dissabte, 14 de març del 2020

Simulacros reales

La foto es de Jason Bell
Artículo publicado en El Periódico de Catalunya, el 13 de diciembre de 1992

SIMULACROS REALES
Manuel Delgado

He aquí, en relación con este apetitoso asunto del fracaso matrimonial de los herederos al trono de Inglaterra, Carlos y Barby-Diana, una magnífica oportunidad para explicar para qué demonios sirve que los antropólogos le presten tanta atención al reino mossi de Yatenga, en Burkina Fasso, a la realeza sakalaba de Madagascar, o el reino Quidah, en Dahomey. La respuesta es que es estudiando sus modalidades más simples se llega a entender cuál es el sentido último de la institución monárquica: la de mostrar la autoridad del Estado como la consecuencia de una voluntad suprema e incontestable.

Para que tal argumento resultara eficaz, los reyes africanos se rodeaban de una colosal escenografía basada en símbolos que hacían material la doble condición, carnal y divina, mortal pero a la vez exterior y superior a lo humano, del poder que personificaban. Esa sacralización del dominio del soberano, propia en apariencia de las realezas primitivas, la volvemos a encontrar en el otro extremo del proceso de modernización: en el hipertecnificado Japón, donde el emperador Akihito es cabeza visible de una auténtica apoteosis de la monarquía como institución ritual.

Lo que la comparación entre culturas nos hace saber es que el poder se encubre siempre en esa complicada pompa que pretende hacerlo aparecer ante sus súbditos como parte de la acción de los dioses o los antepasados. Para ello, organiza toda una puesta en escena que busca suscitar la fascinación de los administrados. Eso no significa que todo poder necesite ser representado, sino que todo poder no es otra cosa en realidad que el resultado de una representación, una ficción que cuanta más mentirosa e inverosímil es, más obediencia moviliza. La diferencia entre las monarquías africanas y las europeas actuales es que la divinidad pagana que otorga la potestad aquí es una tal democracia, al ancestro que legitima se le conoce como Historia y en algunos países al que rige se le llama paradójicamente Presidente.

Por eso se equivocan tanto quienes especulan con lo que pueda tener la crisis matrimonial de los futuros soberanos ingleses de amenaza para la estabilidad institucional británica. Al contrario. Al mostrar a los príncipes afectados por pasiones humanas, la comedia del poder no les acerca a los ciudadanos de a pie, como podría parecer, sino al modelo de mitificación absoluta que supondrían los dioses griegos, también ellos víctimas de vicisitudes emocionales terrenas y, precisamente por esa causa, definitivamente inaccesibles en su mundo paralelo al nuestro.

Intentaba el otro día acabar de convencer a Enric Folch, de Paidós, para que publicara Le pouvoir sur scènes, lo último de Georges Balandier, uno de los señores del pensamiento francés del momento y que ha escrito muchísimo sobre las monarquías tradicionales africanas. Habla en ese libro de la teatrocracia que impera en nuestra sociedad actual, una sociedad en la que no es que el poder se teatralice sino que, como dice el bolero, ya no es más que puro teatro.

Esto es plenamente aplicable a nuestro caso. Si la impostura que Major planteó en el Parlamento británico cuaja, y no lo impide la abdicación, ocuparán el trono que deje vacante la reina madre y presidirán los grandes protocolos unos cónyuges que se van a pasar el resto de sus vidas -¡ya me dirán que remedio!- encornudándose el uno al otro. Pero ¿qué más da? Lo que cuenta es que siga el espectáculo y que los ciudadanos continúen contemplando, absortos y maravillados, como en los tiempos del barroco, la grandiosidad de los reales fuegos artificiales. La monarquía, cuanto más parodia de sí misma, mejor: tanto más encandilante le resultará a un público cada vez más adicto al ceremonial y al oropel, y si es televisado mejor.

Máxima expresión, junto con la payasada marine  en Somalia, del triunfo absoluto del simulacro, las desventuras afectivas de Carlos y Diana vendrán a reforzar la salud de la institución monárquica en el planeta. Porque el poder necesitó siempre de una dramatización que lo hiciera digno de acatamiento, y porque hoy el mundo de la política no se distingue en casi nada del de las variedades en general, la monarquía no está para nada en peligro. Antes al contrario, la evidencia confirma que no es casual que en la mayoría de países socialmente avanzados –Canadá, entre ellos- el poder estatal lo represente un soberano. Del todo comprensible, por lo demás, que tanto interés se muestre en España por mantener el pendón real en el lugar que le corresponde.

No nos engañemos. El poder político siempre se ha sostenido en un gran show. Trágico unas veces, esplendoroso otras y frívolo otras, pero en todo momento resultado de la constatación de que la lealtad de las gentes no puede en modo alguno depender sólo de la coacción. Era y es necesario que los súbditos asistan alucinados a la gran representación que se les ofrece, de la grandeza y vulnerabilidad del poder hecho carne entre nosotros. Un poder cuyo requisito fundamental es el mismo que aquel que Yves Montand, en una escena con Marilyn Monroe en El multimillonarío,  le exigía al varón seductor, ser lo bastante fuerte para que se le respete, pero también bastante débil como para que se le quiera.




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