Comentarios a la salida de campo del 29/3/12 para los estudiantes de la asignatura Antropología Religiosa del Grado de Antropología Social de la UB.
PIQUETES, BARRICADAS Y OTRAS APROPIACIONES INSOLENTES DEL ESPACIO URBANO
Manuel Delgado
Creo que era importante que hiciéramos esa salida de campo que consistió en hacer una observación de lo que pasaba en las calles en una huelga general, entre cuyos objetivos era yugular las movilidades ordinarias por la trama urbana.
El
marco era el que os expliqué en clase. Las ciudades aparecen a menudo mostradas
como escenarios de y para acontecimientos sociales importantes, presentes o
pasados, cuyo protagonismo corresponde a fusiones de viandantes alterados que
hacen un uso insolente de la calle o la plaza, convirtiéndola en campo para la
expresión vehemente de disidencias o protestas. Se habla de revueltas,
insurrecciones populares, revoluciones y, en un grado menor, disturbios,
enfrentamientos y algaradas, lo que el lenguaje legal denomina “alteraciones
del orden público”, siempre a cargo de
coaliciones provisionales y efímeras de individuos casi siempre hasta entonces
desconcidos entre sí, que se apropian del espacio urbano para sus
reclamaciones, haciéndolo frente o contra las instituciones dominantes en la
sociedad en que viven.
Cuando los cronistas del pasado o del presente muestran
una ciudad asumiendo tal papel lo hacen de manera que éstas se pueden antojar
meros decorados pasivos sobre los cuales se desarrollan las dramaturgias de la
historia o la actualidad. En cambio, pocas veces se ha tomado conciencia del
papel activo que las morfologías urbanas juegan en el desarrollo de estos
hechos, de cómo se constituyen en parte activa de los acontecimientos, en la
medida que estimulan o inhiben unos determinados estilos colectivos de actuar
–al tiempo que hacen improcedentes o inviables otros– y ponen a disposición de
los actores una red de funciones y significados que acaban determinando total o
parcialmente el curso y las maneras de lo que ocurre o va a ocurrir. Eso es lo que quería que notarais a primera
hora de la mañana del 29M en grupo y, luego, más tarde y a lo largo del día,
por vuestra cuenta.
Lo
que quería es que apreciaseis las posibilidades de una suerte de ecología de
las revueltas urbanas, un subdisciplina de las ciencias sociales de
la ciudad que atendiera no sólo los hechos concretos en sí, sus
causas y consecuencias, sino también y sobre todo el ambiente físico en que se
producen y en buena medida los produce, los entornos formales, los lugares
precisos, el sentido de cada movimiento: el orden de puntos y diagramas que
generan los movimientos de los protestarios, que traiga al primer plano la
dimensión espacial y temporal de los espasmos y las contorsiones que conoce el
espacio urbano cuando recibe esos empleos extraordinarios, aunque recurrentes
en la historia de cualquier ciudad, que son los grandes o pequeños motines. Se
trata de contemplar cómo éstos se adaptan y adaptan los nichos físicos en qué
se producen, la manera como lo hacen estableciendo la aptitud, la eficacia, la
indiferencia, la capacidad de simbiosis o la idoneidad de un determinado
ecosistema, en este caso la propia retícula urbana.
Se
contribuiría así a poner de manifiesto como el espacio urbano es ante todo
espacio para el conflicto, bien lejos de los supuestos que lo imaginan como una
entidad estable y previsible, sometida a ritmos claros y a ocupaciones amables.
Sabemos que, a la mínima oportunidad, todo paisaje urbano pueden convertirse en
un terreno para al desacato y la desobediencia. La urbe conoce en estas
ocasiones la naturaleza última de la vida social que alberga, tantas veces
construida a base de injusticias acumuladas, de odios, de agravios, de
descontentos, de todo ese magma de impaciencias y anhelos con el que
amasan las ciudades su propia historia. La vida urbana, en efecto, vive
regularmente, como cumpliendo una ley secreta, momentos de y para la
irritación, se exacerba, registra una efervescencia especial que se impone con
claridad a los sueños de orden y organicidad de arquitectos y
urbanistas y convierte la obra de estos en escenario e instrumento para la
combustión social, aquella de la cual pueden derivarse y
se derivan constantemente realidades espaciales no fiscalizables.
