diumenge, 7 de febrer del 2021

Piquetes, barricadas y otras apropiaciones insolentes del espacio urbano


Comentarios a la salida de campo del 29/3/12 para los estudiantes de la asignatura Antropología Religiosa del Grado de Antropología Social de la UB.

PIQUETES, BARRICADAS Y OTRAS APROPIACIONES INSOLENTES DEL ESPACIO URBANO
Manuel Delgado

Creo que era importante que hiciéramos esa salida de campo que consistió en hacer una observación de lo que pasaba en las calles en una huelga general, entre cuyos objetivos era yugular las movilidades ordinarias por la trama urbana.

El marco era el que os expliqué en clase. Las ciudades aparecen a menudo mostradas como escenarios de y para acontecimientos sociales importantes, presentes o pasados, cuyo protagonismo corresponde a fusiones de viandantes alterados que hacen un uso insolente de la calle o la plaza, convirtiéndola en campo para la expresión vehemente de disidencias o protestas. Se habla de revueltas, insurrecciones populares, revoluciones y, en un grado menor, disturbios, enfrentamientos y algaradas, lo que el lenguaje legal denomina “alteraciones del orden público”,  siempre a cargo de coaliciones provisionales y efímeras de individuos casi siempre hasta entonces desconcidos entre sí, que se apropian del espacio urbano para sus reclamaciones, haciéndolo frente o contra las instituciones dominantes en la sociedad en que viven.

Cuando los cronistas del pasado o del presente muestran una ciudad asumiendo tal papel lo hacen de manera que éstas se pueden antojar meros decorados pasivos sobre los cuales se desarrollan las dramaturgias de la historia o la actualidad. En cambio, pocas veces se ha tomado conciencia del papel activo que las morfologías urbanas juegan en el desarrollo de estos hechos, de cómo se constituyen en parte activa de los acontecimientos, en la medida que estimulan o inhiben unos determinados estilos colectivos de actuar –al tiempo que hacen improcedentes o inviables otros– y ponen a disposición de los actores una red de funciones y significados que acaban determinando total o parcialmente el curso y las maneras de lo que ocurre o va a ocurrir.  Eso es lo que quería que notarais a primera hora de la mañana del 29M en grupo y, luego, más tarde y a lo largo del día, por vuestra cuenta.

Lo que quería es que apreciaseis las posibilidades de una suerte de ecología de las revueltas urbanas, un subdisciplina de las ciencias sociales de la ciudad que atendiera no sólo los hechos concretos en sí, sus causas y consecuencias, sino también y sobre todo el ambiente físico en que se producen y en buena medida los produce, los entornos formales, los lugares precisos, el sentido de cada movimiento: el orden de puntos y diagramas que generan los movimientos de los protestarios, que traiga al primer plano la dimensión espacial y temporal de los espasmos y las contorsiones que conoce el espacio urbano cuando recibe esos empleos extraordinarios, aunque recurrentes en la historia de cualquier ciudad, que son los grandes o pequeños motines. Se trata de contemplar cómo éstos se adaptan y adaptan los nichos físicos en qué se producen, la manera como lo hacen estableciendo la aptitud, la eficacia, la indiferencia, la capacidad de simbiosis o la idoneidad de un determinado ecosistema, en este caso la propia retícula urbana.

Se contribuiría así a poner de manifiesto como el espacio urbano es ante todo espacio para el conflicto, bien lejos de los supuestos que lo imaginan como una entidad estable y previsible, sometida a ritmos claros y a ocupaciones amables. Sabemos que, a la mínima oportunidad, todo paisaje urbano pueden convertirse en un terreno para al desacato y la desobediencia. La urbe conoce en estas ocasiones la naturaleza última de la vida social que alberga, tantas veces construida a base de injusticias acumuladas, de odios, de agravios, de descontentos, de todo ese magma de impaciencias y anhelos con el que amasan las ciudades su propia historia. La vida urbana, en efecto, vive regularmente, como cumpliendo una ley secreta, momentos de y para la irritación, se exacerba, registra una efervescencia especial que se impone con claridad a los sueños de orden y organicidad de arquitectos y urbanistas y convierte la obra de estos en escenario e instrumento para la combustión social, aquella de la cual pueden derivarse y se derivan constantemente realidades espaciales no fiscalizables.

