La foto es de Emerty Wolf |
Mensaje para la pintora Josefina Muslera
DESIERTOS, DESCAMPADOS Y OTROS LABERINTOS
Manuel Delgado
No sé qué está haciendo en Fossil Rock, pero
la envidio. Solo vi el desierto de lejos, en Nouatchock, y me fascinó. Lejos de
Dubai, yo no tengo a mano más que desiertos mucho más discretos: los
descampados que rodean o salpican mi ciudad. Amo los descampados, esas regiones
desalojadas en las periferias urbanas, pero también abiertas de vez en cuando entre
las formas plenamente arquitecturizadas, a la manera de intermedios
territoriales olvidados por la intervención o a su espera. Son lugares amnésicos
a los que la ciudad no ha llegado o de los que se ha retirado y que encarnan
bien una representación física inmejorable del vacío absoluto, de la absoluta
disponibilidad, a la manera del desierto del que me habla. Una pura intemperie,
en la que uno se va encontrando, entre una
naturaleza desapacible, escombros, esqueletos de coches, casas en ruinas
y los más inverosímiles objetos perdidos o abandonados.
¿Sabe? En esos territorios residuales no hay
nada: ni pasado, ni futuro, nada que no sea el presente, hecho diagrama de
quienes lo cruzan. Esas zonas no domesticadas y pasionales parecen conectarse
entre si a través de senderos que han trazado los propios caminantes. Un
artista, Robert Smithson, también encontró en esos espacios desolados y en
descomposición, una fuente de inspiración y de lucidez. No sé si lo conoce. Su earthwork,
“Passaic River”, de 1967, trata de una excursión a los alrededores marginales
de su ciudad, Passaic, Nueva Jersey. A esa región disgregada, “panorama cero”,
la llama no en vano non-site. La obra es una pieza interminable, hecha
con los objetos obtenidos en el viaje, las fotografías, los vídeos, los mapas,
las anotaciones del artista, pero también de quienes acudieron a su invitación
de llevar a cabo idéntico desplazamiento a ese lugar sin lugar, para gozar de
sus extraños monumentos.
No
es por casualidad que el grupo Stalker haya hecho suyo el nombre que reciben
los protagonistas de la novela de ciencia-ficción Picnic al borde del camino,
de Arkadi Strugatski y Boris Strugatski, en la que luego se inspiró la película
Stalker, de Andrej Tarkowsky, basada en la novela de Arkadi Strugatski y Boris Strugatski, Picnic al
borde del camino. Hay una edición
en Ediciones B. Se la recomiendo. La novela narra
la historia de unos extraterrestres incomprensibles que aterrizan para hacer un
picnic y que al partir dejan abandonados unos misteriosos desperdicios que
convierten el lugar en un sitio portentoso y terrible, dotado de conciencia y
al que se le debe temor y respeto. Los stalkers son precisamente personajes que
se aventuran a penetrar en ese paraje en descomposición –la Zona– en que se
encuentran desperdigados los misteriosos despojos, algunos de reputadas
cualidades mágicas.
Idéntica
percepción del descampado como metáfora de la ciudad absoluta o no-ciudad en
Pier Paolo Pasolini, en esas comarcas sin nada a las que hacía jugar un papel
tan importante en films drigidos –Accatone, Mamma Roma...– o
guionizados –Las noches de Cabiria, de Fellini– por él. Por allí
deambulaban personajes siempre extraños y ambiguos, generando caminos y atajos
por los que tenían lugar todo tipo de actividades clandestinas, amores sórdidos
o geniales y los crímenes más atroces, entre ellos –no se olvide– el suyo
propio. El cuerpo de Pasolini apareció asesinado el 2 de noviembre de 1975, en
un paraje abandonado a unas decenas de metros de la playa de Ostia, en un
escenario idéntico al que él mismo había descrito en su novela Una vida violenta.
Me
encanta el parentesco que Abraham Moles propone entre el desierto y el
laberinto, que es “un desierto en conserva”. Escribe: “El
laberinto aparece como posibilidad de construir comprimidos de desierto,
de meter el desierto en botes de conserva”. Lo tiene en Sicología
del espacio (Ricardo
Aguilera). El desierto
es la expresión mayor y más abarcativa del no-lugar, umbral absoluto, sin
referencias, espacio que sólo puede ser atravesado por quienes antes se han
perdido en él. Espacio absoluto de los más absolutos naufragios, aquellos en
los que –evocando un hermoso poema de León Felipe– reside nuestra única posibilidad de dar
alguna vez con alguno de esos tesoros que no están en el seno de un puerto,
sino en el fondo del mar. El desierto es el espacio nomádico por excelencia,
escenario en que es inconcebible nada parecido a la jerarquía, a la función, a
la trascendencia, a la solemnidad, a lo orgánico, a lo consistente.
El
desierto es, en efecto, la metáfora perfecta para esa ciudad que es no-ciudad,
puesto que de ella no se pudo haber partido y nunca será destino para nadie. Es
sólo recorrido, deportación. Espacio vivo y vivido en que no vive nadie. De ahí
que la no-ciudad emblemática sea París. Pero no la capital de Francia, sino una
parcela vacía que un individuo desorientado y sin memoria, Travis, ha comprado
en medio del desierto de Mojave, en la película de Wim Wenders París-Texas.
Imagen perfecta de lo urbano, que no es sino la ciudad menos la arquitectura.
Un desierto. Un mar de dunas asediando pirámides.