Los acontecimientos revolucionarios o las protestas populares –al margen de
cuál sea su causa; de lado de cualquier valoración moral o política– siempre
implican un desacato de un proyecto espacial del proyectador que no puede ser
otra cosa que pura representación. De pronto, por la causa que sea, fusiones
sobrevenidas –de grandes muchedumbres
que se mueven majestuosamente a piquetes reducidos como el que fuimos
siguiendo, que van ágilmente de un lado a otro– convierten la metrópolis en
cualquier cosa menos la organización clara y legible con que sueñan los
urbanistas y hacen de ella, de pronto, una urdimbre súbita y arisca,
sometida a códigos desconocidos. Se habla, pues, de territorializaciones
insumisas, actuaciones colectivas que implican formas otras de manipulación de la forma de la ciudad, creaciones efímeras
pero en extremo enérgicas que funcionan en la práctica como expresiones de un
urbanismo, una ingeniería urbana y un arquitectura alternativos a los
institucioanlizados.
Esa
ecología de los movimientos revolucionarios y las movilizaciones de protesta
–movimientos y movilizaciones en un sentido literal, esto es el de cambios de
posición en el espacio– debería asumir dos grandes ejes temáticos
fundamentales: uno centrado en los emplazamientos, otro en los desplazamientos;
uno en los enclaves, otro en las superficies y los recorridos. El primero
atendería la manera cómo ciertos espacios en que viven sectores
sociales en situación vindicativa pueden devenir baluartes desde los que
expresar una rabia compartida, pero también la convicción de que es posible
lograr objetivos transformadores comunes.
El factor estratégico es, en estos
casos, el de la concentración, es decir, la aceleración-intensificación que en
cualquier momento pueden conocer las relaciones cotidianas entre personas
socialmente homogeneizadas por su condición subalterna, que, en cuanto emerge
el conflicto, pueden hacer la misma cosa, en un mismo momento y lugar, en
función de unas mismas metas. Se trata en estos casos de las consecuencias
directas de un hecho empírico, pero determinante, como es
la comparecencia física de los involucrados y la existencia de un
nicho de interacción permanentemente activo o activable. Por depauperados
que fueran o sean los espacios de coincidencia –los barrios populares en cascos
antiguos, las grandes concentraciones de vivienda social
en periferias urbanas–, estos propician un
ambiente estructurante, en el sentido de capaz de desencadenar
determinadas relaciones sociales, entre ellas las asociadas a la actuación colectiva
en pos de fines compartidos y vividos como urgentes. Concentrar es entonces
sinónimo de concertar.
De
esta lógica de los enclaves y las implantaciones, pasamos a atender la de las
superficies y los recorridos. Nos interesan ahora las
prácticas ambulatorias, los senderos que siguen los amotinados para
discurrir por una determinada trama urbana y hacerla suya, paseos corales que
unen entre si puntos fuertes de la retícula ciudadana. Éstos pueden ser
determinados lugares simbólicamente elocuentes de una determinada trama urbana
o los barrios donde se reside con sus respectivos centros urbanos, a la manera
de auténticas incursiones. No son casuales los itinerarios que se escogen, casi
siempre auténticos senderos rituales, singladuras que nunca escogen al azar los
marcos que se atraviesan. A veces, la actividad consiste en cercar la ciudad,
sobre todo cuando los descontentos entienden el valor estratégico que tiene su
ubicación en las periferias depauperadas que la rodean. Ya os hice notar cómo
era significativo que el piquete al que seguíamos se desplazase por la zona
alta de la ciudad.
Por
supuesto que tampoco son irrelevantes los lugares en los que se citan los
extraños que van a fusionarse durante un periodo limitado –las concentraciones–
o en los que desembocan las prácticas peripatéticas
multitudinarias –variantes iracundas del desfile o la procesión. Los
objetivos escogidos nunca son arbitrarios. Los congregados que acuden a una
cita masiva o que marchan juntos pueden elegir como desembocadura un punto
considerado significativo de la forma urbana –una plaza, por ejemplo–, pero con
frecuencia pueden hacerlo ante una instalación o edificio que consideran de
alguna forma interpelable o incluso ofendible como consecuencia
de las potencias que se supone que simbólica o realmente alberga. Se trata de
caminatas colectivas que culminan en una especie de asalto o toma metafórica de
la concreción espacial de instancias de poder que se considera responsables de
una determinada circunstancia injusta. Una vez licuada en forma de concentración
en un punto de partida, la unidad social generada y que se identifica como
expresión de un sector social afectado por un contencioso u otro, inicia su
desplazamiento y se va abriendo paso por determinados canales de la retícula
urbana convenidos como pertinentes, deteniéndose en ciertos puntos fuertes del
trayecto, para, por fin, hacerse presente, al pie de la letra, ante las puertas,
los aparadores o los muros de la concreción física de los poderes considerados
culpables o del sitio donde se están produciendo determinados acontecimientos
en que el conglomerado humano cristalizado para la ocasión se considera
involucrado a favor o en contra.
