La conquista de la palabra
Manuel Delgado
Bien podríamos decir que las manifestaciones políticas terminan haciendo, pues, lo que los rituales suelen hacer: convertir en realidad y ilusiones sociales, constituirse en prótesis de realidad que, como escriben Francisco Cruces y Ángel Díaz a propósito de los mítines, "hacen pensable lo etéreo, sensible lo abstracto, visible lo invisible, material lo efímero, creíble lo paradójico y natural lo misterioso". Las manifestaciones de contenido político, así pues, hacen real lo que, si no fuera por ellas, no sería sino una pura entelequia. Lo que vemos desfilar el Primero de Mayo es la clase obrera; el 8 de marzo, las mujeres, o, según sea el asunto que convoca, los padres, los maestros, los estudiantes, los gays, los inmigrantes, los antifascistas, los usuarios..., es decir objetivizaciones en que un grupo más o menos numeroso de personas que usan expresivamente unas calles se presentan y son reconocidos como reificación de colectivos mucho mayores, en nombre de quienes hablan y son escuchados.
Se ha discutido mucho sobre cuál es la incidencia real de las movilizaciones públicas. Está claro que alguna deberá tener, pues de lo contrario no podríamos explicar la persistencia en practicarlas. Se dirá que, aunque los manifestantes no alcancen sus objetivos casi nunca, la acción tiene incidencia en forma de debates públicos en los entornos mediáticos. Es obvio que en gran medida parecen orientados a llamar la atención de unos medios de comunicación que se cuidan de convertirlos en eventos políticos. En realidad, la cuestión nos devuelve a la cuestión del parentesco de la movilización en la calle con la fiesta y, por tanto, al tema de la eficacia ritual. Para los politólogos, la acción colectiva se concibe en función de sus motivaciones explicita y conscientes; para los antropólogos, la explicación de un ritual no recae nunca en las razones que verbalizan sus participantes, sino que dirige a los dispositivos sociales y cognitivos de los que es parte, asociados, por ejemplo, a la generación de identidades grupales o a la dramatización de estructuras de plausibilidad. Que una comunidad saque a su Virgen en procesión cada vez que se padece una sequía, a pesar de que el acto nunca ha provocado la lluvia, indica que la razón real de la actuación no es la que se aduce, sino otra.
Tenemos así que la acción colectiva en la calle constituye una modalidad de democracia directa y radical, en el que son los propios afectados los que se consideran legitimados para hablar por sí mismos y sin el concurso de mediadores orgánicos institucionalizados a través del voto, ni usando los "conductos reglamentarios" que prevé el sistema parlamentario y la burocracia administrativa. Se trata, en definitiva, de una denuncia de lo que Bourdieu ha llamado fetichismo de la delegación, la pretensión de que alguien puede encarnar físicamente y llevar la palabra —ser portavoz— de un colectivo vindicante. También constituye una manera de advertir que la lucha democrática es una lucha por el derecho a hablar y que la manifestación funciona como una conquista de la palabra, que es como titulaba Michel de Certeau su libro sobre el Mayo del 68 en Francia. Las personas hablan por ellas mismas, reclaman ejercer su derecho a existir con un rostro, como realidades que se hacen presentes en este proscenio para la vida pública que se supone que debería ser la calle. Esto es válido para segmentos sociales ofendidos que increpan al poder, pero también a veces un recurso en manos de las propias instituciones, que, en momentos críticos, pueden convocar a sus administrados a que salgan a la calle para apoyar y poner de manifiesto que la autoridad que detentan y sus iniciativas más polémicas tienen detrás una ciudadanía de carne y hueso.
Por supuesto que el valor subversivo de la acción colectiva puede conocer institucionalizaciones, que se concretan en la propia historia de las manifestaciones, desde su inicio en el siglo XIX hasta su plena homologación como actos políticos repertoriados, legitimados, aceptables, homogeneizados según criterios canónicos..., con las consecuentes fórmulas de encuadramiento de los manifestantes, servicios de organización y de orden, cooperación con la policía por parte de los organizadores, itinerarios estandarizados y pactados previamente, etc., todo en pos de una auténtica ejemplaridad manifestante.
Esta rutinización de la protesta y de las rutas rituales oficiales para hacerla pública es contestada por movimientos que llevan a la calle y convierten en movilización su impugnación sin ambages ya no a una parcela determinada de la realidad, sino al orden sociopolítico y económico general. Se trata de actuaciones que la prensa y la policía califican de "violentas", “radicales”, “antisistema”, caracterizadas por una relación con el ámbito político institucional aún por establecer o que no se llegará a establecer nunca, sin representación política reconocida, capacidad de convocatoria que al principio es rara vez masiva, organización embrionaria y a menudo desjerarquizada, vínculo fuerte entre los manifestantes, sin servicio de orden, relación ciclotímica con el llamado orden público, relación débil u hostil con los medios de comunicación y una imagen pública problemática o negativa. Estas intervenciones irrumpen en la arena pública como prolongaciones vehementes de protestas sociales, expresiones de insolencia en que llevan a sus últimas consecuencias la naturaleza por definición conflictiva del espacio urbano.