La foto es de M. Vila y corresponde a las luchas del metal en vigo en 2009 |
Notas para los/las estudiantes de la asignatura Antropología Religiosa sobre la diferencia entre las perspectivas individualistas y colectivistas acerca de la acción de las masas.
SOBRE EL DESPRECIO LIBERAL A LAS MASAS
Manuel Delgado
Los desarrollos teóricos expuestos hasta aquí y procurados desde la escuela sociológica de Durkheim y Mauss o procedentes de la izquierda revolucionaria tienen en común que se sostienen a partir de la superioridad ontológica atribuida a lo colectivo sobre lo individual y, más en concreto, en la confianza en la creatividad y la inteligencia no consciente que emergen del comportamiento no planificado de conglomerados humanos en acción, por encima de las que resultan de la actividad calculadora de individuos y organizaciones. Esa visión, fundamentada en el principio mayor que reconoce la trascendencia de lo social sobre lo individual choca con otras perspectivas que se fundan en la inmanencia del individuo, tal y como queda instaurada como núcleo mismo del mundo moderno desde Descartes y la revolución puritana. La psicología de masas y la relectura en su seno de la noción de público vinieron a constituir reacciones teóricas ante la amenaza que para los valores del sujeto individual, soberano y consciente, suponía el creciente protagonismo de las multitudes urbanas, especialmente las levantiscas. Esta alarma ante el enseñoramiento de las muchedumbres era compartida también por quienes recogían el testigo de la vieja tradición aristocrática que, desde las eras clásicas –Platón, Tácito, Cicerón, Salustio, Filón...–, había venido insistiendo en la distancia irrevocable entre las élites y la plebe.
Eran castas intelectuales
parecidas las que ahora debían asistir al espectáculo, pavoroso para ellas, de
las grandes convulsiones revolucionarias que acompañan los procesos de
urbanización e industrialización a lo largo del siglo XIX –entre ellas en
especial la Comuna de París de 1871– y culminan en las grandes insurrecciones
obreras de las primeras décadas del siguiente siglo, una de las cuales, la de
Rusia en 1917, consigue por primera vez derrocar el poder instituido y hacerse con
el control de la nación. Esas catervas desbocadas que osaban obstaculizar las
dinámicas de apropiación capitalista del mundo e impedían el control
gubernamental sobre las ciudades eran vistas por las clases dominantes y sus
intelectuales como una especie de abominación a través de la cual se hacía manifiesto
no sólo el resquebrajamiento de lo que quedaba de la vieja y añorada comunidad
primaria, sino también la inviabilidad de los valores morales que la
civilización burguesa había asignado al individuo como nuevo rey de la
creación. La multitud era, desde tal perspectiva, contemplada como objeto que
negaba al sujeto, una cosificación que le permitía o le obligaba a renunciar a
su capacidad de raciocinio y le eximía de toda responsabilidad ética.
El desdén contemporáneo hacia las
multitudes urbanas lo encontramos en la raíz de toda una línea de producciones
teóricas que arrancan en el pensamiento contrarrevolucionario francés de la
primera mitad del XIX: Bonald, Chautebriand, de Maistre; en España Donoso
Cortés. Esa primera crítica moderna a las masas hemos visto que encuentra su
formalización teórica de la mano de la primera psicología de masas, que
establecería las bases positivas para una ciencia de las multitudes en
condiciones de determinar qué hacía de ellas esa hidra a la que al mismo se
despreciaba y se temía. Es de ese tipo de nuevo agregado humano —las masas— del
que el lenguaje político de la modernidad hablará permanentemente en tanto que
pesadilla que convierte las ciudades en ingobernables, puesto que en ellas se
expresa una fuerza elemental y torpe, abandonada a periódicos estallidos de
irracionalidad, cuya naturaleza y mecanismos era perentorio dilucidar. En gran
medida, pues, bien diríamos que la redención moral de la masa, el rescate de su
estolidez crónica y la liberación de su esclavitud respecto de sus propias
pasiones, su conversión, en una palabra, en sujeto soberano dotado de voluntad
racional, están entre los principales objetivos de la Modernidad como proyecto.