Plantados
o pasando ante esa representación física del mal de la que el espacio urbano ha
de ser liberado, es previsible que se produzcan agresiones, ya sean simbólicas
o reales. Con frecuencia quienes las desatan son elementos exaltados que
confían en las virtudes mágicas de la acción directa y se abandonan a una tarea
purificadora basada en una lógica de “castigar y liberar”. En todos los casos,
los agresores se consideran a sí mismos como una especie de ángeles
exterminadores que ejecutan una misión de limpieza de la ciudad.
Por supuesto
que la actuación policial es igualmente interesante. La emergencia de la propia
naturaleza polémica del espacio público se concreta en un espectáculo que vemos
repetirse una y otra vez, como lo vimos aquella tarde. De entrada, la imagen de
viandantes que marchan juntos, en la misma dirección, demasiado alterados, a
veces incluso coléricos, diciendo unas mismas cosas que no se quisiera escuchar
y en voz demasiado alta…, una multitud airada que grita las frases malditas,
las reclamaciones imposibles.
Justo en ese momento, una vieja
técnica, bien conocida, se vuelve a poner en marcha, ciega y sorda: la
represión. Los inaceptables deben ser expulsados de la calle, disueltos,
devueltos a la nada de la que los imagina procedentes, puesto que representan
potencias que son oficialmente mostradas como ajenas, física o moralmente extrañas
al presunto orden que esa presencia no invitada viene a desmentir. La estampa
se repite entonces por doquier en el mundo: botes de humo, pelotas de goma,
chorros de agua a presión, golpes de porra; a veces disparos con fuego real. La
policía irrumpe en escena como garante de la buena fluidez por los canales que
irrigan la forma urbana. Ha de hacer lo que siempre ha hecho: desembozar la
ciudad, disolver los grumos humanos, drenar los obstáculos físicos que
dificultan la correcta circulación de los automóviles, acallar las voces
cargadas de emoción, hiperexpresivas, vehementes de aquellos que han sido
declarados intrusos en un espacio –la calle- en que en principio nadie debería
ser considerado como tal. Las enigmáticamente llamadas “fuerzas del orden”,
conforman una masa uniforme, inevitablemente siniestra -¿porqué los uniformes
de la policía son siempre sombríos?-, una especie de mancha oscura en una
escenario que hasta su llegada era multicolor y polifónico, y más todavía por
el griterío de los manifestantes, por el colorido de los estandartes, las
pancartas, las banderas y de la propia diversidad humana congregada.
Frente a eso, las barricadas vuelven a
ser, una vez más, lo vimos, como tantas veces antes, el instrumento
insurreccional por excelencia, la herramienta que permite obturar la calle para
impedir otra motilidad, esta vez la de los funcionarios encargados de la
represión A esa dimensión instrumental, a las barricadas conviene reconocerles
un fuerte componente expresivo. Pierre Sansot hacía notar como la barricada
evocaba la imagen de una “subterraneidad urbana”, que emergía como consecuencia
de un tipo desconocido de seísmo. La barricada ha asumido de este modo la
concreción literal de la ciudad levantada.
