Vecinos de Roquetes, en Barcelona, trabajando en las conducciones de agua para su barrio. Tomadas del documental "Històries de gent" |
Artículo publicado en El País, el 3 de febrero de 2000
MEMORIAS
URBANAS
Manuel
Delgado
Dos exposiciones en y sobre Barcelona han venido a
coincidir en el tiempo. Una, Passió per
la ciutat, en el Palau de la Virreina, es una exaltación de la figura de
Oriol Bohigas. La otra, Històries de gent,
en el Centro Cívico Via Favència, hace hablar a la gente mayor
del barrio de Roquetes a través de imágenes, objetos y palabras. La primera es
una apología del urbanismo; la segunda –mucho más humilde, mucho más
emocionante– lo es de su peor enemigo, aquello que todo urbanista quisiera ver
sometido o desactivado: lo urbano.
La comparación entre ambas exposiciones lo es entre dos
conceptos de la relación entre memoria y ciudad. De un lado la
memoria oficial, la de las monumentalizaciones que deberían servir para lo que
el propio Bohigas llamaba en Reconstrucció
de Barcelona «la «homogeneidad cuantitativa y cualitativa de la ciudad...,
lo que subraya la representación unitaria de la ciudad». Es decir la ciudad
desconflictivizada y unificada, a la medida de un poder político que ansía
hacerse con el control de un panorama social crónicamente confuso. Esa ciudad es una ciudad
translúcida, dócil, cuyos habitantes se prestan sumisos y entusiastas a hacer
de figurantes en una especie de superproducción hollywoodiense. La Barcelona
estética, la Barcelona guay de los técnicos de imagen, la Barcelona que se
subasta a las inmobiliarias, la Barcelona disciplinada que se ciñe a las
consignas de sus administradores.
Lejos del Palau de la Virreina, en Roquetes, pero también
allí mismo, a sus puertas, en las mismas Ramblas, está otra ciudad: la de los
viandantes y los moradores, la de las experiencias reales de gente real, una
ciudad hecha de rastros y de restos, de lo hecho, imaginado o deseado por una
multitud multiforme, de aspecto caótico y racionalidad oculta. Una espesa
niebla a ras de suelo. Ciudad secreta, interminada e interminable, puesto que
no es sino el trabajo que sin cesar la hace y la deshace. Ciudad opaca que los
jerarcas y sus arquitectos no ven y que tampoco les mira.
Buscando suplir por la vía ornamental y conmemorativa sus
carencias en materia de legitimidad, los planificadores han saturado Barcelona
de signos que les procuran la ilusión de que la ciudad se les parece. Levantan
para ello monumentos que enaltecen los mitos sagrados de la fundación, del hito
histórico, del héroe cultural, de un pasado que no es pasado de nadie, ni
siquiera de ellos. A la sombra de esos puntos de luz política en el embrollo
urbano, indiferentes a un alto significado que no les concierne, unos amantes
se besan, discurren los peatones, los jóvenes pactan citas, posan los turistas,
los abuelos toman el sol, juegan niños. Usos prosaicos que desacatan el
objetivo último de todo monumento, que es constituirse en polo de verdad
política en un espacio público que se nutre de lo que lo altera. Se nos recuerda
así que la politeia o administración de la civitas
nació de la necesidad de las castas económicas, sociales y políticas de
apaciguar la vida urbana, de hacer de ella lo que no es ni será nunca: un
organismo congruente, un paisaje programado, sin sobresaltos, sin
efervescencias espontáneas, por donde sólo transcurren las identidades que
previamente se han puesto en circulación y sólo sucede lo previsto.
El control sobre lo urbano –la urbs– es aquello a lo que todo orden institucional –la polis– aspira. En el plano simbólico se
confía esa tarea a los planificadores de ciudad. Creen éstos que trabajan la
forma urbana y no se dan cuenta de que lo urbano no tiene forma. Es un universo
polimórfico e innumerable, desbarajuste autoorganizado, suma móvil de expresividades
no pocas veces espasmódicas. Cohesionado, pero incoherente. Dicen que la ciudad
es un texto que se puede leer. Es posible. Lo urbano en cambio no. Lo urbano es
ilegible, puesto que es el resultado de códigos que se adaptan sobre la marcha
a incontables mensajes cruzados. De espaldas a la inexistente comunidad
política, la colectividad urbana, masas y seres que ajenos a lo concebido, se
entregan sin sueño a lo practicado.
En la exposición de Roquetes, una barriada obrera
levantada a mano por los inmigrantes, las imágenes, las cosas y las voces
concretas de seres humanos concretos nos advierten de lo que ocurre a los pies
de Bohigas, en esa imagen que recibe al visitante de la muestra en su honor y
que presenta al arquitecto-demiurgo erguido como un gigante sobre un plano de
Barcelona. Abajo, fuera de su mirada, una
inteligencia molecular hace rebosar la ciudad de otros monumentos, cada
uno de ellos relativo a un momento histórico, a un encuentro al más alto nivel,
a un combate incruento o terrible, a una derrota, a un levantamiento, a una
catástrofe, a un milagro o una gesta, a una defensa heroica o a un adiós para
siempre. Pero esos monumentos son implícitos, no aparecen en las guías ni en
los planos municipales, son invisibles para quiénes no los erigieron un día.
Registros escriturales polivalentes, inscripciones hechas con una caligrafía
delicada pero incomprensible. Infinita superficie en que cada cual reconoce
huellas propias y de otros. Lógica delirante y sabia que suma y remueve esa inmensa
red que forma lo inolvidable de los vivos, lo inolvidable de todos los muertos.
Urbanistas y gestores no saben nada de toda esa humanidad
al pie de la letra. Para ellos sólo cuentan sus tumbas vacías en medio de las
plazas, sus estetizadas chimeneas, sus obeliscos, sus monolitos, sus
grandilocuentes decorados verticales. Lo fálico de la ciudad. En cambio cada
una de esas reminiscencias mínimas que hallamos en Històries de gent es un centro que, a su vez, define espacios y
fronteras más allá de los cuales otros seres humanos se definen como otros en
relación a otros centros y a otros espacios. Lo uterino de la ciudad.
La ciudad: unos creen que la dominan desde arriba ;
los otros sencillamente, desde abajo, se apropian de ella. De un lado el
despotismo del proyecto y del plan. Del otro lo múltiple, lo diseminado, lo que
no se puede proyectar ni planificar. Contra un océano inconstante, contra los
emplazamientos efímeros y las trayectorias en filigrana, contra los cuerpos a
secas, contra ese ininteligible embrollo que se despliega ante sus ojos, las
instituciones políticas ocupan los espacios urbanos e intentan sobreponerle sus
nudos de sentido, los efectos ópticos que les devuelven una y otra vez su
propia imagen, las coartadas que les justifican. El diseñador de ciudad está
ahí para eso, para constituir las bases
escenográficas, cognitivas y emocionales de una identidad política que se
imponga por fin a una pluralidad inacabable de acontecimientos, ramificaciones,
líneas, accidentes, bifurcaciones. Movimiento perpetuo, ballet de figuras
imprevisibles, azar, rumores, interferencias..., Barcelona, el murmullo de la
sociedad.