Una de las ilustraciones de André Masson para Le Miroir de la tauromachie, de Leiris |
Notas para Pedro Montoya, estudiante del Màster d'Antropologia i Etnografia de la UB
EL TOREO Y LA CONCEPCIÓN TRÁGICA DE LA VIRILIDAD EN MICHEL LEIRIS
Manuel Delgado
¿Sabes quién entiende y desarrolla esa sugerencia que te hacía del torero como femme fatale y del toro como víctima de su ansiedad y su impaciencia por alcanzar el objeto amado? Pues un autor al que me refiero sistemáticamente en clase y del que ya conoces mi adhesión: Michel Leiris, del que siempre explico su condición de puente entre etnología, surrealismo y literatura.
Leiris proveyó
en relación con la fiesta de los toros española dos obras singulares: De la literatura considerada como una tauromaquia, de 1939, que está publicada en el mismo
volumen que Edad de hombre, en
Tusquets, y, antes, en 1937, Miroir
de la tauromachie, con ilustraciones de André Masson, donde articulaba las
ideas surrealistas sobre la sexualidad con las teorías expresadas por Henri
Hubert y Marcel Mauss en su célebre ensayo sobre el intercambio sacrificial. La
edición más reciente en francés es de Fata Morgana. No conozco que se haya
editado ninguna tradición. Indispensable para comprender el alcance de tal
asociación teórica es El erotismo,
que eras tú misma quien me mencionabas no hace mucho: Georges Bataille.
Leiris propuso una lectura de la
fiesta taurina en la que los valores sexuales ocupaban un lugar estratégico, un
tipo de apreciaciones que ya habían sido antes intuidas, pero no puestas en
orden en forma de tesis interpretativa. Como se sabe, este tipo de miradas
sobre la fiesta ha sido una y otra vez colocado en el centro del sentido
profundo atribuido a la tauromaquia, no siempre reconociendo el precedente
leirisiano. Hay que comenzar, para
ello, por entender que la inspiración de las ideas de Leiris y Bataille sobre
las relaciones entre los sexos parten de la erotología de Sade y la literatura
libertina del XVIII francés y tienen como referente el universo estético del
rococó. No se puede entender ni a Leiris ni a la fiesta de los toros siin
asumir que ambos le deben mucho a ese momento civilizatorio marcado por la
aparición del sistema de mundo propuesto desde el proyecto cultural de la
modernidad ilustrada y las relaciones de seducción –basadas en la simulación,
el ritual, el juego, la importancia de las apariencias, la voluntad de
control...– características del amor cortesano, cuya vigencia –en clave democratizada-
ha venido a demostrar el éxito de las versiones cinematográficas de la obra
epistolar de Chonderlos de Laclos, Las
amistades peligrosas, por ejemplo.
Leiris
aparece como uno de los precedentes más destacados de esa lectura en clave
erótica de la fiesta.
Determinados paradigmas de la ideología sexual hegemónica se reconocían
representados en la metáfora que la corrida dramatiza: el dominio seductor, la
nueva exaltación de la virginidad, la androginización, la asociación
sexo/muerte. Tenemos, en primer lugar, la tipificación leirisiana de la
tauromaquia como ejemplo de una coincidentia
oppositorum sólo comparable con la que viven los amantes: “Sólo es en la
actividad pasional que conocemos iguales tensiones seguidas de calmas, igual
sucesión de aproximaciones y distanciamientos, idénticas montañas rusas de
ascensiones y descensos... intersección de una unión y de una separación, de
una acumulación y de un despilfarro”.
Para Leiris, la del toreo es
análoga “una belleza abstracta e indefinible, aquella de la única mujer antes
del primer pecado.” —las citas son Le Miroir...— Todo el juego al que se
abandonan toro y torero consiste en acercarse lo máximo posible..., sin llegar
a tocarse hasta el final, cuando el matador lo considera oportuno. El torero es
un “escamoteador.” Su virtud reside en embaucar, en ofrecer lo que no piensa
conceder. Es un mentiroso, puesto que su actuación consiste en encadenar una
tras otra, “como en una fuga”, sus “engaños”. Es una hembra que defiende su
pureza, el símbolo móvil y atrayente de lo que Buñuel designaba, titulando una
de sus películas bien conocidas, que tambíen te cite, “ese obscuro objeto del
deseo”. En una de las ilustraciones
del Miroir de la tauromachie, Masson
dibuja una capa en cuyo centro se estremece una colosal vagina.
Es curioso constatar cómo, en
Leiris, el éxtasis no se encuentra, como la sexología utilitarista sontendría,
en el momento final, sino en la intervención del coro, los olés y aplausos del
público: “El sortilegio se desvanece: después de tantas caricias cada vez más
lacinantes, los dos partenaires se
separan, ahora extraños el uno al otro. Es entonces cuando la ovación del
público estalla y corona el conjunto..., y será sin duda apropiado hablar, en
su sentido admitido tanto como en el más trivial sentido de la palabra, de la
ovación como una descarga, –descenso
del potencial nervioso, idéntico a un acceso de fiebre, al mismo tiempo que
eyaculación que tiene por esperma los bravos”. Leiris hubiera deseado un acto
de amor infinito, una corrida interminable que evitara lo que él llamaba su
“conclusión optimista.”
