Nota para los estudiantes de la asignatura Antropología de los Espacios Urbanos, del Máster de Antropología y Etnografía de la Universidad de Barcelona, enviado el 22 de octubre de 2014
SOBRE EL FONDO RITUAL DE LOS FENÓMENOS DE MASAS
Manuel Delgado
En esa línea, la renovación de
las teorías de la conducta colectiva planteada sobre todo desde el
interaccionismo simbólico insistió en las condiciones de agrupación compacta
como fundamento para una aceleración de las transacciones cruzadas entre
individuos, auténtica infraestructura casi fisiológica que propicia lo que se
presenta como conectividad y en la que se concreta, en forma de acción enérgica
y expeditiva, una certeza compartida sobre determinado bien a alcanzar y
determinados mal a vencer como sea, ahora y aquí. Esa lucidez súbita,
transformada en presencia literal de una fuerza social en que se unifican
momentáneamente perspectivas de acción e interpretación hasta entonces diferenciadas,
ayudada por un fracaso momentáneo en los mecanismos de control gubernamental,
es lo que puede producir estallidos sociales que en ocasiones han tenido
efectos en la estructuración misma la vida colectiva.
Desde su interpretación en clave relacional,
los fenómenos de acción colectiva son acontecimientos sociales en los que no
sólo un gran número de personas actúan de manera simultánea y coordinada, sino
que experimentan una considerable alteración de lo que se supone que sería su
comportamiento habitual aceptable. Esta interrupción de la normalidad, por otra
parte, conduce a los intervinientes en una multitud coagulada a un cuadro de desindividuación,
es decir a un estado psíquico de menoscabo de la propia identidad y de desactivación
de los mecanismos de inhibición asociados a los principios éticos que rigen la
actuación personal en condiciones consideradas normales. Ahora bien, esa
inutilización de los dispositivos que autoregulan la conducta y que justifican
que las personas se desentiendan de las normas ordinarias, conduce a comportamientos
que sólo son irracionales en su aspecto, pero que en realidad aparecen puestos
al servicio de dinámicas societarias complejas, en circunstancias en que se
cree posible y urgente expresar un estado de ánimo compartido, alterar un
determinado estado de cosas o alcanzar un objetivo importante, o todo ello al
mismo tiempo. En ese marco, también la naturaleza refleja de las reacciones
colectivas es un efecto óptico. En realidad, podría demostrarse que los individuos
que entran en estados de masa no dejan de saber qué están haciendo, aunque sea
de manera no del todo consciente. Tratándose como se trata de auténticos
trances compartidos, se les puede aplicar el tipo de apreciaciones que la
antropología ha formulado en relación a los fenómenos extáticos –chamanismo, posesión,
arrebato místico–, cuyos protagonistas individuales viven una experiencia
ambigua en el curso de la cual consiguen convencerse y convencer a otros de que
su yo personal ha quedado por así decirlo anonadado, su responsabilidad en
suspenso y su cuerpo puesto al servicio de fuerzas percibidas como externas,
que se conceptualizan en tanto que extraordinarias, pero que no son sino sociales.
Esta última consideración ya está
apuntando a la excelente disposición que tiene la antropología social para el análisis cualitativo de los fenómenos
de masas, ya definitivamente desactivada su reputación como irracionales. Tanto
en un caso como en otro la tipificación en tanto que rituales de ciertas formas
de conducta colectiva permite segregar aquellas completamente desregularizadas
—a la manera, por ejemplo, de una estampida de pánico— de aquellas otras en que
es posible distinguir protocolos de acción repetitiva en concordancia con
ciertas circunstancias, a la manera de una fiesta popular o, como en el caso
que aquí nos interesa, de una movilización social. Esto es así incluso cuando se
producen violencias aparentemente incontroladas que, atendidas con detalle,
advierten cómo su objetivo nunca es exclusivamente dañar, sino hacerlo siguiendo
un repertorio de gestualidades codificadas culturalmente y con objetivos que
siempre presentan aspectos simbólicos, es decir no meramente instrumentales. De
hecho, no se olvide que manifestaciones, mítines, motines y otras expresiones
análogas han sido recurrentemente tipificadas como rituales políticos contemporáneos,
a los que, en consecuencia, cabe aplicarles el utillaje conceptual que la
antropología viene empleando para el estudio de los ritos en general y a la
manera como estos aparecen comprometidos en la adhesión de los individuos a los
valores axiomáticos de la sociedad, pero también en la generación de descargas
de fuerza bruta que podrían hacer o hacen posible cualquier cambio en cualquier
dirección. Ese sería precisamente en el caso de las expresiones de lo que
veíamos que Durkheim y su escuela definían como efervescencia colectiva, que constituirían
ilustraciones inmejorables de en qué consiste y cómo actúa lo que los
antropólogos llamamos eficacia ritual.
