"San Lorenzo liberando almas del Purtgatorio", de Lorenzo di Niccolò (c. 1412) |
Tercera parte de la conferencia pronunciada en las Jornadas
sobre la vida y la muerte. Identidad, creencias y ritual, celebradas en el
Museo de América de Madrid, en noviembre de 2010
DECONSTRUYENDO “LOST”. III. EL TERCER LUGAR
Manuel Delgado
En nuestra tradición cultural existe un ejemplo emblemático
de lugar intermedio entre el mundo terrenal y el Infierno o el Paraíso al que
van destinados respectivamente los justos y los pecadores. Esa comarca
intersticial es el Purgatorio, una zona interpuesta y provisional entre mundo y
transmundo el reconocimiento de la cual implica una determinada idea del perdón
y la expiación, de la que dependen la salvación o la condena de los difuntos.
Es cierto que la noción de Purgatorio y la palabra misma no
aparecen antes de algún momento de la segunda mitad del siglo XIII, tal y como
Jacques Le Goff (La invención del purgatorio, Taurus) nos ha puesto de
manifiesto en su fundamental génesis de esa región intermedia. De todos modos,
ese lugar limítrofe que han de atravesar los muertos o en el que han de
permanecer por un tiempo siempre limitado había tenido expresiones anteriores
que merece la pena tener en cuenta. Acaso la analogía más pertinente cabría
establecerla con el Sheol hebreo, a medio camino entre la tierra y el Gehenna
donde residen para siempre los condenados y al que está unido a través de un
agujero. El Sheol aparece mencionado en varios de los libros del Antiguo
Testamento como un mar de tinieblas al que se desciende para luego emerger
hacia el reino de la luz. También nos interesa especialmente –en la medida en
que esa idea deberá sernos central enseguida– el concepto de juicio de
ultratumba en Platón, que sólo en parte asigna a los dioses la potestad de
impartir justicia sobre el difunto. En efecto, hay un lugar para la
responsabilidad personal, tal y como recoge el Fedón al hacer referencia a “las
gentes de tipo medio” que disfrutan de intervalos venturosos en sus ciclos de
reencarnación. Daríamos con otras aproximaciones más pálidas a la existencia de
un lugar de estancia provisional de las almas en textos apócrifos como el Libro
de Henoch¸en el cuarto Libro de Esdras o en las Apocalipis de Pedro, Esdrás o
Pablo.
La aceptación oficial de existencia de una región intermedia
entre la vida y el Cielo y el Infierno en el cristianismo fue complicada, sobre
todo por la carencia de una alusión del todo explícita en los textos sagrados o
en el pensamiento patrístico. Recuérdese que las iglesias orientales –excepto
la copta– no reconocen su existencia y, como veremos de nuevo enseguida, la
Reforma encontró precisamente en su rechazo uno de los elementos centrales para
romper con Roma. No sería el caso de otras religiones escatológicas como el
Islam, que encontraría en el Barzaj un estadio parecido. Otro paralelismo es
viable con el Hamistagan del zoroastrismo, heredero del infierno mazdeo, cuyo
parentesco con el Purgatorio cristiano reside en su temporalidad.
Fue un largo proceso –cuyas etapas ha reconstruido Le Goff
en su referido clásico– el que llevó a la Iglesia a formalizar doctrinalmente
el Purgatorio como lugar en que se producía la expiación de los pecados y se
obtenía el perdón divino. Sus argumentos tenían que ver con ciertas alusiones
vetero y neotestamentarias a la posibilidad de purgar las faltas terrenales –lo
que la Iglesia definirá como pecados veniales– o con referencias poco concretas
de autores como San Agustín. El reconocimiento eclesial del Purgatorio tuvo que
beber en fuentes apócrifas y populares para levantar una topografía del más
allá en que cupiera esa región física como entidad territorial que actuaba a la
manera de antesala en que los difuntos no debían limitarse sólo a atender –como
en el caso de ese otro espacio intermedio que es el Limbo–, sino en el que
habían de someterse a algo así como una ordalía o prueba de fuego de la que dependía
su salvación o perdición.
La naturaleza singular del Purgatorio–y de ahí su
trascendencia socio-histórica– es que responde al principio según el cual los
allí residentes puede obtener la salvación gracias a la actuación de los vivos,
ya sea a través de rogativas, peregrinaciones o sufragios. Que los mortales
puedan literalmente pagar su salvación o aliviar su condena, incluso después de
muertos mediante la correspondiente cláusula testamentaria, va a ser clave para
que la Iglesia ejerza su poder como receptora y administradora de ese rescate.
El poder de Dios sobre el más allá también aparece entonces mediatizado por el
poder de la institución eclesial en el más acá, poder del que la Iglesia
obtendrá pingües beneficios a través de lo que llegó a ser en la Edad Media una
auténtica banca de las indulgencias, de la que dependieron en buena medida las
arcas del papado.
De hecho, la Reforma, como se sabe, nace justo de esa
denuncia del tráfico de indulgencias como forma de enmendar los pecados y
obtener la salvación, que se generaliza como una forma mediante la que la
Iglesia financia la construcción de templos y todo tipo de empresas y cruzadas.
La crítica de Lutero contra Julio II o, un siglo antes, de Jan Hus contra el
ilegítimo Juan XXIII fue en esa dirección, continuando y radicalizando la
denuncia de valdenses, albigenses y cátaros contra toda idea de intermediación
eclesial en el proceso judicial transmundano al que se han de someter las
almas. De ahí que la impugnación de la existencia del Purgatorio –lo que Lutero
llamará despectivamente “el Tercer Lugar”– será el asunto central en torno al
cual girará la revolución cultural protestante, de la que habrá de surgir a su
vez una visión alternativa sobre el papel del recién inventado sujeto a la hora
de ejercer el don del sacerdocio personal también a la hora de juzgar los
propios actos, incluso en el momento de la muerte y aún después.
Está claro que, si aceptamos el supuesto que la Isla es un
lugar interestructural al que los protagonistas llegan después de haber
fallecido en el accidente de avión y donde se ventila su destino definitivo, su
ubicación en la cartografía del Más Allá se correspondería bastante bien con el
Purgatorio de la mitología cristiana, esfera en que los difuntos con pecados
perdonables serían sometidos a un juicio particular y en el que aguardarían
castigados el advenimiento del Juicio Final. Otra cuestión es quién y a partir
de qué criterios distribuye la misericordia sobre los actos cometidos en vida y
qué da acceso al perdón y la armonía, que son sin duda las materias
fundamentales sobre la que versa “Lost”.