Los acontecimientos revolucionarios o las protestas populares –al margen de cuál sea su causa; de lado de cualquier valoración moral o política– siempre implican un desacato de un proyecto espacial del proyectador que no puede ser otra cosa que pura representación. De pronto, por la causa que sea, fusiones sobrevenidas –de  grandes muchedumbres que se mueven majestuosamente a piquetes reducidos como el que fuimos siguiendo, que van ágilmente de un lado a otro– convierten la metrópolis en cualquier cosa menos la organización clara y legible con que sueñan los urbanistas y hacen de ella, de pronto, una urdimbre súbita y arisca, sometida a códigos desconocidos. Se habla, pues, de territorializaciones insumisas, actuaciones colectivas que implican formas otras de manipulación de la forma de la ciudad, creaciones efímeras pero en extremo enérgicas que funcionan en la práctica como expresiones de un urbanismo, una ingeniería urbana y un arquitectura alternativos a los institucioanlizados.

Esa ecología de los movimientos revolucionarios y las movilizaciones de protesta –movimientos y movilizaciones en un sentido literal, esto es el de cambios de posición en el espacio– debería asumir dos grandes ejes temáticos fundamentales: uno centrado en los emplazamientos, otro en los desplazamientos; uno en los enclaves, otro en las superficies y los recorridos. El primero atendería la manera cómo ciertos espacios en que viven sectores sociales en situación vindicativa pueden devenir baluartes desde los que expresar una rabia compartida, pero también la convicción de que es posible lograr objetivos transformadores comunes. 

El factor estratégico es, en estos casos, el de la concentración, es decir, la aceleración-intensificación que en cualquier momento pueden conocer las relaciones cotidianas entre personas socialmente homogeneizadas por su condición subalterna, que, en cuanto emerge el conflicto, pueden hacer la misma cosa, en un mismo momento y lugar, en función de unas mismas metas. Se trata en estos casos de las consecuencias directas de un hecho empírico, pero determinante, como es la comparecencia física de los involucrados y la existencia de un nicho de interacción permanentemente activo o activable. Por depauperados que fueran o sean los espacios de coincidencia –los barrios populares en cascos antiguos, las grandes concentraciones de vivienda social en periferias urbanas–, estos propician un ambiente estructurante, en el sentido de capaz de desencadenar determinadas relaciones sociales, entre ellas las asociadas a la actuación colectiva en pos de fines compartidos y vividos como urgentes. Concentrar es entonces sinónimo de concertar.

De esta lógica de los enclaves y las implantaciones, pasamos a atender la de las superficies y los recorridos. Nos interesan ahora las prácticas ambulatorias, los senderos que siguen los amotinados para discurrir por una determinada trama urbana y hacerla suya, paseos corales que unen entre si puntos fuertes de la retícula ciudadana. Éstos pueden ser determinados lugares simbólicamente elocuentes de una determinada trama urbana o los barrios donde se reside con sus respectivos centros urbanos, a la manera de auténticas incursiones. No son casuales los itinerarios que se escogen, casi siempre auténticos senderos rituales, singladuras que nunca escogen al azar los marcos que se atraviesan. A veces, la actividad consiste en cercar la ciudad, sobre todo cuando los descontentos entienden el valor estratégico que tiene su ubicación en las periferias depauperadas que la rodean. Ya os hice notar cómo era significativo que el piquete al que seguíamos se desplazase por la zona alta de la ciudad.

Por supuesto que tampoco son irrelevantes los lugares en los que se citan los extraños que van a fusionarse durante un periodo limitado –las concentraciones– o en los que desembocan las prácticas peripatéticas multitudinarias –variantes iracundas del desfile o la procesión. Los objetivos escogidos nunca son arbitrarios. Los congregados que acuden a una cita masiva o que marchan juntos pueden elegir como desembocadura un punto considerado significativo de la forma urbana –una plaza, por ejemplo–, pero con frecuencia pueden hacerlo ante una instalación o edificio que consideran de alguna forma interpelable o incluso ofendible como consecuencia de las potencias que se supone que simbólica o realmente alberga. Se trata de caminatas colectivas que culminan en una especie de asalto o toma metafórica de la concreción espacial de instancias de poder que se considera responsables de una determinada circunstancia injusta. Una vez licuada en forma de concentración en un punto de partida, la unidad social generada y que se identifica como expresión de un sector social afectado por un contencioso u otro, inicia su desplazamiento y se va abriendo paso por determinados canales de la retícula urbana convenidos como pertinentes, deteniéndose en ciertos puntos fuertes del trayecto, para, por fin, hacerse presente, al pie de la letra, ante las puertas, los aparadores o los muros de la concreción física de los poderes considerados culpables o del sitio donde se están produciendo determinados acontecimientos en que el conglomerado humano cristalizado para la ocasión se considera involucrado a favor o en contra.

