La foto es de K.C. Lee Lee |
Final de la conferencia "La ciudad como sociedad de lugares", pronunciada en el Teatro Municipal General San Martín.Buenos Aires, en agosto de 2007.
LA CIUDAD COMO CUARTO DE ECOS
Manuel Delgado
Hablar de la ciudad como un campo de significado es hacerlo homologando la ciudad a un mito, no en el sentido en que lo haría Barthes –el mito como mixtificación o reducción falsificadora de lo real–, sino en el sentido lévi-straussiano, es decir del mito como instancia inteligente en la que los tres niveles en los que se expresa el mundo a los humanos –lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario– coexisten mezclándose. En la ciudad vemos la misma sobreposición de instancias –la de lo Real y la de lo Imaginario– a las que se suma enseguida el trabajo de lo Simbólico –que, por otra parte, no es otra cosa que eso, es decir un trabajo o producción– en una tarea que en el fondo no muy distinta que la que hemos visto ejercer siempre a los mitos, empeñados una y otra vez en jugar con los distintos planos de la experiencia hasta hacerlos indistinguibles. En ese orden de cosas, la ciudad, en efecto, ejerce esa misma labor que Lévi-Strauss contemplaba llevando a cabo a los mitos, que es la de confundir esos tres niveles: lo imaginario –entendido como la expresión más plausible y más ejecutiva de la realidad–, lo simbólico –como labor de producción de sentido– y lo real –como eso que está ahí y cuya presencia intentamos inútilmente conocer o acaso tan sólo mantener a raya.
Acaso, como en relación con el mito, el urbanita sólo puede vivir la ilusión de que realmente es él quien emplea los lugares de cualquier ciudad como instrumentos a través de los cuales pensar y hacer. Probablemente sea lo contrario y, como ocurre con los mitos, sean los lugares de cualquier ciudad las que empleen a los humanos –esos transeúntes que van de aquí para allá– para comunicarse y hacer sociedad entre sí. Ciertamente, por ello, todo ciudadano es en realidad un mitodano, el habitante de un mito.
Salir a la calle entonces es iniciar un viaje, y un viaje no muy distinto que el que a principios del siglo XX llevara a Victor Segalen al extremo Oriente. ¿Qué es lo imaginario? –se pregunta Segalen–: lo que hay antes de la partida, lo que luego se abandona al llegar –en el momento de enfrentarse con lo real–, pero que luego se reencuentra y se imbrica con ese mismo real. O, como él mismo escribiera: “Peripecias: yo, partido en busca de lo Real, fui apresado de golpe y no siento otra cosa. Poco a poco, muy delicadamente, asoman los muros de un imaginario anterior. Después de algún tiempo: juego alterno. Luego triunfo de lo Imaginario por el recuerdo y la nostalgia de lo real.”
Los imaginarios sociales son entonces, como propone Ledrut, “aquellas representaciones colectivas que rigen los sistemas de identificación y de integración social, y que hacen visible la invisibilidad social”. Y, ¿qué es eso que funda y organiza lo social, pero no se ve, sino lo evocado, lo recordado, lo invocado, lo esperado, lo soñado, el deseo... Lo que fue, pero todavía es; lo que estuvo, pero se resiste a marchar; lo que ya está ahí, aunque todavía no haya llegado. Todo lo que anuncia su nacimiento; todo lo que se niega a morir. Un montón de restos; lo que está a punto de suceder.
Pasear por las calles, atravesar cualquier plaza, transcurrir por el corredor del metro, subir o bajar las escaleras de tu propia casa o de la casa de otros es pasear, atravesar, transcurrir, subir o bajar uno o varios imaginarios el propio y el de todos los otros que dejaron o dejarán allí o por allí sus huellas. El ciudadano es entonces el morador incansablemente en tránsito de un cuarto de ecos, en que todo es reverberación o reflejo. Cada sitio dialoga con otros sitios, de igual modo que cada momento interpela a otro momento y lo que esos otros sitios y momentos valen o significan. Cada sonido y cada sombra es así, en la ciudad, de pronto, además, juicio, recuerdo, precio o señal, todo lo que está ahí, aunque no esté. No otras cosas, sino todo lo otro.