La asunción de la actividad
fusional por el campo de estudio del ritual tiene, por lo demás, otra
implicación importante, por cuanto cabe aplicársele el criterio canónico que en
etnología religiosa hace primar la conducta ritual sobre su justificación
mitológica, siendo la segunda derivación o mera racionalización de la primera.
Ello hace que la interpretación desde tal perspectiva, aplicada a los
comportamientos fusionales, coloque en
primer término su funcionalidad en orden a promover y reafirmar la cohesión
social, siendo su tarea fundamental la de desplegar energías que son circulares
y no finalistas en el caso de los fenómenos festivos, y direccionales en el de
las movilizaciones de índole cívicopolítica, con diferentes expresiones
graduales intermedias entre unas y otras. Ese matiz, derivado de la
tipificación de la acción colectiva en la calle como de orden ritual, permite
distinguir su naturaleza de la de los llamados movimientos sociales tal y como
los estudian el análisis de redes, la teoría de la acción racional, la economía
de las prácticas o el análisis de los procesos políticos en general. Si para
estas miradas, las agregaciones de gente en espacios urbanos serían explicables
a partir de los motivos explícitos de convocantes y convocados, para las
teorías del ritual constituirían ejemplos de dramas públicos al servicio de la
integración interna y la comunicación externa de la identidad conflictual de
determinados segmentos sociales, en los que se escenifican y relatan, más allá
de los contenciosos que justifican el encuentro, memorias, fraternidades,
proyectos, viejas y nuevas afrentas..., todo aquello que se traduce en fuerza,
número y presencia y que concreta procesos simbólicos cuya rentabilidad larvada
trasciende de largo las razones conscientes de quienes han acudido a la cita.
En clase propuse el paralelismo
con la explicación de por qué continúan produciéndose manifestaciones de calle,
a pesar de que su eficacia en orden a incidir en lo real es más que relativa,
es del mismo orden que la que resolvería, por ejemplo, el enigma de por qué los
habitantes de una determinada población sacan en procesión la imagen de la Virgen local para que llueva, a pesar de que
nunca se haya conseguido que caiga una sola gota como consecuencia de haberlo
hecho en otras ocasiones
En relación a esto último, los
abordes etnográficos que han recibido movilizaciones sociales en la calle o
incluso lo que se da en llamar alteraciones del orden público, no han tenido
que hacer mucho más aplicar a esos objetos protocolos de investigación —metodológicos,
descriptivos, interpretativos, comparativos— que la antropología lleva
aplicando desde hace mucho al estudio de las fiestas populares, de las que no dejan
de ser una variante: observación participante en su transcurso, conocimiento
contextual, preparación, establecimiento de la composición, entrevistas en
profundidad a participantes luego... En el nivel del análisis, esta óptica ha
permitido trascender las explicaciones provistas por la teoría política o la
sociología de los movimientos sociales, que no han sobrepasado en su
interpretación las intenciones manifiestas de los intervinientes, reconociendo diversos
niveles de interpretación de los hechos a analizar, los más importantes de los
cuales no tienen por qué aparecer en la conciencia de quienes los protagonizan
o lo hacen de manera difusa.