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Apuntes para la asignatura Antropología de los Espacios Urbanos, 2/10/14
ESTRUCTURA Y FUNCIÓN EN LA SOCIEDAD DE LAS ACERAS
Manuel Delgado
En la clase continuamos defiendo en que consistiría esa antropología de los espacios urbanos, entendida como una antropología de los espacios de y para lo urbano, tal y como lo definimos en la clase anterior a partir de Henri Lefebvre. En realidad no estaríamos hablando de una variante de antropología ecológica cuyo nicho serian las calles. El asunto central para una antropología de las calles lo constituiría una animación social en buena medida automática, compuesta mayoritariamente por lo que el interaccionismo llama los avatares de la vida pública, es decir el conjunto de agregaciones casuales que se forman y se diluyen continuamente, reguladas por normas conscientes o inconscientes, con frecuencia no premeditadas, niveles normativos que se entrecruzan y se interponen, traspasando distinciones sociales u órdenes culturales más tradicionales. Un objeto de conocimiento como ese plantea problemas ciertamente importantes en orden a su formalización, precisamente por estar constituido por entidades que mantienen entre sí una relación que es, por definición, endeble. Es más, que parecen encontrar en ese temblor que las afecta el eje paradójico en torno al cual organizarse, por mucho que siempre sea en precario, provisionalmente.
Os llamé la atención acerca de que en su
pretensión de constituirse en la ciencia comparativa de un tipo determinado de
sistema vivo –el constituido por las relaciones sociales entre seres humanos–
la antropología ha seguido de manera preferente un modelo que se ha reconocido
competente para analizar configuraciones socioculturales estables o
comprometidas en dinámicas más o menos discernibles de cambio social,
realidades humanas cuajadas o que protagonizan movimientos teleológicos más
bien lentos entre estados de relativo equilibrio. En efecto, la antropología y
el grueso de las demás ciencias sociales han venido asumiendo la tarea de
analizar, así pues, estructuras, funciones o procesos que de modo alguno podían
desmentir la naturaleza orgánica, integrada y consecuente que se les atribuía.
A pesar de ello, nada impide continuar
insistiendo en la validez de axiomas como los que han venido sosteniendo la
gran tradición de la antropología social europea. De acuerdo con ello, la tarea
de la ciencia social continúa siendo la de explicar, en el sentido de
que se trata de poner de manifiesto cómo unos hechos –y sus propiedades– están
en relación con otros hechos –y con sus propiedades– y cómo esa relación entre
hechos y propiedades puede ser reconocida como constituyendo un sistema, por
muy inestable que sea. Las hipótesis remiten a ese objetivo. Otra cosa es que
estemos en condiciones de elaborar leyes, lo que requeriría aceptar que
cualquier generalización empírica obtenida pueda verse –y se vea de hecho–
constantemente distorsionada por excepciones que advierten de la presencia de
un orden de fluctuaciones activado y activo en todo momento.
Por otra parte, el en tantas ocasiones denostado
principio funcionalista no deja de encontrar, en ese contexto definido por la
presencia de unidades sociales muy inestables, un ámbito en que reconocer sus
virtudes, puesto que en él puede apreciarse de forma privilegiada no sólo cómo
funciona un orden societario, sino el esfuerzo de sus componentes por
mantenerlo a flote, luchando como pueden contra lo que de improviso se ha
revelado como la naturaleza quebradiza de toda estructuración social.
Las implicaciones epistemológicas del espacio
urbano como objeto de observación, descripción y análisis antropológicos deben
partir de que la actividad que en él se produce se asimila a las formas de
adaptación externa e interna que Radcliffe-Brown atribuía a todo sistema social
total en su introducción a Estructura y
función en la sociedad primitiva (Península). La matriz teórica del viejo
programa estructural-funcionalista no pierde vigencia y debería poder ramificar
su propia tradición hacia el estudio de las coaliciones peatonales, es decir la
asociación que emprenden de manera pasajera individuos desconocidos entre sí
que es probable que nunca más vuelvan a reencontrarse.
La definición que Radcliffe-Brown propone de proceso social se antoja
especialmente adecuada para tal fin: “Una inmensa multitud de acciones e
interacciones de seres humanos, actuando individualmente o en combinaciones o
grupos.” El tipo de sociedad que
resulta de la actividad humana en espacios urbanos cumple, en cualquier caso,
los requisitos que, según Radcliffe-Brown, deberían permitir reconocer la
presencia de una forma social. Tenemos ahí, sin duda, una ecología, un
nicho o entorno físico al que amoldarse, no sólo constituido por los elementos
morfológicos más permanentes –las fachadas de los edificios, los elementos del
mobiliario urbano, los monumentos, etcétera–, sino también por otros factores
mudables, como la hora, las condiciones climáticas, si el día es festivo o
laboral y, además, por la infinidad de acontecimientos que suscitan la
versatilidad inmensa de los usos –con frecuencia inopinados– de los propios
viandantes, que conforman un medio ambiente cambiante, que funciona como una
pregnancia de formas sensibles: visiones instantáneas, sonidos que irrumpen de
pronto o que son como un murmullo de fondo, olores, colores..., que se
organizan en configuraciones que parecen condenadas a pasarse el tiempo
haciéndose y deshaciéndose.
