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Fragmento del artículo "Elogio del afuera", publicado en la revista Arquitectos
116, 05/04 (2005): 55-76.
LO URBANO COMO SOCIEDAD SIN ASIENTO
Manuel Delgado
Uno vive en su casa. Es
decir, vive en un lugar construido, con paredes, techo, ventanas y puerta, al
que no en vano llamamos vivienda o espacio para vivir, dando a entender de
algún modo que lo que uno encuentra fuera de ella no es exactamente vida. Y es
que es bien cierto que –como Richard Sennett nos ha mostrado en alguno de sus
mejores trabajos– ese hogar en que se espera que se convierta una vivienda es
el lugar de las certidumbres que, a partir de cierto momento del siglo XIX, se
levanta contra el temblor crónico de la vida pública, una vida de la que se
repite que, en efecto, no es del todo vida, hasta tal punto está marcada por la
frialdad, el interés y la desorientación moral. En cambio, frente a esa
perspectiva que inventa el hogar y maligniza el espacio que lo rodea –y que se
concibe casi como acechándolo–, aparecen, en ese mismo momento, otras visiones
que hacen el elogio de la experiencia exterior, esto es de la vida fuera de la
vivienda, a la intemperie de un espacio urbano convertido en una dinamo de
sensaciones y experiencias.
Se
da, por tanto, un contraste radical
entre una vivencia de lo cierto y confiable que uno puede encontrar sólo en su
domicilio, del que de pronto se deserta, y otra vivencia distinta, mucho más
incierta, a la que no le podría corresponder morada alguna. Arrebatado por una
atracción que lo abduce hacia afuera, el padre de familia dimite de su lugar estable
en una institución primaria –la familia, cuya sede natural es la vivienda
devenida hogar– y se pierde, de noche, por las calles. Esa contraposición entre
las experiencias del dentro y del afuera ayuda a entender la
ciudad bajo dos perspectivas distintas: la que la contempla como lugar de
implantación de grupos sociales –entre ellos la propia familia, pero también el
grupo étnico, la corporación profesional, la confesión religiosa, la asociación
civil, el club de amigos, etc.– y la que la reconoce como esfera de los
desplazamientos. En el primer caso, los segmentos sociales agrupados de manera
más o menos orgánica pueden percibirse como unidades discretas, cada una de las
cuales requiere y posee una localización, una dirección, es decir un marco
estabilizado y ubicado con claridad, una radicación estable en el plano de la
ciudad. Ese lugar edificado en que se ubican los segmentos sociales
cristalizados de cualquier especie contrasta con ese otro ámbito de los
discurrires en que también consiste la ciudad y cuyo protagonismo corresponde
plenamente al viandante y a las coaliciones momentáneas en que se va viendo involucrado
–nunca mejor dicho– sobre la marcha. Si el grupo social tiene una
dirección, un sitio, el transeúnte es una dirección, es decir un rumbo,
o, mejor dicho, un haz de diagramas que no hacen otra cosa que traspasar de un
lado a otro no importa qué trama urbana.
Lo que distingue a la
ciudad de las implantaciones de la los desplazamientos –la primera sometida a
una lógica de territorios, la segunda a una de superficies– es el tipo de
sociabilidad que prima en cada una de ellas. Los colectivos interiores están
formados por conocidos, a veces por conocidos profundos; los exteriores, en cambio,
los constituyen desconocidos totales o relativos. Eso implica el despliegue de
códigos de relación del todo distintos en un escenario y el otro. Se da por
supuesto que cualquier forma de entidad colectiva que establezca un lugar en la
ciudad en que existir en tanto que tal –una sede social, un número en una
calle– puede exigirle a sus componentes un grado variable de firmeza, es decir
un compromiso de conducta leal en relación con los postulados en que la
asociación reunida o reunible bajo techo se funda. Los miembros del grupo
social avencidado tienen entre sí una deuda mutua de franqueza a la que los
viandantes que mantienen entre sí relaciones deslocalizadas y efímeras no están
ni remotamente obligados. En eso consiste la singularidad del vínculo social
que caracteriza la vida en exteriores urbanos: en que está hecho de una mezcla
de extrañamiento y aversión entre masas corpóreas que se pasan el tiempo
expuestas a la mirada ajena y que se protegen como pueden unas de otras
mediante diversas capas de anonimato. Una sociedad sin asiento, hecha de
cuerpos que se esquivan y miradas que se rehúyen, en paisajes que son siempre
pasajes. Ese tipo de relación basada en el distanciamiento y la reserva puede
conocer, no obstante, desarrollos imprevistos, desencadenar encuentros
inopinados, experimentar sorpresas y turbulencias, en un espacio abierto y
disponible para que actúe sobre él la labor incansable del azar.