Sorprende la lucidez de Leiris
cuando, descalificando la condición decepcionante de la conclusión en la
corrida, está concibiendo un modelo sexual en el que queda desacreditado el
productivismo erótico y el culto al orgasmo a favor de una sexualidad sin
litorales: “De igual forma que se pasa del sentimiento de plenitud a la
desilusión, el vacío así producido, la percepción de una carencia y todo lo que
una lesión tal tiene de insoportable no puede más que provocar una nueva
aspiración de su insuficiencia lo que ha derrotado al amor, aunque nuestra
propia desesperación lo haga resurgir, de manera que, si toda plenitud aparece
forzosamente como amplificación de un desgarro..., todo desgarro sentimental
tomará recíprocamente figura de ruta abierta, de precio pagado por una nueva
partida, a la vez que, medida de nuestra vida –es decir, de nuestro infinito-,
aparecerá como una revelación.”
La fiesta comparte con el
erotismo otra cualidad: la estética. Según Leiris, “strictu sensu, el erotismo puede ser, en efecto, definido como un arte de amor, una especie de
estetización del simple amor carnal, que se encarga de organizar en una serie
de experiencias cruciales”. La corrida funciona, así pues, como el equivalente
estructural del erotismo: “Así, la tauromaquia, más que un deporte es un arte
trágico, en el que se rompe, soliviantada por las potencias dionisiacas, la
armonía apolínea”. El toreo y el erotismo funcionan, idénticamente, “bajo la
forma de juego, de lujo, de placer tomado al margen de cualquier consideración
de utilidad”.
Leiris, con su tesis del toreo
como coincidentia oppositorum, aplica
a lo que ocurre en el redondel la calidad que Bataille atribuía a la
experiencia libidinal: “La sustitución del aislamiento y discontinuidad del ser
por un sentimiento de continuidad profundo”. La “fusión completa”, la “comunión
total de dos seres” a la que se dirige procesualmente el rito taurino tiene
como consecuencia, y dada la condición feminoide del torero, una
hermafroditización. Las leyes de la atracción que el torero ejecuta en la arena
reproducen una acepción netamente “femenina” del erotismo, la misma que hoy
hegemoniza crecientemente la representación de una sexualidad que cada vez más
eso: representación: una voluptuosidad polícroma, sugerente, degustativa, circular;
una carnalidad sin centro, psicológica, holística: un deseo polimórfico
inabarcable y críptico. He ahí a tu femme fatale.
El otro gran vector leirisiano es
el de la auto-referencialidad del amor y del erotismo, y, por extensión, del
narcisismo que inevitablemente los preside. La misma metáfora que plantea
sugerir la tauromaquia como espejo se sitúa en esa dirección: “Identidad, si se
quiere, de fondo y forma, pero, más exactamente, paso único revelándose el
fondo a medida que le daba forma capaz de ser fascinante para los demás y capaz
de hacerle descubrir en sí mimsmo algo homófono a ese fondo que me había
descubierto. Sabemos que Leiris no escribió otra cosa en toda su vida que
autobiografías. Si la tauromaquia funcionaba en La literatura considerada como una tauromaquia como una evocación
de los propios riesgos de la confesión –poética o camuflada de etnografía-,
también cumple su función para revelarnos a nosotros mismos en la dimensión de
nuestra propia sentimentalidad y de nuestro sexo: “Analizado bajo el ángulo de las relaciones que presenta, especialmente, con la actividad erótica, el arte tauromáquico revestirá, puede presumirse, el aspecto de uno de esos hechos reveladores que nos esclarecen acerca de ciertas partes oscas de nosotros mismos en tanto actúan por una especie de simpatía o similitud, y cuyo poder emotivo se origina en lo que tienen de espejos que devuelven, objetivada ya y como prefigurada, la imagen misma de nuestra emoción.” O: “Imagen de ese continuo movimiento de basculación que, cuando lo percibimos claramente, nos llena de éxtasis y de vértigo porque es, sin duda, el símbolo más adecuado de lo que es en verdad el trasfondo de nuestra vida pasional”.
Leiris reitera en varios momentos la imagen del carrefour (“intersección”) para enfatizar la geometrización taurina del erotismo. En la plaza, lo que cuenta, lo que es, es ante todo ese instante tremendo y conmovedor en que el torero y la bestia –el Yo y el Otro- se cruzan sin tocarse. Te he hablado de esto algunas veces, Acaso debamos reconocer que tampoco nosotros somos, ni nunca fuimos, mucho más que el resultado, siempre arbitrario, de cruzarse nuestra existencia –como efímeramente la del toro y el matador– con la de los demás. Yo Soy justo ese momento, corto o largo, en que otro atraviesa por mi vida o la atraviesa.