En el estado en que se
manifiestan habitualmente, las masas no sólo son detestadas desde todas las modalidades
de aristrocraticismo, que sólo las contemplan como destinadas a la obediencia
mediante la mezcla de disciplina y
embeleso que se les impone desde personalidades superiores. También son
incompatibles con el propio proyecto de la democracia representativa, basada en
su origen, como se sabe, en la autonomía de las conciencias iluminadas por la
fe y la gracia en la elección del propio camino moral, es decir en la imagen
calvinista del ciudadano cristiano, origen
y materia prima del pensamiento político moderno. Como una amenaza ante la
primacía del individuo, toda la tradición republicano-liberal del XIX aprovecha
la mínima oportunidad para expresar su desconfianza hacia ese nuevo ente
político colectivo que ha irrumpido en escena con fuerza en las ciudades y cuyo
rasgo es precisamente que está compuesto por sujetos que de pronto han devenido
entidades sin consciencia de sí. Piénsese en la aversión que sentía hacia el
populacho organizado un teórico fundamental para el pensamiento liberal como
Tocqueville, tal y como vemos reflejado en diversos comentarios de su segundo
volumen de La democracia en América. Lo mismo por lo que hace a John
Stuart Mill, que expresa aquí y allá en su obra preocupación viendo como el
poder no está en manos del individuo, sino de las masas, que han acabado
imponiendo su veleidosa voluntad a los gobiernos.
Reflexiones análogas las
encontraremos en otros grandes teóricos: Mosca, Pareto, Robert Michels,
Scheller, T.S. Eliot..., siempre en ese mismo tono de añoranza de los viejos
lazos comunitarios, ahora rotos, la derogación de los valores esenciales, así
como de pesar ante la imposibilidad de la emergencia de individuos plenos bajo
el peso de los principios y comportamientos unificadores que caracterizan el
mundo moderno. Sin duda la obra más conocida de esa línea de pensamiento es La
rebelión de las masas, publicada por Ortega y Gasset en 1917, en la
que el pensador desarrolla su incomodidad ante el abigarramiento humano que conoce
la vida en las ciudades, el gentío que se aglomera por doquier y lo invade
todo, sin opinión, sin criterio, pero que, paradójicamente, recibe la
posibilidad de imponer sus caprichos como forma de gobierno. Por masa no
entiende Ortega sólo las muchedumbres revoltosas, sino, en general, la purria
indiferenciada de personas sin opinión ni voluntad propias: "La masa es el
conjunto de personas no especialmente cualificadas. No se entienda, pues, por
masas sólo ni principalmente las 'masas obreras'. Masa es el 'hombre medio'. De
este modo se convierte lo que era meramente cantidad –la muchedumbre– en una
determinación cualitativa: es la cualidad común, es el mostrenco social, es el
hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un
tipo genérico". Ortega habla pues de la "nostalgia del rebaño"
que constituye la preeminencia de "lo colectivo" y que se traduce en
"odio al liberalismo", que no es una ideología o proyecto político,
sino "una idea radical sobre la vida: es creer que cada ser humano debe
quedar franco para henchir su individual e intransferible destino".
Por mencionar otro ejemplo más de esa sensibilidad a propósito de la amenaza de las masas para la instauración del yo autosuficiente como fuente de toda certeza última y núcleo de todo orden civilizado: Georg Simmel. Es Simmel en Cuestiones fundamentales de sociología (Gedisa), en 1917, quien advierte de lo que llama "la tragedia sociológica", la inferioridad intrínseca de lo social respecto de lo individual, o cómo las cualidades más cultivadas, espirituales e incomparables del individuo hacen improbable cualquier forma de coincidencia, de mutua dependencia y menos todavía de unificación, al contrario de lo que ocurre con sus aspectos más sensitivos, mucho más proclives a generar una dinámica de semejanzas y contigüidades que, a su vez, exacerbada, desemboque en estados de "nerviosidad colectiva", y de ahí a la formación de masas activas. En su seno, el individuo se vería abducido por un estado de ánimo en que reconocería sentimientos dormidos en su propio interior, que, ahora, conforman una ola de frenesí que le arrastra y que le hace arrastrar a otros con él. En esas situaciones, sometido a leyes casi naturales incompatibles con la libertad, inhibidas la sensatez y la responsabilidad características del sujeto-individuo, quien Simmel presenta como sujeto-masa obtiene, como consecuencia paradójica de la obnubilación de su conciencia ética, una certidumbre acerca de los objetivos a cubrir y los enemigos a vencer que el individuo, dubitativo y contradictorio siempre como producto de su vocación de autoconsecuencia, de jamás. No son propias de las masas las vacilaciones propias del individuo, sus dudas, sus escrúpulos. Menos todavía sus ambigüedades. "La masa no miente, ni disimula".