La foto es de Danny Santos |
Del artículo "Impostura y sociedad. Lo verdadero y lo verosímil en Erving Goffman", publicado en Escala, Bilbao, 5 (2002): 7-11
GOFFMAN Y LA CRÍTICA DEL SUJETO
Manuel Delgado
Clara es la coincidencia de Goffman con las críticas al sujeto procedentes de la filosofía del lenguaje y, más en particular, las que arrancan del pensamiento de Wittgenstein. Ludwig Wittgenstein se enfrenta, en efecto, a la presunción de que es el sujeto quien otorga y distribuye los diferentes significados lingüísticos y de que lo hace a partir de experiencias interiores o sensibles, de manera que algo significa alguna cosa cuando alguien le asigna un nombre. Frente a esa supuesto de que es el sujeto quien crea y evalua las intenciones de sentido, Wittgenstein postula que una determinada proposición tiene significado no porque sus elementos representen objetos, sino porque juega un papel en el juego del lenguaje, cuyos avatares determinan –a la manera que sugeriría toda la microsociología de Goffman– un abanico poco menos que ilimitado de variabilidades situacionales. Como escribe Román Cuartango, «lo lingüístico requiere de criterios públicos, de lo contrario no podríamos saber de qué se está hablando en general. No hay nada, entonces, referente al significado de las proposiciones que pueda encontrarse mirando en el interior de la cabeza de los hablantes.
Los significados están fuera, están ahí, encarnados en conjuntos de actividades lingüísticas y no lingüísticas, de instituciones (reglas establecidas) prácticas» («Wittgenstein: La filosofía en escorzo», La Ortiga, 28 (abril 2001), p. 139). Toda la discusión wittgensteina a propósito de la posibilidad misma de un lenguaje privado no conduce sino a una respuesta negativa, puesto que «es correcto e incorrecto lo que la gente dice, y la gente concuerda con el lenguaje [...] Del entendimiento que se consigue a través del lenguaje, no forma parte sólo la concordancia de las definiciones, sino también la concordancia de los juicios» (Investigacions filosòfiques, Edicions 62, Barcelona, 1997, § 241-242). De ahí que a los humanos les sea posible incluso simular y disimular, tanto en la conducta como en el lenguaje, sus verdaderos sentimientos, y de ahí también que mentir sea, para Wittgenstein, «un juego de lenguaje, que ha de ser aprendido como cualquier otro». «La certeza es subjetiva, pero no el saber» (De la certesa, Edicions 62/La Caixa, Barcelona, 1983, § 245)..
Que Goffman venga a coincidir con la crítica del sujeto en la filosofía del lenguaje de Wittgenstein –lo que, glosándola, Jacques Bouveresse llama «el mito de la interioridad» (Le mythe de l´intériorité. Minuit, 1987).– tampoco debería extrañar, sobre todo si, al antiinmanentismo psicológico de la escuela durkheimiana en que el autor de La presentación de la persona en la vida cotidiana se forma se le añade esa interpretación pragmática del significado que domina la fundación misma del interaccionismo con Mead. En primer lugar, por la deuda de éste con Peirce y con el lugar que ocupa en su teoría el valor símbolo y la cuestión de sus condiciones de verdad, es decir de sus relaciones referenciales con su objeto. Como se sabe, para Peirce la noción fonamental és aquí la de creencia, que asimila a la de regla para la acción, o, todavía mejor, a la predisposición para actuar de determinada manera ante ciertas circunstancias. La teoría peirciana del significado, entendido como significado práctico, es traduce en una concepción del pensamiento como productor de creencias que orientan y determinan la acción con la finalidad de obtener determinados efectos. La condición pragmàtica de esta teoría podría quedar resumida así : «El significado de una cosa consiste en los hábitos que esta cosa implica» (S. Peirce, La ciencia de la semiótica, Nueva Visión, Buenos Aires, 1974, p. 400).
Es de ahí que bebe la constitución misma de la perspectiva interaccional de G.H. Mead, deudor también de Dewey –otro pragmático– y de su premisa según la cual la significación no puede surgir sino como resultado y por medio de la comunicación interhumana, a la que añade el fundador de la escuela interaccionista la convicción, adoptada de Peirce, de que la simbolización constituye objetos cuya existencia no sería posible si no fuera por el contexto de la relación social en que se producen. Así, cualquier símbolo presupone, para ser significativo, el proceso social de la experiencia común y la conducta de que surge, un universo de raciocinio dentro del cual el símbolo adquiere una significación compartida.