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Comentario para Sofia Papadopoulou, estudiante visitante investigando sobre la resistencia a los CIE en Barcelona, enviado en junio de 2015.
SOBRE LA FUNCIÓN SIMBÓLICA DEL "INMIGRANTE"
Manuel Delgado
Lo que te comentaba el otro día es la conveniencia de
aplicarle al llamado "inmigrante" esa doble lectura que lo haría, por
evocar el contraste entre la interpretación del totemismo de Radcliffe-Brown y
Lévi-Strauss, al mismo tiempo "bueno para comer" y "bueno para
pensar". Es ahí donde contrastan dos acepciones del término función. Una entidad dada puede cumplir
una función en el sentido organicista –el que adopta Radcliffe-Brown–, es decir
en el de la tarea productiva y dinámica que un órgano determinado lleva a cabo al
servicio del buen funcionamiento de una determinada morfología estructural.
Pero también puede cumplir una función en el sentido lógico-matemático, en el
sentido de relación entre variables mútuamente dependientes en el plano formal.
Es en ese último sentido que Lévi-Strauss puede hablar de “función simbólica”,
adoptando ese valor de la glosemática, que lo entendería en tanto que equivalente
de la función semiótica o capacidad que un signo tiene de expresar un contenido
inicialmente amorfo que le es externo, pero del que acaba siendo solidario.
En Lévi-Strauss la noción de función simbólica remite a
un determinado tipo de operaciones cuya labor, ejercida desde el inconsciente, es
la de imponer formas dadas a contenidos cualesquiera, con el objetivo no de
remitir unos hechos a sus causas objetivas, sino más bien de articularlos en
una totalidad congruente y significativa, organizarlos de tal manera que el
producto final permita integrar datos contradictorios, integrar experiencias
fragmentarias poco o nada formuladas, objetivar sentimientos confusos, etc. Por
supuesto que la función orgánica y la función simbólica no son incompatibles.
Un objeto del mundo perceptible puede ser útil, e incluso fundamental, en orden
al mantenimiento de una determinada estructura social, gracias a su papel en el
plano tecnoecológico y tecnoeconómico, y al mismo tiempo convertirse en un
instrumento al servicio de la inteligibilidad de la experiencia. El propio Lévi-Strauss proponía como ejemplo
la posibilidad de que en una misma consciencia convivan, de manera no
excluyente y hasta complementaria, la atribución de las causas de una guerra a
los avatares de un proceso de emancipación nacional y a las maquinaciones de
los traficantes de armas, es decir al mismo tiempo a motivaciones de orden
simbólico-identitario y estrictamente materiales.
Por ello, el inmigrante es no sólo pieza fundamental de
un sistema de producción basado en la explotación humana o una garantía para el
relevo generacional, sino un auténtico personaje
conceptual, en el sentido que Deleuze
y Guatari sugerían para esa noción en su introducción a Qué es filosofía (Anagrama). Un determinado sistema de
representación genera, como el filósofo al que se refieren Deleuze y Guatari,
sus propios personajes conceptuales, es decir personalidades mediante las
cuales un complejo social puede pensarse a si mismo como otro, y como otro al
que se encarga encarnar sus conceptos más fuertes, o acaso la fuerza misma de
sus conceptos principales, vehículos al servicio de la designación no de algo extrínseco, “un ejemplo o una circunstancia
empírica, sino una presencia intrínseca al pensamiento, una condición de posibilidad
del pensamiento mismo” (p. 9). En tanto que personaje conceptual,
el inmigrante representa lo heteronómico, es decir “los otros nombres”, que pueden
corresponder no sólo al perfil de quien los concibe, sino también a su negación
o su contrario. Como si el orden social y su autorepresentación encontrará en
el inmigrante algo parecido a lo que Nietzsche encontraba en Zarathustra o
Platón en Sócrates. Alguien con quien dialogar, aunque fuera, como en nuestro
caso, en términos polémicos, es decir con quien imaginarse antagónico e
incompatible.
Es a partir de ahí que el inmigrante puede asumir su
papel como artefacto simbólico-conceptual.
Ello no cuestiona que el llamado “fenómeno de la inmigración” sea sobre todo un
fenómeno de explotación, al tiempo que una nueva prueba de la dependencia que
las sociedades urbano-industriales tienen con respecto de los contingentes de
jóvenes que no pueden dejar de atraer, si es que quieren asegurar su renovación
demográfica; pero si que contribuye a explicar por qué ese rol objetivo de la
inmigración y los inmigrantes en relación con los requerimientos del mercado de
trabajo y de la lógica demográfica tenga tan poca audiencia, merezca tan escasa
relevancia pública si se lo compara con la que obtienen otros argumentos mucho
más etéreos en los medios de comunicación, los discursos institucionales, los
pronunciamientos militantes de cualquier signo o las apreciaciones populares en
la vida ordinaria. De espaldas a los datos objetivos, vemos primar por encima
de todo consideraciones morales que remiten a ese orden del universo que, para
bien o para mal, el Inmigrante en funciones de operador simbólico y personaje
conceptual pone en cuestión.
Esa paradoja se debería en buena medida a que a la función
socioeconómica del inmigrante se le sobrepone con mayor fuerza otro tipo de función, la significadora, que lo convierte en
igualmente útil, pero ahora en el plano simbólico, en el sentido de relativo al
campo de las representaciones o, si se prefiere, de la ideología y, más allá,
en el de las operaciones del pensamiento en general. El inmigrante deviene así pieza
estratégica del orden económico –es decir especie “buena para comer”–, pero
también, y de manera en especial elocuente, dato sobrerelevante de lo que está ahí, a la vista de todos y en todo
momento puesto entre comillas por ser “bueno para pensar”, convertido en ser de
otro mundo a través de quien podemos reflexionar sobre el nuestro, como si no
lo fuera.