Reseña del libro de Pierre Clastres Crónica de los indios guayaquís (Alta Fulla, 1998; traducción de Alberto Clavería), aparecido en Babelia, el suplemento de libros de El País, el 15 de mayo de 1999.
SABERES SALVAJES
Manuel Delgado
Dos serían los aspectos a remarcar de la personalidad intelectual de Pierre Clastres (1934-1977). En primer lugar, su protagonismo en la polémica que, a lo largo de los setenta, le enfrentara a los antropólogos y sociólogos marxistas (Birnbaum, Godelier, Terray, Meillassoux). Clastres representó una suerte de etnología libertaria, que postulaba toda una teoría general sobre la historia en torno a una idea : la de que las sociedades primitivas han demostrado, hasta su extinción o sometimiento, la prescindibilidad del Estado, al haber concebido un poder político acéfalo, no separado de la comunidad y que, a diferencia de cómo ocurre en las sociedades jerarquizadas, no se fundaba en la coerción y en la violencia. A ese esquema teórico (véase La sociedad contra el Estado, Monte Àvila, 1978, e Investigaciones en antropología política, Gedisa, 1987) se le ha criticado su simplicidad excesiva y lo circunscrito de las fuentes empíricas de que se alimentaba : las experiencias del propio antropólogo entre guayaquís, guaraníes y chulupi, tres sociedades indias del actual Paraguay. No obstante sus limitaciones, la obra de Clastres es fundamental para entender la de autores como Gilles Deleuze o, entre nosotros, Fernando Savater (véase su Panfleto contra el todo, por ejemplo).
Esas reservas no se aplican a la faceta de Clastres como trabajador sobre el terreno. Ahí está, recien reeditada por Alta Fulla, su Crónica de los indios guayaquís, magistral pieza de artesanía etnográfica que acaba de conocer una versión inglesa a cargo nada más y nada menos que de Paul Auster (MIT, 1998). En este libro Pierre Clastres nos narra su estancia de casi un año –en 1963– entre los guayaquís o aché, nómadas cazadores-recolectores de la selva, a los que tanto temieron los guaraníes y que nunca se dejaron subyugar por los blancos, ni siquiera por los jesuitas utopistas del XVII. Clastres nos los descubre, pero, al poco de su rendición, cuando, acosados por el hombre blanco, extenuados sus recursos, se dejan «proteger» por un hacendado paraguayo que les confina, en régimen de semi-libertad, en sus posesiones.
El libro constituye, por un lado, un pulcro informe etnográfico. A partir de observaciones directas y de informaciones orales, Clastres reconstruye lo que hasta hacía poco había sido una articulación social eficaz y una cosmología capaz de dotar de significado al universo. En ese plano, el autor va llenando las correspondientes casillas de toda buena monografía: ecología, tecnología, parentesco, crianza de los niños, sexualidad, muerte, ritual, mitología... No escatima en esa tarea los aspectos que más inaceptables podrían resultarle al lector, pero que, en su contexto, ven desactivada su capacidad de escándalo : senilicidio, infanticidio, violencia, canibalismo. Prácticas y saberes de los salvajes, que lo eran no por ser brutales a nuestros ojos, sino por nuestra incapacidad –que el propio etnólogo reconoce compartir– a la hora de aproximarnos a ellos sin exigirles como contrapartida su sumisión.
Pero, por encima de los datos de campo, hay algo más profundo en esta obra. Empleando una escritura que recuerda poco el naturalismo de su maestro Alfred Métraux y mucho el tono melancólico y confesional tan caro a la escuela etnográfica francesa, Clastres se abandona a una agria reflexión a propósito de lo que vive y nos muestra la agonía de unas gentes que han de vivir en una sociedad hecha girones y bajo la débil protección de una cultura maltrecha. Patética suerte de los sobrevivientes de la colosal catástrofe que lleva quinientos años asolando Amerindia, seres cuyo testamento un antropólogo cargado de remordimientos llega justo a tiempo de recoger, no para sus descendientes –hoy, los guayaquís ya no están–, sino para quienes quieran creer que, alguna vez, en algún sitio, existieron verdaderos hombres libres.