Artículo publicado en El Periódico de Catalunya, el 15 de noviembre de 1991.
SIDA Y DEPORTE
Manuel Delgado
No hay duda de que las
claves que explican la espectacularización del caso de “Magic” Johnson son
variadas. Una de ellas, sin duda, tendría que ver con la infantilización de una
sociedad como la norteamericana, para la que saber que un ídolo como Magic tiene el virus del SIDA puede
desencadenar un trauma no muy diferente del que provocaría la noticia de que
Mary Poppins ha muerte tuberculosa. En este sentido, da a pensar que la
cuestión del SIDA heterosexual se haya convertido en un problema ahora y o a raíz
de la muerte de miles de personas por su causa en numerosos países africanos.
Pero, claro Magic Johnson es Magic Johnson y 10.000 congoleños son eso, 10.000
congoleños.
En relación con esa
convicción de que el SIDA es peligroso más allá de los llamados grupos de riesgo, debe recordarse que el
Instituto Demoscopia publicó una encuesta en 1987 en la que un 40% de españoles
se mostraba convencido de que el SIDA acabaría afectándonos a todos. Hace ya
bastante que la gente anda por ahí más bien histérica con la cuestión, por
mucho que todavía sea mucho más fácil para un heterosexual de aquí romperse la
crisma resbalando en la bañera que morir de la terrible enfermedad.
Habría que remitirse
también a lo que ha escrito Susan Sontag en sus Las metáforas del SIDA, una obra en la que se pone de manifiesto la
extraordinaria carga simbólica del virus como vehículo mediante el que una
sociedad –tan parecida a la de La peste
de Camus- reconoce que es ella la que
está asediada por enemigos invisibles y sin defensas. Evidencia perfectamente
aplicable en nuestro caso, porque lo que se ha sentido es que el enfermo no es
el cuerpo de Magic Johnson sino ese
cuerpo social –el norteamericano y, por extensión, el de la sociedad
occidental- que el baloncestista tan eficazmente encarnaba. Pero lo que en
realidad más clarifica el eco informativo del mal contraído por el jugador de
los Lakers es el cortocircuito que ha provocado el que dos nociones tan
contrapuestas como SIDA y vida deportiva se hayan trágicamente cruzado.
El marco –no se olvide-
es el de la resaca de la revolución sexual de los 60 y lo que parece ser una
auténtica contrarrevolución sexual, marcada por la pereza y la apatía eróticas,
cuando no por la sexofobia declarada. En ese ambiente de expiación de lo que
para muchos fueron los excesos de los
movimientos de liberación sexual -hippies, Mayo del 68, etcétera-, el
deporte aparecía como una magnífica maquinaría depuradora de los desórdenes de
la carne. Lo deportivo se ponía al servicio de los nuevos cultos al Cuerpo Sano,
Equilibrado y Limpio, demostrando su naturaleza
de invento de la cultura somática del puritanismo protestante y situándose en
la vieja tradición cristiana de mortificación y disciplinamiento corporales
como formas de repeler los asaltos de las bajas
pasiones.
Por otra parte, el
terrorismo médico asociado a la epidemia del SIDA se colocaba en la misma
dirección. El SIDA venía como anillo al dedo a las nuevas tendencias puritanas
–de origen anterior a la extensión de la enfermedad- y su urgencia por sofocar
los últimos núcleos de resistencia de las ideologías de emancipación sexual. En
su terrorífico Crisis, Master y
Johnson lo plantean claramente: “La revolución sexual no ha terminado:
solamente algunos de sus soldados están muriendo”.
El pánico al SIDA,
planteado en términos de puro cataclismo, confirmaba que el sexo regresaba a su
vieja condición tabuada. Como en los buenos tiempos en que la amenaza delo
infierno eterno refrenaba los deseos de la carne, la sexualidad vuelve a
manchar y a exponer a la condena a aquellos que se atrevan a desobedecer las
Normas –médicas en este caso- y a introducirse en sus dominios sin las debidas
precauciones purificadoras. Fracasada la revuelta liberadora, el SIDA restituía
el valor pecado por el valor enfermedad como castigo para los
desordenados: drogadictos, homosexuales, promiscuos…
En este gigantesco auto
de fe que estamos viviendo, la alternativa era clara. Por la vía del deporte y
el autocontrol, el cuerpo se elevaba al espíritu. Por la vía del sexo, descendía
a las esclavitudes de la carne y a sus temibles peligros. El SIDA ha conseguido
lo que ninguna Iglesia había logrado: persuadir a las muchedumbres de que el
sexo envenena y de que hay que enfrentarse a él profundamente preocupados, por
no decir asustados.
Por eso Magic Johnson ha sido mostrado al mundo
como un escarmiento, como una prueba de
lo que les puede pasar a aquellos que se aparten del camino y olviden que la
época del sexo alegre y sin importancia ya ha terminado, pero ante todo como
ejemplo de que nadie, absolutamente nadie, está a salvo de la penalización con
que ya no Dios sino la Naturaleza –por algo estamos en plena Era Ecológica- se
venga de los díscolos y temerarios que se atreven a contrariar sus Leyes. Un
caso, por cierto –y me extraña que nadie lo haya hecho notar- parecido al de un
Johan Cruyff exhibido como pecador arrepentido que a punto estuvo de saber cómo
son castigadas ciertas indisciplinas corporales.