Plantados o pasando ante esa representación física del mal de la que el espacio urbano ha de ser liberado, es previsible que se produzcan agresiones, ya sean simbólicas o reales. Con frecuencia quienes las desatan son elemen­tos exaltados que confían en las virtudes mágicas de la acción directa y se abandonan a una tarea purificadora basada en una lógica de “castigar y libe­rar”. En todos los casos, los agresores se consideran a sí mismos como una especie de ángeles exterminadores que ejecutan una misión de limpieza de la ciudad.

Por supuesto que la actuación policial es igualmente interesante. La emergencia de la propia naturaleza polémica del espacio público se concreta en un espectáculo que vemos repetirse una y otra vez, como lo vimos aquella tarde. De entrada, la imagen de viandantes que marchan juntos, en la misma dirección, demasiado alterados, a veces incluso coléricos, diciendo unas mismas cosas que no se quisiera escuchar y en voz demasiado alta…, una multitud airada que grita las frases malditas, las reclamaciones imposibles.

Justo en ese momento, una vieja técnica, bien conocida, se vuelve a poner en marcha, ciega y sorda: la represión. Los inaceptables deben ser expulsados de la calle, disueltos, devueltos a la nada de la que los imagina procedentes, puesto que representan potencias que son oficialmente mostradas como ajenas, física o moralmente extrañas al presunto orden que esa presencia no invitada viene a desmentir. La estampa se repite entonces por doquier en el mundo: botes de humo, pelotas de goma, chorros de agua a presión, golpes de porra; a veces disparos con fuego real. La policía irrumpe en escena como garante de la buena fluidez por los canales que irrigan la forma urbana. Ha de hacer lo que siempre ha hecho: desembozar la ciudad, disolver los grumos humanos, drenar los obstáculos físicos que dificultan la correcta circulación de los automóviles, acallar las voces cargadas de emoción, hiperexpresivas, vehementes de aquellos que han sido declarados intrusos en un espacio –la calle- en que en principio nadie debería ser considerado como tal. Las enigmáticamente llamadas “fuerzas del orden”, conforman una masa uniforme, inevitablemente siniestra ­-¿porqué los uniformes de la policía son siempre sombríos?­-, una especie de mancha oscura en una escenario que hasta su llegada era multicolor y polifónico, y más todavía por el griterío de los manifestantes, por el colorido de los estandartes, las pancartas, las banderas y de la propia diversidad humana congregada.

Frente a eso, las barricadas vuelven a ser, una vez más, lo vimos, como tantas veces antes, el instrumento insurreccional por excelencia, la herramienta que permite obturar la calle para impedir otra motilidad, esta vez la de los funcionarios encargados de la represión A esa dimensión instrumental, a las barricadas conviene reconocerles un fuerte componente expresivo. Pierre Sansot hacía notar como la barricada evocaba la imagen de una “subterraneidad urbana”, que emergía como consecuencia de un tipo desconocido de seísmo. La barricada ha asumido de este modo la concreción literal de la ciudad levantada.

La doble naturaleza instrumental y expresiva de la barricada continua vigente, pero la forma que adopta esta técnica de ingeniería urbana efímera ha cambiado. Las barricadas empezaron siendo murallas hechas con barricas –y de ahí el término barricada– y así fueron empleadas por los parisinos para defenderse de los mercenarios de Enrique III, en mayo de 1522. En el París de la Comuna de mayo de 1871 llegaron a devenir auténticos proyectos de obra pública y alcanzaron la categoría de arquitectura en un sentido literal. Los adoquines levantados de las calles configuraron un elemento fundamental en el paisaje insurrecional de las ciudades europeas hasta bien entrado el siglo XX. En el París de Mayo del 68 –siempre mayo– las calles fueron levantadas y se construyeron numerosas barricadas con su empedrado, pero la fórmula más empleada fue la de atravesar coches en las calzadas, volcarlos, con frecuencia incendiarlos. Estas actuaciones no se han visto como meros métodos para irrumpir el tráfico, sino que implicaban una denuncia de la sociedad de consumo que se quería hacer temblar.