La doble naturaleza instrumental y
expresiva de la barricada continua vigente, pero la forma que adopta esta
técnica de ingeniería urbana efímera ha cambiado. Las barricadas empezaron
siendo murallas hechas con barricas –y de ahí el término barricada– y
así fueron empleadas por los parisinos para defenderse de los mercenarios de
Enrique III, en mayo de 1522. En el París de la Comuna de mayo de 1871 llegaron
a devenir auténticos proyectos de obra pública y alcanzaron la categoría de
arquitectura en un sentido literal. Los adoquines levantados de las calles
configuraron un elemento fundamental en el paisaje insurrecional de las
ciudades europeas hasta bien entrado el siglo XX. En el París de Mayo del 68
–siempre mayo– las calles fueron levantadas y se construyeron numerosas
barricadas con su empedrado, pero la fórmula más empleada fue la de atravesar
coches en las calzadas, volcarlos, con frecuencia incendiarlos. Estas
actuaciones no se han visto como meros métodos para irrumpir el tráfico, sino
que implicaban una denuncia de la sociedad de consumo que se quería hacer
temblar.
Las barricadas son, hoy, tan móviles como
la policía. Responden a una concepción sobremanera dinámica del disturbio, como
si las algaradas de finales del siglo XX y principios del XXI estuvieran
caracterizadas por la agilidad de movimientos, por la impredicibilidad de los
estallidos, por la voluntad de impregnar de lucha urbana la mayor cantidad
posible de territorio. La barricada se forma, en la actualidad, sobre todo con
contenedores de basura, con lo que vienen a renunciar a su estabilidad para
devenir, ellas también, como todo hoy, móviles, usadas ya no sólo como
protección, sino también como parapeto que puede ser empleado para avanzar
contra la policía y obligarla a recular.
Acerca de los disturbios urbanos,
Pierre Sansot notaba como el pavimento que se arranca, los adoquines, las
piedras de las obras, los coches que se atravesaban
en los bulevares parisinos, eran –desde el punto de vista del revoltoso-
elementos “por fin liberados”, como si los objetos urbanos que se lanzaban
levantasen el vuelo y dejasen el suelo al que habían sido atados; como si una
fuerza surgiese de la ganga que las aprisionaba a ras de tierra; como si
pudieran conocer, gracias al insurrecto, una gloria que la vida cotidiana les
usurpaba.
Esto que os explico –y que me animaba a
convocaros para la salida del 29M– tiene mucho que ver con el estudio Carrer,
festa i revolta. Els usos simbòlics de l’espai públic a Barcelona, 1950-2001,
realizado por el Grup de Recerca Etnografia dels Espais Públics del Institut
Català d’Antropologia. La investigación fue un encargo para el Inventari del
Patrimoni Etnòlogic de Catalunya, dependiente del Centre de Promoció de la
Cultura Popular i Tradicional de Catalunya, y está publicado en 2004 por e
Departament de Cultura de la Generalitat de Catalunya.
Contáis con una
buena bibliografía. Por ejemplo el artículo de Marc Abélés, «Modern Political
Ritual», Current Anthropology, vol.
29/3. Pág. 391-404. Ayats, Jaume. 1998. «Cómo modelar la imagen sonora del
grupo: los eslóganes de manifestación», Antropología,
núm. 15-16 (marzo-octubre). Pág. 243-268. Certeau,
M. de. 1970. La conquesta de la paraula,
Barcelona: Estela. Cochart, D., 2000. «La Fête
dans la protestation», Marouf, N. (ed.), Pour
une sociologie de la forme. Mélanges Sylvia Ostrowetsky, Picardia:
Université de Picardie Jules Verne/CEFRESS. Pág.
413-415; Collet, S. 1982. «La manifestation de rue comme
production culturelle militante», Ethnologie
française, vol. XII/2. Pág. 167-177, y 1988. «Les pratiques manifestantes
comme processus révélateur des identités culturelles»,Terrain, núm. 3 (octubre). Pág.
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ritual de la protesta en las marchas urbanas». García Canclini, N. (ed.), Cultura y comunicación en Ciudad de México,
México DF.: Grijalbo, vol. II. Pág. 27-83, y 1998b. «Las
transformaciones de lo público. Imágenes de protesta en la Ciudad de México», Perfiles Latinoamericanos, vol. VII/12.
Pág. 227-256; Cruces, F. i Díaz de Rada, Á. 1995. «Representación simbólica y
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L’Harmattan; Filleule, O. 1993. Sociologie de la protestation. Les formes de l’action collective dans
la France contemporaine, París: L’Harmattan ; Kertzer,
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l’espace social. Manifestation, cortège, défilé, procession (notes
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Milbrath, L.W. y Goel, M.L. 1977. Political
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Pierre. 1996. Poétique de la ville,
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