina
carece del listado de agravios que padecen las grandes tradiciones académicas
imperiales, lo que no deja de resultar chocante. Tal vez las gestas militares y
el número de compañías comerciales que hicieron fortuna con la aventura
colonial sean mucho menores que en otros casos, pero su influencia sobre el
paisaje intelectual e institucional del estado sigue ahí, para quien quiera
rastrearla. Ahora bien, en castellano hay un refrán adecuado para dar cuenta de
ese particular género de amnesia: no hay peor ciego que el que no quiere
ver.
Llega el momento de concluir.
Hasta el momento he descrito, con más o menos éxito, algunas de las elipsis que
padece la memoria histórica de nuestro país, en especial las relativas a su
peripecia colonial, pero no he mencionado más que de refilón algunas de las
razones por las que éstas se han producido. Supongo que no puede cerrarse esta
intervención sin apuntar, de manera general, al menos a dos de ellas. La
primera no constituiría un rasgo específico de Catalunya, pues afectaría a la
totalidad del estado: el mito de la Transición feliz que permitió clausurar con
éxito la etapa del franquismo. No es éste el lugar para abordar con la
profundidad que merece –a pesar de que contamos en la sala con Queralt Solé, que
conoce el tema con mucha más profundidad que yo- la hegemonía alcanzada por la
fantasía narcisista –o el silencio hipócrita- asumida por las elites políticas
post-franquistas. La ilusión de que la experiencia colonial y sus efectos
colaterales concluyeron mágicamente con la aprobación de la Constitución de
1978 ha sido un lastre terrible que soporta este país, y que explica, entre
otras muchas cosas, la tragedia provocada en el Sáhara Occidental por la
dejación de responsabilidades de la antigua metrópoli, o el dossier eternamente
abierto con el vecino marroquí.
La segunda sí es un rasgo
distintivo del paisaje político e intelectual catalán. Se trata, como señalaba
al comienzo de mi intervención, de las mixtificaciones elaboradas por parte de
las elites del país, aglutinadas en torno a un proyecto nacionalista y
conservador que también alcanzó su propia hegemonía en el período
post-franquista, y que ha querido ver –lo quiere todavía, de hecho- en el
proyecto colonial africano una prueba concluyente de los desvaríos del Estado
español a cuyo aventurismo militar la sociedad catalana habría dado
discretamente la espalda. Pues bien, frente a ese imaginario complaciente
forjado a partir de la combinación de esas dos corrientes hegemónicas, y mucho
más complementarias de lo que a veces se está dispuesto a aceptar, el proyecto
que presentamos con “Ikunde…” pretende comenzar a rastrear las huellas que esa
experiencia ahora incómoda dejó sobre la ciudad de Barcelona, un ejercicio de
recuperación de la memoria que, creemos, no podemos rehuir por más tiempo.
Ahora bien, nuestra voluntad no es detenernos en un simple recuento de los
bienes y propiedades que la colonización legó a la ciudad, por importante que
eso sea. Nos gustaría captar las influencias más o menos sutiles que esa
experiencia cosmopolita impuso sobre la propia concepción de la ciudad y sus
representaciones. Nos parece, en fin, necesario aportar aquellos materiales que
nos permitan comprender hasta qué punto la condición de metrópoli colonial de
Barcelona determinó una manera de gestionar espacios y gobernar poblaciones que
en realidad permanece activa hasta el momento presente.