La foto es de Barry Mangham y es de un parque abansado en Pripyat, Ucrania |
EL CENTRO CULTURAL COMO PARQUE DE ATRACCIONES
Manuel Delgado
A pesar de esa enorme distancia aparente, el equipamiento cultural y la feria mantienen entre sí algunas analogías importantes, sobre todo, porque los parques de atracciones, además de instalaciones en las que se juega a destruir por unos momentos la estabilidad de la percepción y a buscar un cierto vértigo, suelen, no en vano, incluir espacios destinados a exposiciones, auténticos museos paródicos dedicados en este caso a cosas caracterizadas por un tipo particular de anomalía que las hace sorprendentes, raras, extraordinarias... Esta consideración se asigna a objetos que han sido considerados bien híbridos –los autómatas–, bien monstruos –los fenómenos humanos que se exhibian antes en las ferias o las imágenes de uno mismo que se reflejan en las salas de espejos cóncavos y convexos–.
Los objetos excepcionales que se eshiben en los museos, en los festivales artísticos o en los equipamientos culturales, igualmente sobreabundantes en significado, también entrarían dentro de esa caracterología de los accidentes taxonómicos, en este caso perfectos, es decir ideales, sin mácula, impecables, modélicos, etc. El público que asiste a la feria o que se presenta ante los altares de la Cultura es invitado a llevar a cabo dos operaciones simétricas pero idénticas en el plano lógico-formal : colocarse ante cosas que han sido previamente puestas entre comillas y que suscitan bien la más absoluta circunspección ante una perfección monstruosa, o bien la risa o el escalofrío ante una monstruosidad perfecta. El gran equipamiento cultural no hace, en definitiva, sino trasladar a un nivel trascendente –se guardan allí restos o testimonios de una autenticidad perdida o lejana– la misma substancia –lo raro, lo excéntrico– que la feria desplaza al campo de la irrisión y la parodia, como si se tratase de dos formas alternativas, y en el fondo indisociables por complementarias, de integrar lo aberrante, la excepción, la desmesura.
En el marco de las formas actualmente en curso a través de las cuales se nos obliga, como sea, a librarnos de nuestro tiempo libre, nada más cerca de un equipamiento cultural que un parque de atracciones. El parque de atracciones és, sobre todo, un campo cerrado en que ilusiones terribles o maravillosas pueden hacerse realidad. En este espacio acotado las posibilidades que el pensamiento intuye, pero de las que la realidad cotidiana no ha sido, ni es, ni será nunca proveedora, cobran carta de naturaleza, reciben el excepcional derecho de existir. Es así que de los parques de atracciones y de las ferias se podría decir lo mismo que, siguiendo a Merlau-Ponty, Pomian sugería de las colecciones y los museos: su función de servir de vínculo entre lo visible y lo invisible, es decir, en otros términos, entre mundo y pensamiento.
No es esta la única afinidad entre la feria y los lugares en que se encarna la Cultura. El parque de atracciones és, sobre todo, un campo cerrado en que ilusiones terribles o maravillosas pueden hacerse realidad. En este espacio acotado las posibilidades que el pensamiento intuye, pero de las que la realidad cotidiana no ha sido, ni es, ni será nunca proveedora, cobran carta de naturaleza, reciben el excepcional derecho de existir. De pronto, en una sociedad en que los automóviles tienen terminantemente prohibido colisionar entre sí, se hace real la imposible alucinación de un sitio –los autos de choque– en los que la única cosa que pueden hacer los vehículos que por allí circulan es topar convulsivamente. Las ferias asumen también el encargo de escenificar como si fuesen reales los imaginarios que el folclor contemporáneo ha ido forjando, sobre todo desde el cine, que no en vano arranca y vuelve hoy en sus últimos experimentos como una atracción de feria más: las naves espaciales, las diligencias, los bólidos, los barcos piratas de los tio-vivos, en sus formas más ingenuas, o las modernas técnicas de realidad virtual, para referirnos a las expresiones más sofisticadas y últimas de este mismo principio de virtualización. También se trata de encarnar auténticos escenarios de este mismo imaginario colectivo, una tendencia que apuntaban los castillos encantados y los túneles del terror y que la moderna industria del ocio ha amplificado hasta la desmesura bajo la forma de los actuales parques temáticos, en los que el visitante puede trasladarse físicamente al Salvaje Oeste, al Castillo de Blancanieves, a la Guerra de las Galaxias o a los paisajes de las Mil y Una Noches.