Artículo publicado en El Periódico, el 9
de diciembre de 1993
LOS LÍMITES MENTALES DE LA PRENSA
Manuel Delgado
Buena oportunidad, hoy que se habla de los límites deontológicos de la
prensa, para plantear un tema que no siempre se trata con franqueza,
seguramente como consecuencia del férreo control que los periodistas ejercen
sobre los medios de comunicación. Hay que decirlo con claridad. En los ambientes académicos e intelectuales
los periodistas gozan de una pésima fama. Se les necesita y, al mismo tiempo,
se les teme. Se les necesita, pues de su voluntad depende que un trabajo, que
puede ser de años, sea conocido más allá de los circuitos universitarios o
científicos. Se les teme, puesto que se les es atribuida una especie de
capacidad innata para no entender nada de lo que se les dice o, todavía peor,
para entenderlo todo exactamente al revés.
Muchas veces tengo que defender a mis amigos de la prensa de este tipo de
prejuicios. Les explico entonces a mis colegas que la cuestión no está, como
ellos sospechan, en que los periodistas no suelan ser personas inteligentes. Es
cierto, les digo, que muchos de ellos sólo leen los teletipos y, a veces, la
prensa, y que hay algunos, entre ellos, varios bien famosos, que son
irrecuperablemente tontos. Pero eso pasa en todas las profesiones. Por lo
demás, puedo certificar que conozco buen número de profesionales con una
formación humanística y una capacidad crítica de veras notables.
El problema está, continuo argumentando, no en la agilidad intelectual ni
en el saber de los periodistas, sino en los propios límites mentales que impone
la dinámica de los medios de comunicación de masas. Dicho de otro modo, hay dos
tipos de periodistas: los que son irreversiblemente cortos y los que son inteligentes, pero no ejercen. Piensan
y son capaces de hacer pensar, pero su oficio no se presta a cultivar algo que
no sea el repertorio de lugares comunes en torno a los que gira toda la
información periodística.
Nadie puede imaginarse la desolación que experimenta quien, desde las ciencias sociales, ve
cíclicamente repetirse en la prensa idéntico tópico tratamiento para cuestiones
como “la soledad de los ancianos en las ciudades” o “la crisis de la familia en
la sociedad moderna”, consistente en una colección recurrente de inexactitudes
y trivialidades. Por no hablar de lo deprimente que resulta el alegre uso que
se hace de términos tales como “secta destructiva”, “conflicto interétnico” o
“tribu urbana”, que no es que no tengan nada que ver con el sentido que tienen
para los especialistas, sino que ni siquiera resistirían la consulta a un
diccionario.
A un periodista se le puede pedir que sea honrado, veraz, objetivo… Pero,
en cambio, no se le puede pedir que sea profundo. No tiene tiempo. Recuerdo las
palabras con que sus responsables presentaron en su día la programación de Catalunya Informació “… Y al final de
cada bloque, dedicaremos dos minutos a tratar un tema a fondo”. Y es que el
periodista ha de correr siempre más deprisa que los acontecimientos
–“adelantarse a la noticia”, le llaman a eso- y, como mucho, comentarlos sin
cuestionarse en modo alguno las premisas en que funda su visión de las cosas.
¿Y de quién es la culpa? Pues no de la poca o mucha inteligencia del
periodista, sino de la servidumbre que le encadena a un público al que contantemente
hay que confirmarle que el mundo es como la mayoría se imagina. ¿Cuál es la
clave el éxito de algunos periodistas radiofónicos y televisivos? Muy sencillo,
servirle en todo momento a los consumidores mediáticos cuanta carnaza pueda
exigir –por putrefacta que esté- o/y pasarse todo el tiempo haciéndoles la
pelota –“queridísimos oyentes”, “amigos telespectadores”…-. En la prensa
escrita, tres cuartos de lo mismo: hay que escribir lo que la gente espera
encontrarse impreso en el periódico, no defraudar jamás sus expectativas.
Cuántas veces no habré tenido el candor de ofrecerle a un diario u otro un
artículo en torno a un asunto que yo entendía apasionante, para escuchar cómo
se me decía: “Lo lamento, pero ese es un tema que no le interesa a nadie”. Recuerdo
aquel programa de TVE Tribunal popular, al
que mi inmadurez me llevó a prestarme. Cada vez que había que discutir un tema
a tratar, a casi cada una de sus sugerencias, se me espetaba: “Esto la señora
María no lo entenderá”. “Esto a la señora María no le va a gustar”. Llegué a
pensar que era la tal señora María, y no el director o el jefe de programas,
quien, desde un despacho que nunca llegué a ubicar con precisión, regia los
destinos de aquella casa.
Al final, a la hora de trasladar el programa a la primera cadena y para
toda España, me echaron. Consideraron que mi manera de hacer de fiscal era
“demasiado intelectual” y que –y juro que con esas palabras se me comunicó-
había un señor en un pueblo de Extremadura que no iba a entender nada de lo que
yo decía. Era él quien trazaba los límites de lo que se debía y podía expresar
y cómo. La inteligencia del periodista, en cualquier caso, no podía de forma
alguna exceder ni contrariar la de aquel anónimo personaje que, desde su
secreto y remoto puesto de mando, tanto y tan despótico poder parecía ejercer