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Artículo publicado en El Periódico de Catalunya, el 13 de diciembre de 1992
SIMULACROS REALES
Manuel Delgado
He aquí, en relación con este
apetitoso asunto del fracaso matrimonial de los herederos al trono de
Inglaterra, Carlos y Barby-Diana, una
magnífica oportunidad para explicar para qué demonios sirve que los
antropólogos le presten tanta atención al reino mossi de Yatenga, en Burkina
Fasso, a la realeza sakalaba de Madagascar, o el reino Quidah, en Dahomey. La
respuesta es que es estudiando sus modalidades más simples se llega a entender
cuál es el sentido último de la institución monárquica: la de mostrar la
autoridad del Estado como la consecuencia de una voluntad suprema e
incontestable.
Para que tal argumento resultara
eficaz, los reyes africanos se rodeaban de una colosal escenografía basada en
símbolos que hacían material la doble condición, carnal y divina, mortal pero a
la vez exterior y superior a lo humano, del poder que personificaban. Esa
sacralización del dominio del soberano, propia en apariencia de las realezas
primitivas, la volvemos a encontrar en el otro extremo del proceso de
modernización: en el hipertecnificado Japón, donde el emperador Akihito es
cabeza visible de una auténtica apoteosis de la monarquía como institución
ritual.
Lo que la comparación entre culturas
nos hace saber es que el poder se encubre siempre en esa complicada pompa que
pretende hacerlo aparecer ante sus súbditos como parte de la acción de los
dioses o los antepasados. Para ello, organiza toda una puesta en escena que
busca suscitar la fascinación de los administrados. Eso no significa que todo
poder necesite ser representado, sino que todo poder no es otra cosa en
realidad que el resultado de una representación, una ficción que cuanta más
mentirosa e inverosímil es, más obediencia moviliza. La diferencia entre las
monarquías africanas y las europeas actuales es que la divinidad pagana que
otorga la potestad aquí es una tal democracia, al ancestro que legitima se le
conoce como Historia y en algunos países al que rige se le llama paradójicamente Presidente.
Por eso se equivocan tanto quienes
especulan con lo que pueda tener la crisis matrimonial de los futuros soberanos
ingleses de amenaza para la estabilidad institucional británica. Al contrario.
Al mostrar a los príncipes afectados por pasiones humanas, la comedia del poder
no les acerca a los ciudadanos de a pie, como podría parecer, sino al modelo de
mitificación absoluta que supondrían los dioses griegos, también ellos víctimas
de vicisitudes emocionales terrenas y, precisamente por esa causa,
definitivamente inaccesibles en su mundo paralelo al nuestro.
Intentaba el otro día acabar de
convencer a Enric Folch, de Paidós, para que publicara Le pouvoir sur scènes, lo último de Georges Balandier, uno de los
señores del pensamiento francés del momento y que ha escrito muchísimo sobre
las monarquías tradicionales africanas. Habla en ese libro de la teatrocracia que impera en nuestra
sociedad actual, una sociedad en la que no es que el poder se teatralice sino
que, como dice el bolero, ya no es más que puro teatro.
Esto es plenamente aplicable a
nuestro caso. Si la impostura que Major planteó en el Parlamento británico
cuaja, y no lo impide la abdicación, ocuparán el trono que deje vacante la
reina madre y presidirán los grandes protocolos unos cónyuges que se van a
pasar el resto de sus vidas -¡ya me dirán que remedio!- encornudándose el uno al
otro. Pero ¿qué más da? Lo que cuenta es que siga el espectáculo y que los
ciudadanos continúen contemplando, absortos y maravillados, como en los tiempos
del barroco, la grandiosidad de los reales fuegos artificiales. La monarquía,
cuanto más parodia de sí misma, mejor: tanto más encandilante le resultará a un
público cada vez más adicto al ceremonial y al oropel, y si es televisado
mejor.
Máxima expresión, junto con la
payasada marine en Somalia, del triunfo absoluto del
simulacro, las desventuras afectivas de Carlos y Diana vendrán a reforzar la
salud de la institución monárquica en el planeta. Porque el poder necesitó
siempre de una dramatización que lo hiciera digno de acatamiento, y porque hoy
el mundo de la política no se distingue en casi nada del de las variedades en
general, la monarquía no está para nada en peligro. Antes al contrario, la
evidencia confirma que no es casual que en la mayoría de países socialmente
avanzados –Canadá, entre ellos- el poder estatal lo represente un soberano. Del
todo comprensible, por lo demás, que tanto interés se muestre en España por
mantener el pendón real en el lugar que le corresponde.
No nos engañemos. El poder político
siempre se ha sostenido en un gran show.
Trágico unas veces, esplendoroso otras y frívolo otras, pero en todo momento
resultado de la constatación de que la lealtad de las gentes no puede en modo
alguno depender sólo de la coacción. Era y es necesario que los súbditos
asistan alucinados a la gran representación que se les ofrece, de la grandeza y
vulnerabilidad del poder hecho carne entre nosotros. Un poder cuyo requisito
fundamental es el mismo que aquel que Yves Montand, en una escena con Marilyn
Monroe en El multimillonarío, le exigía al varón seductor, ser lo bastante
fuerte para que se le respete, pero también bastante débil como para que se le
quiera.