La foto es de Catherine Howley
Identidades compuestas y espacio urbano
Manuel Delgado
La tarea que un texto introductorio asume no deja de ser la de convencer al lector de algo que, de algún modo, ya estaba convencido, que es que la obra cuya lectura inicia merece la pena. En ese sentido, y en una primera instancia, estas líneas no pretenden ser originales y no pueden sino insistir en que, en efecto –como el lector ha intuido bien–, las páginas que siguen constituyen una valiosa aportación a ámbitos temáticos de indudable interés, como son los de la antropología urbana –con los matices que enseguida se verán acerca de qué hay que entender por tal cosa– y el estudio de los procesos migratorios en su fase de establecimiento.
Por una parte, el trabajo de Nadja Monnet nos invita a pensar en qué consiste realmente lo urbano como objeto de conocimiento y pone un acento especial en la cuestión del espacio público no como escenario vacío que ya estaba ahí, esperando que pase algo en él, sino como posibilidad de juntar y marco de esas mismas prácticas de las que resulta. El espacio público no es otra cosa –como nos recuerda Nadja– sino el trabajo de lo social sobre sí mismo, un proceso interminable que no acaba nunca y que no puede ofrecer sino el espectáculo constantemente renovado de las dinámicas que, como el título del libro explicita, lo forman. Además de esa reflexión sobre el espacio público como proscenio y producto de la acción social, el libro es también un magnífico testimonio –levantado sobre la marcha, en el momento en que los acontecimientos analizados sucedían– de cómo cambian las ciudades, de cómo las texturas de un barrio y su paisaje humano mutan a partir de dinámicas sociales complejas, saturadas de contradicciones y fundadas en gran medida en el conflicto. Y eso en una ciudad, Barcelona, que con tanta asiduidad aparece como ejemplo de urbanismo creativo y arquitectura de calidad, pero cuyo discurso oficial oculta esos mismos fenómenos que constituyen el trasfondo de este libro: las luchas sociales, la especulación inmobiliaria, la fiscalización política de lo cotidiano, la inferiorización de capas enteras de la población, el regreso de formas presuntamente superadas de pobreza...
En paralelo, este libro es también un estudio sobre cómo los flujos migratorios están directamente complicados en ese proceso de transformación urbana, hasta el punto que devienen uno de sus grandes protagonistas. El asentamiento de recién llegados conforma, tal y como aquí se nos muestra, configuraciones sociales que son al mismo tiempo viejas y nuevas, en un barrio que cambia como consecuencia de sus nuevos vecinos, pero que en realidad no ha hecho otra cosa en su historia que pasarse el tiempo cambiando por esa misma causa. Irrumpe en escena entonces todo ese conjunto de intersecciones, sobreposiciones, mixturas, encuentros y choques que un lenguaje cada vez más trivializado da en llamar –con una inaceptable voluntad simplificadora– “multiculturalismo”, “interculturalidad” y otros conceptos parecidos, que todo el mundo emplea sin que nadie se tome la molestia de aclarar de qué está hablando. En ese Casc Antic que nos retrata y analiza Nadja Monnet el multiculturalismo o la interculturalidad no son ningún discurso más o menos bien intencionado, sino una madeja de definiciones y redefiniciones, conjunciones y disyunciones, dobles lenguajes y malentendidos. He ahí un complicado nudo, imposible de deshacer, en que las inercias culturales, los estereotipos, las construcciones ideológicas, los intereses y los proyectos vitales se mezclan hasta convertirse en una masa casi indiferenciada, un precipitado del que el juego de las identidades es el resultado, que no –como con frecuencia se pretende– la causa.
Hasta aquí, este breve prólogo hace lo que se esperaba de él: confirmarle al lector que su decisión es acertada. Pero hay algo más que esta introducción quiere añadir. La importancia del trabajo de Nadja Monnet trasciende la dimensión meramente intelectual que hasta aquí se ha destacado, relativa a un buen libro sobre temas sin duda interesantes, porque comporta además una contribución a una secular causa crónicamente pendiente, que es la de la defensa de los nunca caducos valores de la igualdad y la justicia. La singularidad del aporte de Nadja al respecto es no menos sobresaliente, puesto que la autora nos advierte de algo que se olvida con frecuencia en los combates contra la exclusión social: que las cosas son mucho más complicadas de lo que parece y de lo que nos quieren hacer creer quienes plantean la cuestión migratoria como “problema”. Hay que decir, a ese respecto, que el peor enemigo con el que se enfrenta hoy el movimiento antirracista no es con el racismo, sino con la tendencia que él mismo experimenta en aumento hacia su propia banalización. Lo que más nos debería preocupar, en la denuncia de la discriminación, es no perder de vista precisamente lo que Nadja nos enseña: lo concreto, lo local, y la complejidad que uno descubre allí de inmediato, la naturaleza extraordinariamente compuesta de los fenómenos sociales que nos interpelan y que nos incitan no sólo a su análisis, sino también a su modificación.
Ese es sin duda el principal valor de la obra que ahora empieza: su potencial como instrumento contra la amenaza de una simplificación excesiva de realidades sociales conflictivas, asociadas a fenómenos de los que superficialmente se antoja que derivan: las nuevas corrientes migratorias y el aumento de la heterogeneidad que nos rodea, y de la que solemos olvidar que somos parte. Su virtud central no es solo su calidad, sino su pertinencia a la hora de advertirnos cómo la antropología es esa disciplina que nos habla de lo que pasa a ras de suelo, allí donde, a la luz de una trama interminable de negociaciones entre personas y colectivos, nociones como “integración”, “racismo”, “convivencia”, etc., dejan de ser puntos fijos de una retórica vacía para convertirse en tornasoles cuyo aspecto cambia a cada instante, al incidir sobre ellos los actos y actores de una diversidad humana poco menos que infinita.