Desalojo de Geza Park, en Estambul, en junio de 2013. La foto es de Mstyslav Chermov |
Notas para la segunda parte de la clase del 13/1/15 de la asignatura Antropología de los espacios urbanos; la última.
Cualquier especulación que se organice en torno al concepto de
"masa", por muy abstractos que sean los atributos que le asigne,
nunca pierde de vista su dimensión más empírica, aquella que remite bien a las
multitudes que traginan por las aceras, hilvanando una forma particular de vida
social cuyo análisis continua siendo un desafío para las ciencias sociales,
bien a su súbita coagulación en forma de unidades sociales cuyo comportamiento,
por encima de su aspecto a veces desconcertante, insinúa la activación de
profundas lógicas sociales, capaces a veces de suscitar acontecimientos
históricos. La masificación de la multitud —es decir, la aglomeración durante
un periodo de tiempo de transeúntes que hacen un uso intensivo del espacio
urbano con fines expresivos— continua siendo no sólo un problema apasionante
para quienes creen que merece la pena esforzarse en entender —evocando a
Simmel— cómo es posible una sociedad
así, sino una cuestión fundamental para cualquier agenda política, que nunca
podrá ignorar la naturaleza central del control sobre las calles y sobre lo que
en ellas transcurre. Las masas quizás no sean ya un problema teórico para
filósofos y científicos sociales, pero no hay manual militar o policial en la
actualidad que no recoja un apartado destinado a su control.
Vemos, pues, que el problema
sigue siendo, para los poderes y para los productores de significado a su
servicio, el de las fusiones urbanas, es decir aquellas formas de vivencia
radical de los colectivo que parecen dirigidas desde niveles y por necesidades
que no pasan por el control de la conciencia individual ni sus determinantes
éticos, ni tampoco por instancias de mediación o encuadramiento que las doten
al menos a priori de argumentos racionales. Por supuesto que los individuos
concurrentes, quienes han acudido a la cita, lo han hecho por motivaciones cuyo
conocimiento se arroga la ciencia política; pero, una vez ahí, se ven
arrastradas por urgencias compartidas cuya satisfacción puede y debe prescindir
del lastre que supone, por ejemplo y para casos bien cercanos, la asunción
obediente de principios universales de mediación, como los relativos a esas llamadas "buenas
prácticas de ciudadanía" con las que se ha conseguido colonizar en buena
medida nuestras conciencias individuales.
Lo que Moscovici había llamado,
titulando un libro suyo, la era de las multitudes todavía no ha acabado: continuamos
en ella. No encontramos cada día y por doquier sino pruebas de ello. Desde las
revueltas contra los gobiernos socialistas de finales de los 80 hasta las
primaveras árabes y las grandes protestas de indignados de hace poco, pasando
por las movilizaciones antiglobalización de principios de los 2000 o los
motines en las periferias urbanas europeas o americanas, no han cesado en los
últimos años los estallidos de apropiación masiva de las calles y las plazas
para reprocharle a los poderes sus defectos. Su vigencia y su auge se
corresponde con lo que se han dado en llamar "movimientos sociales",
a los que el dialecto revolucionario había llamado hasta hace poco movimientos
de masas, solo que la coincidencia debe ser matizada: los movimientos sociales
no son movilizaciones, sino movimientos en un sentido literal, es
desplazamientos, locomociones, coincidencias físicas, actividades en que los
movilizados se mueven, se encuentran, circulan juntos, obturan vías urbanas y
las hacen suyas. En esos casos, los movimientos sociales no pueden ser sino masas, unificación de comportamientos y
de acciones por parte de cúmulos humanos en movimiento. Al margen de la forma y
la intensidad que asuman y de su dimensión contingente —impuesta por sus
respectivos contextos, es decir por la historia—, estas ocupaciones
impertinentes del espacio urbano, en cuanto han dejado de ser
"cívicas", han implicado una impugnación frontal de las elites
dominantes, han hecho temblar gobiernos y, en ocasiones, los han hecho caer. El "orden público" en las calles
está muy lejos de estar garantizado en las ciudades del mundo.
Ese continúa siendo el asunto que
ha acompañado toda la modernidad y que sigue activo incluso después de que ésta
haya sido dada por difunta y siempre como consecuencia de la agorafobia crónica
de unos poderes perplejos ante la madeja infinita de códigos desconocidos que
despliegan las multitudes cotidianas y el temor a las descargas de energía que
se producen cuando se coagulan. Desafiantes políticamente para cualquier poder
instituido y epistemológicamente para cualquier estudioso de la vida colectiva,
las masas, como ciertos dinosaurios, continúan ahí.
Capítulo aparte es el de en qué
forma todo lo expuesto se incorpora de algún modo a las prácticas
transformadoras reales, o al menos las de quienes las animan para que lo sean.
Uno puede responder a esa cuestión desde dos perspectivas. Una sería la
alentada por la convicción de que merece la pena todavía volver a intentar
derrocar al capitalismo y se pondría al servicio de la restauración de
tecnologías de análisis y de acción que habían sido canónicas en la izquierda
revolucionaria y que las últimas tendencias en lucha social parecían haber
descartado por obsoletas. En este caso se pondría del lado de intelectuales
como Slavoj Žižek a la hora de rescatar a Lenin del trastero teórico, en
nuestro caso por lo que hace al ya mencionado segundo capítulo del ¿Qué hacer?, el relativo al viejo
trabajo de masas, es decir a la importancia de ponerse al servicio de las
multitudes en acción —las antiguas masas, hoy llamadas "movimientos
sociales", al menos cuando pasan a la acción— para, parafraseando la
consigna zapatista, mandarlas obedeciéndolas, es decir produciendo ideología,
consignas, iniciativas que traduzcan su fuerza y su clarividencia en energía
histórica. Otra perspectiva —acaso más sincera, secretamente compatible con la
anterior—, sería la de quienes albergan serias dudas de que sea posible que,
por fin, algún experimento en pos de una sociedad justa y libre —o al menos más
justa y más libre— salga bien o al menos no sea un desastre.
Ese pesimismo es, con todo, lo bastante alegremente cínico como para que no derive en pasividad y no implique abandonar los combates sociales, sino incorporarse a ellos incluso con entusiasmo, pero siempre con la sonrisa de quien lo hace porque no tiene otra cosa más importante que hacer o no quiere perder amistades. Estos últimos somos de esos a los que las multitudes nos dan de vez en cuando alguna alegría, al abrir un diario o al ir a su encuentro para mezclarse —hacer masa— con ellas.
Ese pesimismo es, con todo, lo bastante alegremente cínico como para que no derive en pasividad y no implique abandonar los combates sociales, sino incorporarse a ellos incluso con entusiasmo, pero siempre con la sonrisa de quien lo hace porque no tiene otra cosa más importante que hacer o no quiere perder amistades. Estos últimos somos de esos a los que las multitudes nos dan de vez en cuando alguna alegría, al abrir un diario o al ir a su encuentro para mezclarse —hacer masa— con ellas.