Manuel Delgado
Parecen arreciar por momentos las voces que advierten de los peligros que para la civilización cristiana y occidental supone la presencia masiva entre nosotros de personas de religión musulmana. El mínimo indicio es rápidamente señalado como prueba irrefutable para una impugnación global del Islam.
Cada vez más, el espantajo de la amenaza mahometana se agita desde un catolicismo preocupado por la nueva competencia o en nombre de una especie de racismo republicano, que inferioriza a miles de inmigrantes presentándolos como incompatibles con los valores de la laicidad. Tanto en un caso como en otro, la islamofobía aporta nuevos argumentos con que alimentar la hostilidad contra los trabajadores extranjeros, mostrados ahora no sólo como un grave riesgo para nuestros puestos de trabajo y para la seguridad ciudadana, sino también para la propia supervivencia de nuestra cultura.
Pero, ¿en qué consiste esa «cultura» a la que se insta a integrarse a los inmigrantes? ¿Cuál es ese ámbito moral invisible al que deben incorporarse para ser considerados como de los nuestros? ¿Lo que recibe al inmigrante que llega es de veras «una cultura»? ¿No será más bien una maraña de estilos de hacer, de pensar y de decir que no admite una reducción a la unidad, puesto que no es sino un amontonamiento inorgánico de legados y testimonios dejados por otros inmigrantes que llegaron antes y a la que los recién llegados habrán de añadir los suyos?
La diferenciación cultural sólo en apariencia se comporta a la manera de un obstáculo para la integración de los inmigrantes en la sociedad que los recibe. Los microclimas culturales que los inmigrantes propician allá donde se asientan, y en los que se reorganizan elementos más o menos distorsionados de sus tradiciones de origen, se suelen revelar como instrumentos adaptativos de la máxima eficacia. La lealtad de los inmigrantes a las costumbres que traen consigo –o que se inventan sobre la marcha para diferenciarse– les sirve para acomodarse a la complejidad y a la inestabilidad de las sociedades urbano-industriales y levantar en torno suyo un refugio en el que ampararse de las tendencias desestructuradoras que con toda seguridad van a sufrir. El mantenimiento, la creación o incluso el endurecimiento de formas de sociabilidad y pautas culturales propias le permite a los inmigrantes controlar mejor las nuevas situaciones sociales a las que han de amoldarse y hacerlo, además, en sus propios términos. Y todo ello sin hablar de la importancia que el mantenimiento de conductas culturales singularizadas ha tenido para que los inmigrantes haya podido enfrentarse a los cuadros de explotación, injusticia y estigmatización que suelen ensañarse con ellos.
La heterogeneidad cultural que aportan los inmigrantes se desvela como un dispositivo cuya labor es, paradójicamente, la de asegurar que los aspectos más estratégicos del proceso de incorporación a la sociedad receptora puedan llevarse a término con mucha menos dificultad que la que provocaría aplicarse sobre una masa informe de seres humanos desestructura¬dos y sumidos en la desesperación. Esas señas de particularidad cultural o religiosa no son un factor que evita la integración del inmigrante: lo que evita es precisamente su desintegración, su aniquilamiento moral en un contexto que percibe como hostil y frente al que lo único que le queda muchas veces es sólo su sentido de la identidad. Si se presenta como diferente es precisamente para ser reconocido como sujeto y, con ello, como igual.
El inmigrante no es una amenaza para la cultura a la que llega, básicamente porque lo que le recibe no es ninguna cultura, al menos en el sentido en que se emplea ese término para designar una presunta ideosincracia o un conjunto congruente de rasgos identitarios que abarca a toda la sociedad en la que recala. El ámbito de integración para la que el inmigrante debería ser reclamado no es el de una mítica cultura receptora, sino ante todo el de las leyes y, como mucho, el de ámbitos que suponen que son o deberían ser del soslayamiento de toda identidad y de toda diferencia, en los que el inmigrante deja de serlo para transformarse en vecino, ciudadano, persona. Y, qué casualidad, ese es precisamente el dominio que le está vedado. Se le exige que se integre en lo imaginario, al mismo tiempo que se le impide el acceso de pleno derecho a lo real.