La foto es de Juan González |
En 2003 el fotógrafo Juan González me pidió un prólogo para un catálogo que preparaba. Espero que no le importe que reproduzca aquí el texto que redacté para él, con una de las fotos de la colección.
AHÍ
Manuel Delgado
¿Qué quiere
decir exactamente ahí, ese ahí al que remiten las fotografías de Juan González?
Ese ahí, ¿es algo en concreto o en general, o contiene un discurso sobre ésto o
lo otro? ¿Es un marco vacío, o un escenario en que pasa algo? ¿En ese ahí, se
afirma o niega cualquier cosa? ¿O más bien ese ahí es un trabajo, una labor por
definición interminable, que especula sobre cosas o seres que no están, que
estuvieron, pero que ya se han ido, o que van a estar, y se les
espera? Acaso sea de éso de lo que habla la obra de Juan: sus fotos hablan
de lo que callan, de igual modo que –desmintiendo esa tontería que proclama que
la fotografía es un arte visual– muestran lo que esconden, lo que está ahí
todavía, a pesar de haberse marchado o disuelto, los restos, las huellas, las
sombras que se niegan a abandonar el lugar o que vuelven a él ya sin su cuerpo.
O lo aguardado. Lo inminente.
Sea como sea, los fragmentos de vida que aquí han interrumpido su
devenir no pueden ser comprendidos sino sometiéndolos a un eje móvil, a un
principio de desplazamiento transversal. Una fotografía esencialmente espacial
como ésta es en cada uno de los ejemplos que propone una negación en toda regla
de la estabilidad. Las fotografías de Juan González han de ser vistas no en
profundidad, sino atravesándolas, convirtiéndolas en una peregrinación quieta,
pero frenética. Si es preciso, habrá que cruzarlas a nado. Obsérvese: cada foto
es un umbral, la antesala de algo que está más allá o antes y se niega a la
imagen..., porque no puede ser imaginado, porque pertenece a lo incalculable, a
lo desmesurado.
La serie «Habitaciones» nos invita a penetrar en una vida privada
privada de ser vida: la de las monjas de clausura. Las imágenes nos muestran un
hueco, una habitación deshabitada, camas y sillas hiperesquemáticas –camas
puras, sillas puras, entre cuatro paredes perfectas– a la espera de un cuerpo
que se autoelude, que se escamotea a la simple mirada, se escabulle.
Aparentemente las fotos no muestran a nadie. No es exacto: la persona –la
religiosa– está ahí, en carne y hueso. Lo que ocurre es que se muestra en su
naturaleza última, en su esencia más material, como prueba de que –está
demostrado– lo que más pesa siempre es el espíritu. En algunos casos el cuerpo
físico –obsérverse– se ha transformado portentosamente en una muñeca o un
crucifijo. En los demás casos, aunque no veamos a nadie, ella está ahí, sólo
que en tanto que ser por fin invisibilizado, anonadado, nihilizado. Si su dios
se hizo carne entre nosotros; ella se ha hecho aire. Vive, en efecto, sin vivir
en ella.
La serie «Valeriola» es un ensayo de arqueología de lo cotidiano
horroroso. El investigador ha encontrado su particular yacimiento de restos de
un pasado cercano. Ahí, en ese punto preciso del adoquinado, a ras de suelo,
huellas, vestigios, marcas, indículos de lo sucedido, testimonios de
acontecimientos microscópicos, actas levantadas sobre lo que dan de sí unos
segundos de biografía humana, un mensaje escrito con manchas, regueros y
papeles. Ahí hubo vida. Ahí, hace cinco minutos, alguien nos estaba mirando a
los ojos. Ahí, justo Ahí, sabemos que un viajero solitario llegó hasta los
confines de sí mismo. ¡Qué verdad es que, como me recuerda siempre mi amigo
Alfonso Levy, en lo hondo no están las raíces, sino lo arrancado!
Para acabar «Salones» es una crónica parecida a la reunida en la
serie «Habitaciones». De hecho lo que muestra es más o menos lo mismo. Espacios
vacios, deshabitados; territorios inhóspitos; paisajes desolados. Ahí, como en
los cuartos de las monjas, no hay nadie, o al menos nadie propiamente humano.
La conjetura a que se nos invita es idéntica, sólo que estructuralemente
invertida y simétrica. Las monjas están en las imágenes, sólo que se han vuelto
invisibles. Los comensales en estos banquetes de boda de hecho ya hace rato que
se han ido, justamente porque se han vuelto también invisibles. Lo que queda y
se deja retratar no son sino masas corpóreas, bultos orgánicos a los que el fotógrafo
ha dejado misericordiosamente sin rostro, para evitar darnos a conocer la
verdad: en realidad, no tienen. Cuando el fotógrafo se fue, cuando los
camareros recogieron las mesas, cuando se apagaron las luces del salón, los
invitados continuaron allí, charlando de nada, bailando una música imaginaria,
felicitando a unos novios que también se habían ido. A la semana siguiente,
otros novios, otros camareros y otro fotógrafo repetiría la misma operación con
esos mismos invitados, que sólo existían para permanecer ahí, eternamente
locuaces, felices…, muertos.
No resisto la tentación de comentar una cuarta serie de
fotografías de Juan González no contenidas en este catálogo, pero notablemente
coherentes con su contenido. Se trata de «Observatorios», una serie de imágenes que muestran impresionantes salas de videovigilancia... vacías. Dan que pensar y recomiendo
que se busque la posibilidad de apreciarlas. Desvelan algo terrible, por
esperanzador; algo duro, por responsabilizante. Nos confirman lo que
algunos ya sospechábamos: que los controles panópticos, los sistemas de
escrutamiento que no dejan de otear la vida ordinaria de todos nosotros, en
realidad ni consiguen ni intentan cumplir con su misión. Representan en grado
puro la verdad oculta del Poder, ese gran misterio que conserva celosamente,
puesto que sabe hasta qué punto todo depende de que nadie lo conozca. Ese
secreto absoluto que el Poder esconde es que, en realidad, no existe. Esa es la
clave de su éxito, la fórmula que lo hace invencible. Ahí arriba no hay nadie.
Las cámaras de vigilancia lo ven todo, pero no hay nadie viendo lo que ven. El
Gran Hermano no nos vigila. ¿Qué haremos ahora, ahora que lo sabemos, ahora que
sabemos que podemos –que siempre hemos podido– desertar? No nos engañemos.
Haremos como si nada. Seguiremos obedeciendo. En algunos casos, los más
rebeldes lo haremos a regañadientes. Pero todos continuaremos haciendo como si nos nos perdiesen de vista
ni un momento. Aunque ya sepamos que nadie mira.
Buen trabajo el de Juan González. Lo suyo es una lección en cuatro
actos sobre de qué está hecho el espacio, y que no es sino de una manera de
atravesarlo, de estar en un ahí del que sólo se puede decir que en realidad no
está, nunca está, sino que estará o estuvo.