Las barricadas son, hoy, tan móviles como la policía. Responden a una concepción sobremanera dinámica del disturbio, como si las algaradas de finales del siglo XX y principios del XXI estuvieran caracterizadas por la agilidad de movimientos, por la impredicibilidad de los estallidos, por la voluntad de impregnar de lucha urbana la mayor cantidad posible de territorio. La barricada se forma, en la actualidad, sobre todo con contenedores de basura, con lo que vienen a renunciar a su estabilidad para devenir, ellas también, como todo hoy, móviles, usadas ya no sólo como protección, sino también como parapeto que puede ser empleado para avanzar contra la policía y obligarla a recular.

Acerca de los disturbios urbanos, Pierre Sansot notaba como el pavimento que se arranca, los adoquines, las piedras de las obras, los coches que se atravesaban en los bulevares parisinos, eran –desde el punto de vista del revoltoso- elementos “por fin liberados”, como si los objetos urbanos que se lanzaban levantasen el vuelo y dejasen el suelo al que habían sido atados; como si una fuerza surgiese de la ganga que las aprisionaba a ras de tierra; como si pudieran conocer, gracias al insurrecto, una gloria que la vida cotidiana les usurpaba.

Esto que os explico –y que me animaba a convocaros para la salida del 29M– tiene mucho que ver con el estudio Carrer, festa i revolta. Els usos simbòlics de l’espai públic a Barcelona, 1950-2001, realizado por el Grup de Recerca Etnografia dels Espais Públics del Institut Català d’Antropologia. La investigación fue un encargo para el Inventari del Patrimoni Etnòlogic de Catalunya, dependiente del Centre de Promoció de la Cultura Popular i Tradicional de Catalunya, y está publicado en 2004 por e Departament de Cultura de la Generalitat de Catalunya.

Contáis con una buena bibliografía. Por ejemplo el artículo de Marc Abélés, «Modern Political Ritual», Current Anthropology, vol. 29/3. Pág. 391-404. Ayats, Jaume. 1998. «Cómo modelar la imagen sonora del grupo: los eslóganes de manifestación», Antropología, núm. 15-16 (marzo-octubre). Pág. 243-268. Certeau, M. de. 1970. La conquesta de la paraula, Barcelona: Estela. Cochart, D., 2000. «La Fête dans la protestation», Marouf, N. (ed.), Pour une sociologie de la forme. Mélanges Sylvia Ostrowetsky, Picardia: Université de Picardie Jules Verne/CEFRESS. Pág. 413-415; Collet, S. 1982. «La manifestation de rue comme production culturelle militante», Ethnologie française, vol. XII/2. Pág. 167-177, y 1988. «Les pratiques manifestantes comme processus révélateur des identités culturelles»,Terrain, núm. 3 (octubre). Pág. 56-58; Cruces, Francisco. 1998a. «El ritual de la protesta en las marchas urbanas». García Canclini, N. (ed.), Cultura y comunicación en Ciudad de México, México DF.: Grijalbo, vol. II. Pág. 27-83, y 1998b. «Las transformaciones de lo público. Imágenes de protesta en la Ciudad de México», Perfiles Latinoamericanos, vol. VII/12. Pág. 227-256; Cruces, F. i Díaz de Rada, Á. 1995. «Representación simbólica y representación política: el mitin como puesta en escena del vínculo electoral», Revista de Occidente, núm. 170-171 (julio-agosto). Pág. 162-180; Favre, Pierre, 1991. La manifestation,  París, L’Harmattan; Filleule, O. 1993. Sociologie de la protestation. Les formes de l’action collective dans la France contemporaine, París: L’Harmattan ; Kertzer, D.I. 1992. «Rituel et symbolisme politiques des sociétés occidentales», L’Homme, vol. XXXI/1 (enero-marzo). Pàg. 79-90 ; Marin, Louis. 1983. «Une mise en signification de l’espace social. Manifestation, cortège, défilé, procession (notes semiotiques)», Sociologie du Sud-Est, núm. 37-38 (julio-diciembre). Pág. 13-27; Milbrath, L.W. y Goel, M.L. 1977. Political Participation: How and why fo people get involved in politics?. Lanham: University Press of America ; Sansot, Pierre. 1996. Poétique de la ville, París: Armand Colin ; Tilly, Charles. 2007. Violencia colectiva, Madrid : Hacer.




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