La foto es de Pilar Luna |
Entrada del blog Seres Urbanos de El Pais, del 17 de julio de 2017
LA NOCHE DE LAS HOGUERAS URBANAS
Manuel Delgado
Seguramente es la noche del solsticio de verano, la Nit de Sant Joan, cuando Barcelona conoce su fiesta más popular y masiva. Hace unos días, la víspera del 24 de junio, pocos se atrevieron a desafiar la maldición que, según la leyenda, caerá sobre quienes se atrevan a pasar la velada bajo techo y se nieguen a bajar a la calle a mezclarse con los demás. Y no se negaron. Y salieron a la intemperie a celebrar en el fondo que existía y que nadie está solo.
Hay en todo este asunto de las fiestas populares un notable malentendido, que se repite en especial en relación con fiestas como esta. Cuando se vindican se hace en nombre de la exaltación de tradiciones, presentadas como ritos cuyo origen "se pierde en la noche de los tiempos". Pocas veces se explicitan las funciones culturales, psicológicas y sociales que una celebración como esta u otras ejercen poderosamente. Se trata de proteger lo que se presenta como una supervivencia ancestral, algo así como una especie de pecio cultural que se exhibe luego de su rescate, al que se le permite existir por pura inercia, perdidas ya irremisiblemente sus antiguas cualidades mágico-religiosas y restringida su virtud a la de exaltadora de presuntos rasgos identitarios.
Una de las costumbres que le dan personalidad a esta noche de fiesta es la de la encendida de hogueras. El pasado 23 de junio, al anochecer, se encendieron un total de 27, cinco más que el año pasado, todas organizadas por asociaciones vecinales y con autorización municipal. Hace algunas décadas, a mediados de los años 60 del siglo pasado, se quemaban más de mil, todas instaladas por pandillas de preadolescentes y, por supuesto, sin permiso de nadie.
¿Qué había pasado para que una tradición que movilizaba a miles de niños y niñas y llenaba calles y plazas de fuegos, haya prácticamente desaparecido y solo sobreviva en su versión formal e institucionalizada?
Como siempre, hay varias razones: los procesos de urbanización, los cambios en los hábitos de ocio infantil y familiar, la preocupación de las autoridades –exasperante en Barcelona– por mantener ordenado el espacio público… Pero, por encima de todo, la más determinante es la relacionada con la casi desactivación de formas de sociabilidad infantil que habían caracterizado hasta hace poco la vida en los barrios. Era la chiquillería –esas sociedades infantiles informales a las que en catalán se llama la canalla– la que celebraba esa noche su gran fiesta. De esa asociación entre infancia y la Nit de Sant Joan a la que Joan Manuel Serrat dedicará una para muchos inolvidable canción –«doneu-me un troç de fusta per cremar...»–, evocando una experiencia al tiempo individual y colectiva de una enorme intensidad, pero de la que ya solo queda el recuerdo de quienes, de niños, fueron más libres que sus hijos y sus nietos.
La misma alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, subraya en su semblanza oficial el valor de esta vivencia en su página oficial de presentación, cuando habla de su infancia, en las postrimerías de la década de los setenta y principios de los ochenta del siglo pasado. Nos dice: "Crecí jugando en las calles del Guinardó, entonces un barrio tranquilo donde podía jugar en la calle con mis hermanas y los vecinos de la calle. [...] De mi infancia recuerdo la vida en la calle, las hogueras de San Juan que hacíamos con los niños del barrio recogiendo madera de casa en casa "
Recoger memorias como esa es a lo que dedicaron dos años un equipo de jóvenes investigadores del Observatori d'Antropologia del Conflicte Urbà de la Universitat de Barcelona, que, a lo largo de casi dos años de trabajo, entrevistaron a más de 200 personas entre 50 y 70 años, que les narraron cómo se desarrollaba la recogida y custodia de la madera y la preparación y encendido de las hogueras a cargo de ellos mismos, cuando tenían entre 8 y 14 años. Ahora aparece el informe final de la investigación en forma de libro: La ciutat de les fogueres. Els focs de Sant Joan i la cultura popular infantil de calle en Barcelona, publicada por la Editorial Pol·len y de la que esperemos que pronto podamos contar con una versión al menos en español. Han organizado la edición Marta Contijoch y Helena Fabré Nadal.
En libro se explica hasta qué punto la costumbre de encender hogueras en las calles fue perseguida desde el siglo XVIII y hace una recopilación de testimonios literarios de la importancia vital de esta fiesta para generaciones de barceloneses. Imposible hablar de esta ciudad, en cualquier momento de su historia contemporánea, sin que ocupe su lugar una noche en que siempre pasaba algo importante: Mercè Rodoreda, Juan Marsé, Joan Salvat-Papasseit, Carmen Laforet, Miquel Martí i Pol, Gil de Biedma, Marta Pessarrodona, Gabriel Ferrater, Josep Carner, Joan de Sagarra, Eduardo Mendoza, José Agustín Goytisolo, Eugeni d'Ors, Ana María Matute...
La obra también brinda información sobre la ubicación de las diferentes hogueras, lo que hacía posible una cartografía simbólica de la ciudad de la que los puntos fuertes eran los lugares donde se levantaban: descampados, solares, plazas , cruces... Pero sobre todo lo que en este libro se encuentra es la evocación de cómo se procedía para llevar a cabo todo el protocolo que las pandillas llevaban a cabo desde semanas antes de la fiesta y que iba de la recogida de muebles viejos casa por casa a cuando se apagaban las últimas brasas de la hoguera, pasando por la elección de un escondite que protegiera lo recolectado de los otros grupos de niños y de las brigadas municipales, la vigilancia del depósito a lo largo de días, el montaje de la pira, su encendido y todas las actividades que giraban en torno suyo mientras ardía.
Esta indagación etnográfica, completada con un ingente trabajo de archivo, le permite a los autores del estudio establecer una teoría a propósito de las razones del declive y la ya práctica extinción de la costumbre, relacionándolos con diversos factores, como fueron cambios sociales relativos al uso del tiempo libre de las familias, las dinámicas de urbanización y automovilización, la intensificación de una ya antigua obsesión persecutoria contra estas prácticas por parte de las autoridades municipales, pero sobre todo la disolución del sistema de representación y acción que hacía posibles y necesarias formas de apropiación colectiva del espacio público que fueron inseparables de la sociabilidad de barrio y, en concreto, del papel que jugaban los grupos de jovenzuelos, que encontraban en el espacio que se abría entre la casa y la escuela, en lo que fuera el marco para una experiencia de libertad, autonomía y creatividad que los niños y niñas de hoy ya no conocerán.