Planteándolo en otros
términos. De un lado, formas de vida social dotadas de sede, cuyos actores principales
son colectivos humanos percibidos como unidades exentas y dotadas de algún tipo
de congruencia, que podían remitir su existencia como amalgamas estables a un
punto más o menos fijo en el mapa de la ciudad. Es decir, entidades
cristalizadas constituidas por conocidos entre sí, socios –sentimentales,
deportivos, religiosos, estéticos, políticos, corporativos, vecinales, etc.–,
cuya conducta recíproca está regulada por códigos en mayor o menor medida
institucionalizados. Del otro, formas de vida social no asentadas que tienen
lugar en los afueras, incluyendo aquellos interiores construidos que funcionan
como corredores o estancias y que convocan para funcionar la lógica de la calle
o de la plaza: pasillos del metro, vestíbulos o salas de espera, lugares
semipúblicos dedicados al ocio y al encuentro, centros comerciales... En esos
contextos superficiales –en el sentido de que se dan en la superficie y que por
ellos sólo cabe deslizarse–, la seguridad que ampara ciertas relaciones humanas
supuestamente más profundas se debilita y los códigos más sólidos pierden
eficacia organizadora y descubren su vulnerabilidad o su reversibilidad. A los individuos y a las
agrupaciones humanas que uno puede contemplar desplegando su actividad
hormigueante en los espacios exteriores y accesibles de cualquier ciudad
solemos llamarles gente. En tanto que unidad societaria, la gente –del
paseante o la pareja solitarios a los tumultos de masas– no tiene nada que ver
con esas comunidades territorializadas identificadas o identificables de las
que los modelos serían la familia, la nación o la tribu.
Frente a cualquier
modalidad de corporación humana atrincherable, los individuos que conforman esa
unidad social nomádica e inestable –la gente–, y que son transeúntes o
coaliciones de transeúntes, se escabullen de cualquier catalogación clara y
parecen vivir una experiencia masiva de la desafiliación cultural. Frente a la
simplicidad existencial que debe caracterizar la experiencia en el adentro
techado, en el afuera, a la intemperie, los grupos ven disuelta su
congruencia y los individuos han de someterse a altísimos niveles de indeterminación.
En efecto, en el exterior se puede contemplar cómo se hacen y deshacen
constantemente asociaciones humanas espontáneas, en tanto es un extraordinario
dispositivo de sobreentendidos y acuerdos tácitos lo que la hace posible. Lo
que singulariza esas configuraciones sociales extrañadas –en el sentido
de protagonizadas por extraños entre sí y de que aparecen en todo momento
abiertas al asombro– es su fluidez, así como las interrupciones e irrupciones
que no dejan nunca de afectarlas. En ese ámbito de la distorsión y del
dislocamiento, la cultura –entendida como forma que adoptan las relaciones
sociales– la conforman convenciones estandarizas –“buenas maneras”– que no
tardan en demostrarse ejes para la convivencia entre desconocidos, o, lo que es
igual, para esa forma de vida estructurada por la movilidad a la que damos en
llamar urbana.