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Apuntes de la clase del 9/10/15 de l'asignatura Antropología de los espacios urbanos del Màster d'Antropologia i Etnografia de la UB.
ESTRUCTURA Y FUNCIÓN EN LOS ESPACIOS URBANOS
Manuel Delgado
A partir de la
definición que hicimos en la clase anterior de lo urbano como un tipo de social
que encuentra en el movimiento, la inestabilidad e incluso en el temblor una
fuente de estructuración, la cuestión que se plantea, en orden a su
conocimiento, es, ¿cómo superar la perplejidad que despierta ese puro
acontecer que traspasa y constituye los espacios públicos? ¿Cómo captar y
plasmar luego las formalidades sociales inéditas, las improvisaciones
sobrevenidas, las reglas o códigos reinterpretados de una forma inagotablemente
creativa, el amontonamiento de acontecimientos, previsibles unos, improbables
los otros? ¿Cómo sacar a flote las lógicas implícitas que se agazapan bajo tal
confusión, modelándola?
La respuesta a estas
cuestiones ha de partir de un presupuesto: nada impide continuar insistiendo en
la validez de axiomas como lo que sostienen que la tarea de la ciencia social
continúa siendo la de explicar, en el sentido de que se trata de poner
de manifiesto cómo unos hechos –y sus propiedades– están en relación con otros
hechos –y con sus propiedades– y cómo esa relación entre hechos y propiedades
puede ser reconocida como constituyendo un sistema, por muy inestable que sea.
Las hipótesis remiten a ese objetivo. Otra cosa es que estemos en condiciones
de elaborar leyes, lo que requeriría aceptar que cualquier generalización
empírica obtenida pueda verse –y se vea de hecho– constantemente distorsionada
por excepciones que advierten de la presencia de un orden de fluctuaciones
activado y activo en todo momento.
Por otra parte, el
en tantas ocasiones denostado principio funcionalista no deja de encontrar, en
ese contexto definido por la presencia de unidades sociales muy inestables, un
ámbito en que reconocer sus virtudes, puesto que en él puede apreciarse de
forma privilegiada no sólo cómo funciona un orden societario, sino el esfuerzo
de sus componentes por mantenerlo a flote, luchando como pueden contra lo que
de improviso se ha revelado como la naturaleza quebradiza de toda
estructuración social.
Las implicaciones
epistemológicas del espacio urbano como objeto de observación, descripción y
análisis antropológicos deben partir de que la actividad que en él se produce
se asimila a las formas de adaptación externa e interna que Radcliffe-Brown
atribuía a todo sistema social total en su prólogo de Estructura y funcion en la sociedad primitiva (Peninsula). La
matriz teórica del viejo programa estructural-funcionalista no pierde vigencia
y debería poder ramificar su propia tradición hacia el estudio de las coaliciones
peatonales, es decir la asociación que emprenden de manera pasajera individuos
desconocidos entre sí que es probable que nunca más vuelvan a reencontrarse.
La definición que Radcliffe-Brown propone de proceso social
se antoja especialmente adecuada para tal fin: “Una inmensa multitud de
acciones e interacciones de seres humanos, actuando individualmente o en
combinaciones o grupos.” El tipo de
sociedad que resulta de la actividad humana en espacios urbanos cumple, en
cualquier caso, los requisitos que, según Radcliffe-Brown, deberían permitir
reconocer la presencia de una forma social. Tenemos ahí, sin duda, una ecología,
un nicho o entorno físico al que amoldarse, no sólo constituido por los
elementos morfológicos más permanentes –las fachadas de los edificios, los
elementos del mobiliario urbano, los monumentos, etcétera–, sino también por
otros factores mudables, como la hora, las condiciones climáticas, si el día es
festivo o laboral y, además, por la infinidad de acontecimientos que suscitan
la versatilidad inmensa de los usos –con frecuencia inopinados– de los propios
viandantes, que conforman un medio ambiente cambiante, que funciona como una
pregnancia de formas sensibles: visiones instantáneas, sonidos que irrumpen de
pronto o que son como un murmullo de fondo, olores, colores..., que se
organizan en configuraciones que parecen condenadas a pasarse el tiempo
haciéndose y deshaciéndose.
