La foto es de Cristina García Rodero |
Final del artículo "La mujer fanática. Anticlericalismo y matrifocalidad en la España contemporánea", sobre La familia de León Roch, de Benito Pérez Galdós, publicado en el número 7 (1998), de La Ventana, revista del Centro de Estudios de Género de la Universidad de Guadalajara, México.
FANATISMO FEMENINO Y CONTROL DE LOS HOGARES
Manuel Delgado
Una
gran batalla se estaba disputando entre ideologías y sistemas de mundo
antagónicos, y esta lucha se planteaba en clave de una guerra de sexos, en el
que la conquista del futuro pasaba por que los hombres fueran capaces de
proclamar hogares felices y cerrados, en los que la mujer asumiera someterse a
la autoridad del varón y dar cobijo a una dimensión pasional y sentimental que
los hombres debían soslayar a toda costa en su vida pública, al tiempo que
colaboraba en los aspectos más emocionales de la educación de los hijos. De
cómo se desarrollara esta lucha entre hombres y mujeres –los primeros en liza
por ver reconocida su autoridad, las segundas en orden a no resistirse a lo que
se mostraba como un destino «natural»– dependía todo, tanto en el plano de las
nuevas relaciones sociales reales, como en el de las representaciones
ficcionales destinadas a la propaganda de las nuevas ideologías de poder. Para
ello era indispensable que ese pulso entre sexos se desarrollase a solas, es
decir que ninguno de los contendientes se viera reforzado por la intromisión de
personajes ajenos al drama estrictamente personal que protagonizaban.
Si el inmiscuimiento del resto de la parentela o de los vecinos resultaba inaceptable, mucho más iba a serlo el de la institución religiosa, que encarnaba en la imaginación modernizadora no sólo la institución política de la Iglesia –encarnación de la moribunda aristocracia y del absolutismo–, sino, más allá, el activismo de instancias culturales sobrevivientes –por emplear la jerga científica que la antropología evolucionista le prestaba a los reformadores de las costumbres–, que delataban la vigencia en el seno de una sociedad que debía modernizarse de todo lo que, como un inaceptable lastre, podía impedir que alcanzase su objetivo : el paganismo, la idolatría, la superstición, lo externo-anterior –las religiones de la naturaleza de los arcaicos– y lo externo-exterior –los brutales cultos de los salvajes contemporáneos y, en especial, el dominio de la religión y el sexo que supuso un día la imaginaria fase matriarcal de la humanidad.
Si el inmiscuimiento del resto de la parentela o de los vecinos resultaba inaceptable, mucho más iba a serlo el de la institución religiosa, que encarnaba en la imaginación modernizadora no sólo la institución política de la Iglesia –encarnación de la moribunda aristocracia y del absolutismo–, sino, más allá, el activismo de instancias culturales sobrevivientes –por emplear la jerga científica que la antropología evolucionista le prestaba a los reformadores de las costumbres–, que delataban la vigencia en el seno de una sociedad que debía modernizarse de todo lo que, como un inaceptable lastre, podía impedir que alcanzase su objetivo : el paganismo, la idolatría, la superstición, lo externo-anterior –las religiones de la naturaleza de los arcaicos– y lo externo-exterior –los brutales cultos de los salvajes contemporáneos y, en especial, el dominio de la religión y el sexo que supuso un día la imaginaria fase matriarcal de la humanidad.
En ese
contexto de una lucha de sexos que enmascaraba un lucha ideológica mucho más
amplia, el papel de la mujer, sus sentimientos y sus actitudes resultaban los
factores de los que dependía el éxito del proceso en su conjunto. Si, en
España, la mujer se dejaba llevar por sus cualidades psicológicas «naturales»
–tal y como se aceptaban sin apenas discusión en la segunda mitad del siglo
pasado: fragilidad, superficialidad, etc.–, si era capaz de vencer su debilidad
mental, si rompía con sus antiguas lealtades para con todo lo que representaba
el atraso cultural –la superchería, los ritos externos, etc.–, entonces podía
confiarse que el hombre sería capaz de ejercer su misión de producir hogar, puesto que habría
encontrado la pieza fundamental de su mantenimiento y reproducción. Si, por
contra, la mujer se mantenía en su concupiscencia, en su liviandad y en su
adicción a las fórmulas vacías del catolicismo real, entonces no sólo estaba
perdida la batalla por un hogar feliz, sino que estaba también sellada la
condena del país entero a no conocer las mieles de la modernidad y el progreso
civilizatorio. Es por ello que la galería de personajes femeninos de la obra
galdosiana es en esencia un compendio de los obstáculos que hacían imposible la
emergencia de un clase media poderosa en España, obstáculos de los que el
paradigma serían aquellos con los que se topaba el burgués español a la hora de
someter a las mujeres a su dominio. La frustración de los maridos a la hora de
crear en sus hogares una esfera aislada de la vida social en la que ensayar sus
conceptos acerca de la dominación política, traducía el malogramiento de los
proyectos de dominación, e incluso de simple emergencia, de la inviable
burguesía española decimonónica.
Las ficciones realistas como las de Galdós eran, ante todo, representaciones de que los ideales de reforma que encarnaba, por ejemplo, el krausismo estaban condenados a fracasar en España, por factores sin duda históricos, económicos y políticos, pero sobre todo por razones «domésticas», sistemáticamente ligadas a razones «religiosas». El fanatismo religioso de María Sudre es responsable del fracaso vital de León Roch, de igual modo que lo es la Iglesia por haber invadido lo que este último tenía por su territorio natural: su casa, su matrimonio, su esposa. Novelas como La familia de León Roch reflejaban como desde el liberalismo se percibía la inviabilidad del hogar –y con él de la modernidad al completo– por culpa de varias anomalías inaceptables: por un lado, hombres demasiado pusilánimes; por el otro, mujeres autoritarias, fanatizadas, masculinoides, arrogantes, poseedoras de una sexualidad exagerada y agresiva y que se negaban a aceptar el repliegue a los hogares que se reclamaba de ellas, y, por último, terciando a favor de las últimas, la Iglesia y el aparato religioso de la cultura en pleno, que les prestaba su entramado simbólico como baluarte de resistencia a cambio de poder sobrevivir gracias a ellas.
Las ficciones realistas como las de Galdós eran, ante todo, representaciones de que los ideales de reforma que encarnaba, por ejemplo, el krausismo estaban condenados a fracasar en España, por factores sin duda históricos, económicos y políticos, pero sobre todo por razones «domésticas», sistemáticamente ligadas a razones «religiosas». El fanatismo religioso de María Sudre es responsable del fracaso vital de León Roch, de igual modo que lo es la Iglesia por haber invadido lo que este último tenía por su territorio natural: su casa, su matrimonio, su esposa. Novelas como La familia de León Roch reflejaban como desde el liberalismo se percibía la inviabilidad del hogar –y con él de la modernidad al completo– por culpa de varias anomalías inaceptables: por un lado, hombres demasiado pusilánimes; por el otro, mujeres autoritarias, fanatizadas, masculinoides, arrogantes, poseedoras de una sexualidad exagerada y agresiva y que se negaban a aceptar el repliegue a los hogares que se reclamaba de ellas, y, por último, terciando a favor de las últimas, la Iglesia y el aparato religioso de la cultura en pleno, que les prestaba su entramado simbólico como baluarte de resistencia a cambio de poder sobrevivir gracias a ellas.