Paul Gehry ante el Guggenheim de Bilbao |
Consideraciones para Paula Alejandro, estudiante de arquitectura en la Universitat de Girona.
MASTODONTES CULTURALES
Manuel Delgado
Imposible entender la urbanización del capitalismo en
los últimos tiempos, sin reconocer el papel icónico que en ellas han jugado el
alzamiento de grandes instalaciones culturales, muchas veces en forma de clusters,
conglomerados de instituciones de un mismo ámbito —en este caso el cultural—, ubicadas
cerca unas de otras y que tienen establecido algún tipo de cooperación en orden
a mejorar su competitividad. Este tipo de instalaciones se ve rápidamente rodeado de
residencias, comercios y lugares de ocio destinados de manera preferente a una
llamada clase creativa, siempre vinculada a actividades que son tipificadas como
culturales. El resultado final son barrios
o distritos culturales, por los que
pulula un público ávido de ocio y consumo "de nivel" y donde solo una
minoría selecta de inquilinos y propietarios puede ir a vivir en un ambiente de
bohemia cool e incluso rebozado de
una suave capa de transgresión alternativa o de multiculturalismo dosificado. Imposible
entender lo que es o se ha querido que fuera el barrio de Abando, en Bilbao,
sin el lugar dominante sobre amplias parcelas de territorio urbano asignado al
Guggenheim; o Lavapiés, en Madrid, sin el Centro de Arte Reina Sofía; o el Raval
barcelonés sin el MACBA; etc.
La macroinstalación cultural se erige para maravillar con
la osadía de sus formas. Está ahí para ofrecer el espectáculo de una grandeza
que empequeñece su envoltorio social y morfológico; también para hacer
insignificante lo que fuere que hubiera habido ahí antes de convertirse en el
solar que vino a ocupar. Pero, además de eso, también está para intimidar y
para amedrentar, porque no se antoja que nada pueda inquietar la grandiosidad
de su presencia. Para ello esos mamuts culturales aseguran un perímetro de
seguridad a su alrededor que ha de permanecer en todo momento controlado para
garantizar el confort de asiduos y turistas, produciendo escenarios insípidos
en los que no puede caber motivo alguno de inquietud o de sorpresa.
La nueva valoración del espacio
intervenido culturalmente está directamente asociada a la generación de
espacios-negocio. El componente cultural es estratégico para la legitimación de
grandes operaciones de reconversión de antiguos terrenos industriales, la
colonización de lo que fueron terrains vagues o la revalorización de
barrios antiguos previamente dejados degradar. Todas esas operaciones son luego
puestas en manos de técnicas de marketing que están sirviendo para que las
ciudades resulten atractivas a las grandes inversiones internacionales en
sectores como el de las nuevas tecnologías, el turístico y, por descontado, el
inmobiliario. Ahora bien, todas esas macroiniciativas de reordenación del
territorio construido y su promoción escamotean su verdadero rostro en tanto
que inversiones de capital y búsqueda de ganancias cuando aparecen exaltadas a
un nivel superior de dignidad por la implantación de grandes polos de atracción
simbólica, que transfiguran la materialidad de los intereses empresariales que
hay tras ellas y acaban mostrándolos como concreción majestuosa de valores metafísicos.
Es eso lo que justifica ese requisito que
parece exigir toda reforma urbanística importante —y sus consecuencias en forma
de expulsión de vecinos y privatización del espacio— de incorporar esos grandes
volúmenes "de autor" —un foster, un calatrava, un gehry...— destinados
a albergar arte y cultura. Más allá de su función directa o indirecta —generar
dinero— la eficacia de los mastodónticos equipamientos culturales es de orden
simbólico, lo que quiere decir que ejercen la virtud de imponerle sentidos al
paisaje sobre el que literalmente se imponen, no solo por su altisonancia
formal, sino porque impregnan su entorno con la verdad incontestable y poderosa
que materializan y desprenden. Asumen una tarea, por decirlo así, mediúmica,
puesto que nos hacen posible el contacto con instancias invisibles y trascendentes
que, sin su presencia, nos serían del todo inaccesibles.
Se cumple así la lúcida apreciación de Adorno: "La cultura
no puede divinizarse más que en cuanto neutralizada y cosificada" (Crítica cultural y sociedad, Sarpe).
Magno espectáculo de la cultura, que parece capaz de hacer hoy el prodigio de
convertir en ídolo cuanto muestra, que enaltece lo que antes ha sustraído a la
vida, que convierte ese saber y esa belleza secuestrados en lo que son hoy: al
mismo tiempo, un sacramento y una mercancía.