También hay ahí una estructura
social, pero no es una estructura finalizada, sino una estructura rugosa,
estriada y, ante todo, en construcción. Nos es dado contemplarla sólo en
el momento inacabable en que se teje y se desteje y, por tanto, nos invita a
primar la dimensión dinámica de la coexistencia social sobre la estática, por
emplear los términos que el propio Radcliffe-Brown nos proponía. En esa
simbiosis constante puede encontrarse, en efecto, normas, reglas y patrones,
pero estos son constantemente negociados y adaptados a contingencias
situacionales de muy diverso tipo. Vemos producirse aquí una auténtica
institucionalización del azar, al que se le otorga un papel que las relaciones
sociales plenamente estructuradas asignan en mucha menor medida.
Existen principios
de control y definición, como los que nos permitirían localizar una estructura
social, sólo que, a diferencia de los ejemplos que Radcliffe-Brown sugería –la
relación entre el rey y su súbdito o entre los esposos–, el control es débil y
la definición escasa. Podríamos decir que la vida social en espacios públicos
se caracteriza no tanto por estar ordenada, como por estar permanentemente
ordenándose, en una labor de Sísifo de la que no es posible conocer ni el
resultado ni la finalidad, porque no le es dado cristalizar jamás, a no ser
dejando de ser lo que hasta entonces era: específicamente urbana, es
decir, organizada a partir y en torno a la movilidad.
Por último, y para
acabar de cumplir el repertorio de cualidades propuesto por Radcliffe-Brown a
la hora de abordar científicamente lo social, tenemos ahí una cultura,
en el sentido del conjunto de formas aprendidas que adoptan las
relaciones sociales, en este caso marcadas por las reglas de pertinencia,
asociadas a su vez a los principios de cortesía o urbanidad que indican lo que
debe y lo que no debe hacerse para ser reconocido como concertante, es decir
sociable. Ello se traduce, es cierto, en valores sociales y presiones
institucionales. Ahora bien, esos valores y esas presiones se fundan en el
distanciamiento, el derecho al anonimato y la reserva, al mismo tiempo que,
porque los interactuantes no se conocen o se conocen apenas, los intercambios
están basados en gran medida en las apariencias, por lo que los malentendidos y
las confusiones son frecuentes.
Por descontado que
la sociedad urbana, en tanto que asunto discernible desde las ciencias
sociales, está dotada –como hubiera reclamado Radcliffe-Brown– de estructura
y función. Existe en el espacio urbano una estructura, en el
sentido de una morfología social, una disposición ordenada –en buena parte
autoordenada, cabría matizar– de partes o componentes, que son personas,
entendidas como moléculas indivisibles que ocupan una posición prevista para
ellas –pero revisable en todo momento– en un cierto organigrama relacional y
que se vinculan entre sí de acuerdo con normas, reglas y patrones. Éstos no
están nunca del todo claros, de modo que se han de interpretar y con frecuencia
inventar en el transcurso mismo de la acción. Por supuesto que a esa forma
social viva le corresponde un sistema de funciones, es decir una fisiología
social, cuya tarea es mantener conectada la estructura de ese orden
–ciertamente relativo, inacabado e inacabable– con un cierto proceso. Tenemos
también ahí auténticas instituciones, puesto que la calle es sin duda una
institución social, en el sentido de un tipo o clase distinguible de relaciones
e interacciones.
En este caso, al
espacio urbano se le asignan tareas estratégicas en la conformación de las
aptitudes sociales del individuo, tareas en las que se ponen a prueba las
competencias básicas de cada cual para la mundanidad, es decir para la relación
con desconocidos, sin contar toda la ingente cantidad de hechos sociales
totales –de microscópicos a grandiosos– que la adoptan como escenario.
Tanto para los
individuos como para cualesquiera colectividades la calle o la plaza son
proscenios en los que se desarrollan dramaturgias que pueden alcanzar valor
estratégico y derivaciones determinantes. El aparente desorden que parece
reinar a veces en la actividad de las aceras es, de este modo, una estructura
social u ordenación de personas institucionalmente controlada o definida y en
la que cada cual tiene asignado un papel o rol, por mucho que cada una de esas
posiciones que cada cual ocupa se vea afectada por dosis de ambigüedad mucho
mayores de las que podría experimentar en otro contexto.