dijous, 25 d’abril del 2019

Ahí

La foto es de Juan González
En 2003 el fotógrafo Juan González me pidió un prólogo para un catálogo que preparaba. Espero que no le importe que reproduzca aquí el texto que redacté para él, con una de las fotos de la colección.

AHÍ
Manuel Delgado


¿Qué quiere decir exactamente ahí, ese ahí al que remiten las fotografías de Juan González? Ese ahí, ¿es algo en concreto o en general, o contiene un discurso sobre ésto o lo otro? ¿Es un marco vacío, o un escenario en que pasa algo? ¿En ese ahí, se afirma o niega cualquier cosa? ¿O más bien ese ahí es un trabajo, una labor por definición interminable, que especula sobre cosas o seres que no están, que estuvieron, pero que ya se han ido, o que van a estar, y se les espera? Acaso sea de éso de lo que habla la obra de Juan: sus fotos hablan de lo que callan, de igual modo que –desmintiendo esa tontería que proclama que la fotografía es un arte visual– muestran lo que esconden, lo que está ahí todavía, a pesar de haberse marchado o disuelto, los restos, las huellas, las sombras que se niegan a abandonar el lugar o que vuelven a él ya sin su cuerpo. O lo aguardado. Lo inminente.

Sea como sea, los fragmentos de vida que aquí han interrumpido su devenir no pueden ser comprendidos sino sometiéndolos a un eje móvil, a un principio de desplazamiento transversal. Una fotografía esencialmente espacial como ésta es en cada uno de los ejemplos que propone una negación en toda regla de la estabilidad. Las fotografías de Juan González han de ser vistas no en profundidad, sino atravesándolas, convirtiéndolas en una peregrinación quieta, pero frenética. Si es preciso, habrá que cruzarlas a nado. Obsérvese: cada foto es un umbral, la antesala de algo que está más allá o antes y se niega a la imagen..., porque no puede ser imaginado, porque pertenece a lo incalculable, a lo desmesurado.

La serie «Habitaciones» nos invita a penetrar en una vida privada privada de ser vida: la de las monjas de clausura. Las imágenes nos muestran un hueco, una habitación deshabitada, camas y sillas hiperesquemáticas –camas puras, sillas puras, entre cuatro paredes perfectas– a la espera de un cuerpo que se autoelude, que se escamotea a la simple mirada, se escabulle. Aparentemente las fotos no muestran a nadie. No es exacto: la persona –la religiosa– está ahí, en carne y hueso. Lo que ocurre es que se muestra en su naturaleza última, en su esencia más material, como prueba de que –está demostrado– lo que más pesa siempre es el espíritu. En algunos casos el cuerpo físico –obsérverse– se ha transformado portentosamente en una muñeca o un crucifijo. En los demás casos, aunque no veamos a nadie, ella está ahí, sólo que en tanto que ser por fin invisibilizado, anonadado, nihilizado. Si su dios se hizo carne entre nosotros; ella se ha hecho aire. Vive, en efecto, sin vivir en ella.

La serie «Valeriola» es un ensayo de arqueología de lo cotidiano horroroso. El investigador ha encontrado su particular yacimiento de restos de un pasado cercano. Ahí, en ese punto preciso del adoquinado, a ras de suelo, huellas, vestigios, marcas, indículos de lo sucedido, testimonios de acontecimientos microscópicos, actas levantadas sobre lo que dan de sí unos segundos de biografía humana, un mensaje escrito con manchas, regueros y papeles. Ahí hubo vida. Ahí, hace cinco minutos, alguien nos estaba mirando a los ojos. Ahí, justo Ahí, sabemos que un viajero solitario llegó hasta los confines de sí mismo. ¡Qué verdad es que, como me recuerda siempre mi amigo Alfonso Levy, en lo hondo no están las raíces, sino lo arrancado!

Para acabar «Salones» es una crónica parecida a la reunida en la serie «Habitaciones». De hecho lo que muestra es más o menos lo mismo. Espacios vacios, deshabitados; territorios inhóspitos; paisajes desolados. Ahí, como en los cuartos de las monjas, no hay nadie, o al menos nadie propiamente humano. La conjetura a que se nos invita es idéntica, sólo que estructuralemente invertida y simétrica. Las monjas están en las imágenes, sólo que se han vuelto invisibles. Los comensales en estos banquetes de boda de hecho ya hace rato que se han ido, justamente porque se han vuelto también invisibles. Lo que queda y se deja retratar no son sino masas corpóreas, bultos orgánicos a los que el fotógrafo ha dejado misericordiosamente sin rostro, para evitar darnos a conocer la verdad: en realidad, no tienen. Cuando el fotógrafo se fue, cuando los camareros recogieron las mesas, cuando se apagaron las luces del salón, los invitados continuaron allí, charlando de nada, bailando una música imaginaria, felicitando a unos novios que también se habían ido. A la semana siguiente, otros novios, otros camareros y otro fotógrafo repetiría la misma operación con esos mismos invitados, que sólo existían para permanecer ahí, eternamente locuaces, felices…, muertos.

No resisto la tentación de comentar una cuarta serie de fotografías de Juan González no contenidas en este catálogo, pero notablemente coherentes con su contenido. Se trata de «Observatorios», una serie de imágenes que muestran impresionantes salas de videovigilancia... vacías. Dan que pensar y recomiendo que se busque la posibilidad de apreciarlas. Desvelan algo terrible, por esperanzador; algo duro, por responsabilizante. Nos confirman lo que algunos ya sospechábamos: que los controles panópticos, los sistemas de escrutamiento que no dejan de otear la vida ordinaria de todos nosotros, en realidad ni consiguen ni intentan cumplir con su misión. Representan en grado puro la verdad oculta del Poder, ese gran misterio que conserva celosamente, puesto que sabe hasta qué punto todo depende de que nadie lo conozca. Ese secreto absoluto que el Poder esconde es que, en realidad, no existe. Esa es la clave de su éxito, la fórmula que lo hace invencible. Ahí arriba no hay nadie. Las cámaras de vigilancia lo ven todo, pero no hay nadie viendo lo que ven. El Gran Hermano no nos vigila. ¿Qué haremos ahora, ahora que lo sabemos, ahora que sabemos que podemos –que siempre hemos podido– desertar? No nos engañemos. Haremos como si nada. Seguiremos obedeciendo. En algunos casos, los más rebeldes lo haremos a regañadientes. Pero todos continuaremos haciendo como si nos nos perdiesen de vista ni un momento. Aunque ya sepamos que nadie mira.

Buen trabajo el de Juan González. Lo suyo es una lección en cuatro actos sobre de qué está hecho el espacio, y que no es sino de una manera de atravesarlo, de estar en un ahí del que sólo se puede decir que en realidad no está, nunca está, sino que estará o estuvo.




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