Marvin Harris |
Reseña de Marvin Harris,
Nuestra especie (Alianza, Madrid, 1992), publicada en Babelia, suplemento de
cultura de El Pais, el 11 de abril de 1992.
LAS CLAVES DE LA CULTURA, AL ALCANCE DE TODOS
Manuel Delgado
¿Por qué tienen las
mujeres los pechos permanentemente hinchados? ¿Cuándo empezó a pensar el
cerebro humano? ¿Por qué no comemos ciertas carnes? Éstos y otros 98
enigmáticos asuntos quedan por fin resueltos en el nuevo libro de Marvin
Harris. El lector podrá encontrar allí puntual y expeditiva –de dos a cuatro
páginas- respuesta a grandes misterios de la cultura humana, que lo eran justo
hasta que se toparon con Harris.
¿Cómo puede ser que el
antropólogo que más libros vende en la actualidad goce de un más bien precario
ascendente entre la comunidad de sus colegas, comprendidos, hoy por hoy, muchos
de aquellos que hace apenas una década todavía se reconocían discípulos suyos?
A pesar de su relativa autoridad en la antropología actual. Harris ha
conseguido, hacer que la relación de temas aspirantes a profesor de formación
profesional en Cataluña se parezcan sorprendentemente al índice de su Introducción a la antropología cultural.
Harris ya nos tenía
acostumbrados a su alegría desenigmatizadora. Vacas, cerdos, guerras y brujas (1980). Bueno para comer (1989), La
cultura norteamericana contemporánea (1990), la mencionada Introducción… (1981) o Caníbales
y reyes (1979), que han conocido en Alianza –o seguro que conocerán-
sucesivas reimpresiones, no han hecho sino repetir esa misma fórmula de
liquidar de un plumazo, y a partir siempre de criterios que algunos han
calificado de economicistas vulgares, una serie recurrente de “grandes enigmas”
de la cultura humana.
¿Qué es lo que divulga
Harris? Harris se divulga sobre todo a sí mismo. Es verdad que Marvin Harris
fue uno de los más beligerantes activistas intelectuales de aquel materialismo
cultural norteamericano que alcanzara su máxima influencia en los sesenta y que
invoca –y cuya defensa formuló en su Materialismo
cultural (Alianza, 1987)- reconoce
en su trabajo de popularización sus axiomas: priorización del valor
determinante de los factores tecnoeconómicos
y tecnológicos –herencia de un
marxismo lobotomizado de dialéctica hegeliana y de lucha de clases-, secuencialización
evolutiva de las culturas, cientifismo, etcétecra. Pero, a pesar de ello, es
viable hablar de un auténtico harrisianismo,
no sólo por esos motivos teóricos centrales compartidos, sino por la manera
como su aportación a la literatura antropológica ha estado tempranamente
presidida por una seria de obsesiones, más preocupadas por descalificar el
presunto daño infligido por escuelas rivales que por desarrollar las posibles
ventajas clarificadoras de la corriente que inaugurara White y Steward a
finales de los cuarenta.
En efecto, es como si
Harris hubiera sido impelido a autovugarizarse y a invertir lo mejor de sus
energías, arrastrado por una extraña urgencia por denunciar los supuestos
peligros auspiciados por lo que él llamaba el neoscurantismo de la antropología
filohippy a lo Castaneda, el
marximo-zen de Lévi-Strauss, el eclecticismo de Godlier y del traidor
Sahlins, o el privilegio de lo que Pike –“un cura visionario”- había
denominado la perspectiva emic o
mentalista. Se antoja que Harris se dejó llevar por un afán, tan militante como
pendenciero – véase si no su El
desarrollo de la teoría antropológica (Siglo XXI, 1982)-, por desenmascarar
a los supuestos conspiradores contra la verdad nomotética en antropología,
mediante explicaciones alternativas de hechos culturales susceptibles de caer
en sus garras, y ha acabado por quedar atrapado y solo en su cruzada.
Si Nuestra especie se mueve cera
de los límites de la superficialidad, Muerte,
sexo y familia, escrito junto a Eric B. Ross, plantea una visión más
rigurosa de un tema tan motivo de preocupación pública hoy como es el
demográfico, una jurisdicción por la que Harris ya se había interesado en una
de sus primeras obras, Patterns of race
in the Americas (1964), inédita entre nosotros. El tono continua siendo, de
todos modos, el mismo, es decir, el de aquí hay un gran problema y aquí estoy
yo para que todos lo entiendan. La idea fundamental es aquí la de que lasa
tasas de po0blación en las sociedades no industriales han estado casi siempre
sometidas a dispositivos de control de la natalidad y de la mortalidad. Fiel en
todo momento a la atribución de un papel determinante a los factores
infraestructurales, Harris y Ross
desmienten la visión vulgar de unas agrupaciones humanas víctimas de la
incultura o de la exuberancia sexual, y presentan la relación que se establece
entre la aparición de un excedente poblacional y los efectos desestructuradores
del imperialismo, con su desactivación de los mecanismos endógenos de
regulación demográfica y la sumisión de la fuerza de trabajo indígena al
proceso de acumulación de capital colonialista.
La desautorización de esa
culpabilización de la víctima en la discusión sobre la “amenaza demográfica” se
resuelve, pero en un respaldo implícito –no mencionado- a la política de
anticoncepción en los países pobres del Fondo de las Naciones Unidas para la
Población, una política que no descarta la esterilización masiva en el –es
decir, del- Tercer Mundo.
Por cierto. ¿Recuerda alguien
cómo hace 20 años largos, salíamos indignados los progres después de ver aquella película boliviana, entonces de culto, titulada La sangre del cóndor? En ella se describían las pérfidas prácticas
de control de la natalidad en una comunidad quechua que llevaban a cabo un
equipo de médicos norteamericanos, a los que entonces teníamos ingenuamente
como “esbirros del imperialismo”. Cuánto hemos tardado en descubrir cuán
equivocados estábamos: ahora sabemos que era por su bien.