La foto es de Tom Waterhouse |
Consideraciones para Maria Lindmäe, doctoranda, enviadas el noviembre de 2015
EL RITMO COMO NADA QUE VIBRA
Manuel Delgado
La otra noche te hablaba también de la fertilidad del pensamiento de André Leroi-Gourhan en lo que estábamos discutiendo. Mírate el capítulo XI de El gesto y la palabra (Universidad Nacional de Venezuela), titulado “Los fundamentos corporales de los valores y de los ritmos”. Fue este hombre quien percibió como toda estética reposa sobre la conciencia de las formas, pero sobre todo sobre la conciencia del movimiento. El gesto, como irrupción operativa y transformadora del cuerpo en el espacio, está sometido a los ritmos. Éstos son, en primer lugar, viscerales, comunes con la animalidad y, más allá, con la vida, puesto que la asociación forma-movimiento es consubstancial a no importa qué comportamiento activo. Todos los seres animados lo son a partir de las respuestas motrices que dan a los ritmos externos –alternancias del día y la noche, de las estaciones– e internos –las cadencias fisiológicas– que perciben y sobre las que se inscribe toda actividad. Los ritmos primarios, las sinergias elementales, se relacionan, también entre los humanos, con la conducta nutritiva, con los ritos del apareamiento, con el comportamiento tempo-espacial y la adaptación a un medio cualquiera en general. Ahora bien, en el ser humano, esos ritmos básicos se trascienden y alcanzan una dimensión tanto ética como estética. El movimiento es ahora, cuando es un humano quien lo ejerce, objeto de especulación formal, al tiempo que la forma es dotada de un dinamismo que tiende a distorsionarla y convertirla en símbolo. Ese uso específicamente humano del ritmo no consiste en adaptarse a los ambientales o endógenos, sino justamente en lo contrario: en alterarlos, en contrapuntuarlos, en desmentirlos, ya sea por la aceleración, ya sea por la negación.
Y es ahí que entra en juego el ritmo del trabajo, la sincronía en los andares, las repeticiones rituales, pero ante todo la danza y las técnicas del éxtasis, consistente en el desajuste, la ruptura del equilibrio rítmico, la convulsión, el desbaratamiento de toda armonía natural. Eso por la vía del desquiciamiento que produce de la danza frenética que lleva a la posesión, la cadencia obsesiva que permite el viaje chamánico o el simple aceleramiento del ritmo respiratorio, que permite ciertas formas de alteración mística de la experiencia. Pero también se puede llegar a idénticas metas por el camino de una negación radical de los ritmos, por medio de la ascesis absoluta, la abstinencia sexual, el ayuno, la inmovilidad total, la danza quieta, tal y como las concepciones orientales del cuerpo nos han enseñado. En un caso y en otro, Leroi-Gourhan cita el ejemplo del acróbata y el danzante como las pruebas de esa capacidad humana de generar universos en los que la esclavitud operatoria ha quedado abolida y donde ya no rige el peso ni el equilibrio. El ritmo ya no es el de la naturaleza, sino el que la colectividad dicta, puesto que hasta en la soledad del asceta está presente el grupo. El esqueleto y la musculatura ya no son entonces un mero instrumento para la supervivencia, sino el puente que permite toda inserción significativa en el universo.
Eso me trae a la cabeza el tema de fiesta como ritmación, lo que, por cierto, no devuelve a Lefebvre, puesto que la fiesta es uno de sus asuntos predilectos. La deshomogeneización del tiempo que la fiesta opera permite que la sociedad pueda estructurar la sucesión del tiempo de una forma que encontraría un símil en la música. De igual forma que lo que escuchamos de una melodía no es tanto el sonido como el silencio que se produce entre dos sonidos, la fiesta permite compasar, ritmar, la temporalidad, de manera que la interrupción festiva funciona como un paréntesis o intervalo que formaliza el flujo aparentemente continuo de la vida cotidiana. Se habla, pues, de una función diastemática, una labor en última instancia de índole intelectual que trasciende sus contingentes tareas sociológicas para atender una compartimentación lógica del tiempo basada en la separación, esto es en la inserción de pausas que convierten en inconstante lo constante en el transcurrir del tiempo. Un ejemplo musical que, si aceptamos la analogía, resultaría adecuado para describir la acción de la fiesta sobre el tiempo sería el de la fuga barroca o el de la música minimalista contemporánea, es decir, formas musicales basadas en la utilización sistemática de la imitación periódica de un mismo tema, dentro de un marco sometido a leyes tonales relativamente simples.
Musicalizándolo, la fiesta permite intelectualizar el tiempo y rescatarlo de la indistinción. Si no hubiera fiesta, el tiempo no podría ser escuchado, es decir, sería percibido como un interminable rumor. La fiesta, en cambio, permite socializar el tiempo haciendo de él algo parecido a una melodía polifónica que vuelve una y otra vez a un número pequeño de temas, sobreponiéndolos, confundiendo una y otra vez, como en la stretta de la fuga, principio y final, quizás para dar a entender que hay algo en ambos que los hace una sola y única cosa. Espero explicarme bien, porque está claro que entiendes mucho más de música que yo. Lo que quiero decir es que si no hubiera tiempo sagrado, tiempo de fiesta, lo que oiríamos entonces no sería el silencio –lo que n¡ega y a la vez posibilita la música. Lo que se escucharía entonces sería como un colosal e insoportable murmullo, el ruido enloquecedor de un tiempo al que la habría sido extirpado el sentido.
La fiesta implica un aceleramiento y una intensificación del tiempo, pero también una demora que lo anula. Si incorrectamente identificamos ritmo con cadencia, entonces ignoraremos que, volviendo a lo que explicaba Leroi-Gourhan, lo que caracteriza al ser humano no es su sumisión a unos presuntos ritmos naturales, sino su insistencia en romperlos, alterarlos, interrumpirlos, contrarrestarlos, y hacerlo con todo tipo de sobresaltos y arritmias, empleando técnicas –la música, la danza, el trance, la fiesta– que buscan desactivar cualquier cosa que pudiera parecerse a una por lo demás inexistente armonía natural. Lo humano es el contratiempo: ni el tiempo regular de la naturaleza, ni el de los relojes del mundo industrial. Yo creo que, si no lo he entendido mal, tendemos a confundir ritmo y cadencia. Si no lo hacemos, entonces reconoceremos que la fiesta es ritmo, puesto que es sólo diferencia, y por ello se opone a la repetición, que es reiteración periódica de un componente. El ritmo es entre-dos, hueco disponible, intersticio, grieta en el tiempo, una vez más –repitámoslo– negación y requisito de todo, puesto que está compuesto de una nada que vibra y que está saturada de actividad. El ritmo es lo que se opone a la medida, puesto que «es lo desigual e inconmesurable», la manera social humana de sonorizar la duración y la intensidad. Como la fiesta.