dimecres, 4 de març del 2015

Sida y deporte


Artículo publicado en El Periódico de Catalunya, el 15 de noviembre de 1991.

SIDA Y DEPORTE
Manuel Delgado

No hay duda de que las claves que explican la espectacularización del caso de “Magic” Johnson son variadas. Una de ellas, sin duda, tendría que ver con la infantilización de una sociedad como la norteamericana, para la que saber que un ídolo como Magic tiene el virus del SIDA puede desencadenar un trauma no muy diferente del que provocaría la noticia de que Mary Poppins ha muerte tuberculosa. En este sentido, da a pensar que la cuestión del SIDA heterosexual se haya convertido en un problema ahora y o a raíz de la muerte de miles de personas por su causa en numerosos países africanos. Pero, claro Magic Johnson es Magic  Johnson y 10.000 congoleños son eso, 10.000 congoleños.

En relación con esa convicción de que el SIDA es peligroso más allá de los llamados grupos de riesgo, debe recordarse que el Instituto Demoscopia publicó una encuesta en 1987 en la que un 40% de españoles se mostraba convencido de que el SIDA acabaría afectándonos a todos. Hace ya bastante que la gente anda por ahí más bien histérica con la cuestión, por mucho que todavía sea mucho más fácil para un heterosexual de aquí romperse la crisma resbalando en la bañera que morir de la terrible enfermedad.

Habría que remitirse también a lo que ha escrito Susan Sontag en sus Las metáforas del SIDA, una obra en la que se pone de manifiesto la extraordinaria carga simbólica del virus como vehículo mediante el que una sociedad –tan parecida a la de La peste de Camus- reconoce que es ella la que está asediada por enemigos invisibles y sin defensas. Evidencia perfectamente aplicable en nuestro caso, porque lo que se ha sentido es que el enfermo no es el cuerpo de Magic Johnson sino ese cuerpo social –el norteamericano y, por extensión, el de la sociedad occidental- que el baloncestista tan eficazmente encarnaba. Pero lo que en realidad más clarifica el eco informativo del mal contraído por el jugador de los Lakers es el cortocircuito que ha provocado el que dos nociones tan contrapuestas como SIDA y vida deportiva se hayan trágicamente cruzado.

El marco –no se olvide- es el de la resaca de la revolución sexual de los 60 y lo que parece ser una auténtica contrarrevolución sexual, marcada por la pereza y la apatía eróticas, cuando no por la sexofobia declarada. En ese ambiente de expiación de lo que para muchos fueron los excesos de los movimientos de liberación sexual  -hippies, Mayo del 68, etcétera-, el deporte aparecía como una magnífica maquinaría depuradora de los desórdenes de la carne. Lo deportivo se ponía al servicio de los nuevos cultos al Cuerpo Sano, Equilibrado y Limpio, demostrando  su naturaleza de invento de la cultura somática del puritanismo protestante y situándose en la vieja tradición cristiana de mortificación y disciplinamiento corporales como formas de repeler los asaltos de las bajas pasiones.
Por otra parte, el terrorismo médico asociado a la epidemia del SIDA se colocaba en la misma dirección. El SIDA venía como anillo al dedo a las nuevas tendencias puritanas –de origen anterior a la extensión de la enfermedad- y su urgencia por sofocar los últimos núcleos de resistencia de las ideologías de emancipación sexual. En su terrorífico Crisis, Master y Johnson lo plantean claramente: “La revolución sexual no ha terminado: solamente algunos de sus soldados están muriendo”.

El pánico al SIDA, planteado en términos de puro cataclismo, confirmaba que el sexo regresaba a su vieja condición tabuada. Como en los buenos tiempos en que la amenaza delo infierno eterno refrenaba los deseos de la carne, la sexualidad vuelve a manchar y a exponer a la condena a aquellos que se atrevan a desobedecer las Normas –médicas en este caso- y a introducirse en sus dominios sin las debidas precauciones purificadoras. Fracasada la revuelta liberadora, el SIDA restituía el valor pecado por el valor enfermedad como castigo para los desordenados: drogadictos, homosexuales, promiscuos…

En este gigantesco auto de fe que estamos viviendo, la alternativa era clara. Por la vía del deporte y el autocontrol, el cuerpo se elevaba al espíritu. Por la vía del sexo, descendía a las esclavitudes de la carne y a sus temibles peligros. El SIDA ha conseguido lo que ninguna Iglesia había logrado: persuadir a las muchedumbres de que el sexo envenena y de que hay que enfrentarse a él profundamente preocupados, por no decir asustados.

Por eso Magic Johnson ha sido mostrado al mundo como un escarmiento, como una  prueba de lo que les puede pasar a aquellos que se aparten del camino y olviden que la época del sexo alegre y sin importancia ya ha terminado, pero ante todo como ejemplo de que nadie, absolutamente nadie, está a salvo de la penalización con que ya no Dios sino la Naturaleza –por algo estamos en plena Era Ecológica- se venga de los díscolos y temerarios que se atreven a contrariar sus Leyes. Un caso, por cierto –y me extraña que nadie lo haya hecho notar- parecido al de un Johan Cruyff exhibido como pecador arrepentido que a punto estuvo de saber cómo son castigadas ciertas indisciplinas corporales.




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