También hay ahí una estructura social,
pero no es una estructura finalizada, sino una estructura rugosa, estriada y,
ante todo, en construcción. Nos es dado contemplarla sólo en el momento
inacabable en que se teje y se desteje y, por tanto, nos invita a primar la
dimensión dinámica de la coexistencia social sobre la estática, por emplear los
términos que el propio Radcliffe-Brown nos proponía. En esa simbiosis constante
puede encontrarse, en efecto, normas, reglas y patrones, pero estos son
constantemente negociados y adaptados a contingencias situacionales de muy
diverso tipo. Vemos producirse aquí una auténtica institucionalización del
azar, al que se le otorga un papel que las relaciones sociales plenamente
estructuradas asignan en mucha menor medida.
Existen principios de control y definición, como
los que nos permitirían localizar una estructura social, sólo que, a diferencia
de los ejemplos que Radcliffe-Brown sugería –la relación entre el rey y su
súbdito o entre los esposos–, el control es débil y la definición escasa.
Podríamos decir que la vida social en espacios públicos se caracteriza no tanto
por estar ordenada, como por estar permanentemente ordenándose, en una labor de
Sísifo de la que no es posible conocer ni el resultado ni la finalidad, porque
no le es dado cristalizar jamás, a no ser dejando de ser lo que hasta entonces
era: específicamente urbana, es decir, organizada a partir y en torno a
la movilidad.
Por último, y para acabar de cumplir el
repertorio de cualidades propuesto por Radcliffe-Brown a la hora de abordar
científicamente lo social, tenemos ahí una cultura, en el sentido del
conjunto de formas aprendidas que adoptan las relaciones sociales, en
este caso marcadas por las reglas de pertinencia, asociadas a su vez a los
principios de cortesía o urbanidad que indican lo que debe y lo que no debe
hacerse para ser reconocido como concertante, es decir sociable. Ello se
traduce, es cierto, en valores sociales y presiones institucionales. Ahora
bien, esos valores y esas presiones se fundan en el distanciamiento, el derecho
al anonimato y la reserva, al mismo tiempo que, porque los interactuantes no se
conocen o se conocen apenas, los intercambios están basados en gran medida en
las apariencias, por lo que los malentendidos y las confusiones son frecuentes.
Por descontado que la sociedad urbana, en tanto
que asunto discernible desde las ciencias sociales, está dotada –como hubiera
reclamado Radcliffe-Brown– de estructura y función. Existe en el
espacio urbano una estructura, en el sentido de una morfología social,
una disposición ordenada –en buena parte autoordenada, cabría matizar– de
partes o componentes, que son personas, entendidas como moléculas
indivisibles que ocupan una posición prevista para ellas –pero revisable en
todo momento– en un cierto organigrama relacional y que se vinculan entre sí de
acuerdo con normas, reglas y patrones. Éstos no están nunca del todo claros, de
modo que se han de interpretar y con frecuencia inventar en el transcurso mismo
de la acción. Por supuesto que a esa forma social viva le corresponde un
sistema de funciones, es decir una fisiología social, cuya tarea es mantener
conectada la estructura de ese orden –ciertamente relativo, inacabado e
inacabable– con un cierto proceso.
Tenemos también ahí auténticas instituciones,
puesto que la calle es sin duda una institución social, en el sentido de un
tipo o clase distinguible de relaciones e interacciones. En este caso, al
espacio urbano se le asignan tareas estratégicas en la conformación de las
aptitudes sociales del individuo, tareas en las que se ponen a prueba las
competencias básicas de cada cual para la mundanidad, es decir para la relación
con desconocidos, sin contar toda la ingente cantidad de hechos sociales
totales –de microscópicos a grandiosos– que la adoptan como escenario. Tanto
para los individuos como para cualesquiera colectividades la calle o la plaza
son proscenios en los que se desarrollan dramaturgias que pueden alcanzar valor
estratégico y derivaciones determinantes. El aparente desorden que parece
reinar a veces en la actividad de las aceras es, de este modo, una estructura
social u ordenación de personas institucionalmente controlada o definida y en
la que cada cual tiene asignado un papel o rol, por mucho que cada una de esas
posiciones que cada cual ocupa se vea afectada por dosis de ambigüedad mucho
mayores de las que podría experimentar en otro contexto.
Traje a clase algunos materiales que
ilustraban cómo se habían aplicado este tipo de perspectivas: dos libros William
H. Whyte, Whyte, William H. 1985. Rediscovering the
Center (Doubleday) y The Social Life of Small Urban Spaces, (Projet for Public Spaces), así como Analyzing Social Settings, de John Lofland y Lyn H Lofland (Wadsworth).
Insistí en mostraros a Erving Goffman como el referente
teórico fundamental en los estudios sobre sociabilidad pública y traje para que
hojearais Sociologías de la situación, (La Piqueta); La presentación de
la persona en la vida cotidiana (Amorrortu) y Los momentos y sus hombres (Paidós). Para insistir en la idea de lo
urbano, os lei algunos párrafos de El
derecho a la ciudad, de Lefebvre (Península). También algunos párrafos de Mi corazón al desnudo, de Baudelaire
(Melusina).