dimecres, 19 d’abril del 2017

Temblores sociales

La foto es de Maria Plòtnikova
Consideraciones para Pere Rocabert, doctorando

TEMBLORES SOCIALES
Manuel Delgado

Lo que te prometía de hecho es la continuación de lo que te había mandado ya, lo de lo social como agujero negro, y que está siempre en esa misma línea de ver como las ciencias sociales, con el precedente de Tarde y de Simmel, intentan una aproximación "científica" a lo moderno, lo urbano..., es decir lo inestable y lo complejo. Además de esos autores, encontramos tientos en esa misma dirección en —de nuevo; sabes que me interesan mucho— los teóricos de la Escuela de Chicago y el primer interaccionismo simbólico de G.H. Mead, en Estados Unidos ; incluso algún discípulo de Durkheim como Maurice Halbwachs, en Francia, el de la memoria colectiva. Todos ellos coincidieron en procuparse mucho más por los estilos de vínculo social específicamente urbanos, que por las estructuras e instituciones solidificadas que habían constituido y seguirían constituyendo el asunto central de la sociología y la antropología más estandarizadas. Todos ellos fueron testigos de excepción de lo que estaba sucediendo en ciudades como Chicago, Nueva York, Berlín, París..., o Buenos Aires, claro, convertidas en colosales laboratorios de la hibridización y las simbiosis generalizadas. Las formas de sociabilidad que interesaron a estos teóricos se definían por producirse en clave de trama, reticulándose en todas direcciones, dividiendo la experiencia de lo real en estratos, hojaldradamente, sin apenas concesiones a lo orgánico. Asociaciones efímeras, frágiles, sin una visión del mundo compartida sino «a ratos» y perdiendo ya de vista el viejo principio de interconocimiento mútuo.

Fue mi amada Escuela de Chicago –la corriente que encabezaron, entre otros, William Thomas, Robert E. Park, Ernest E. Burgess, Robert Mac Kenzie y Louis Wirth entre 1915 y 1940– la primera en ensayar la incorporación de métodos cualitativos y comparatistas típicamente antropológicos, desde la constatación  de que lo que caracteriza la cultura urbana era justamente su inexistencia en tanto que realidad dotada de uniformidad. Si esa cultura urbana a conocer por el científico social consistía en alguna cosa, sólo podía ser básicamente una proliferación infinita de centralidades muchas veces invisibles, una trama de trenzamientos sociales esporádicos, aunque a veces intensos, y un conglomerado escasamente cohesionado de componentes grupales e individuales. Para los teóricos de la Escuela de Chicago, la ciudad era un dominio de la dispersión y la heterogeneidad sobre el que cualquier forma de control directo era difícil o imposible y donde multitud de formas sociales se superponían o secaban, haciendo frente mediante la hostilidad o la indiferencia a todos los intentos de integración a que se las intentaba someter. Un crisol de microsociedades, el tránsito entre las cuales podía ser abrupto y dar pie a infinidad de intersticios e intervalos, de «grietas», por así decirlo. La ciudad expresión de lo que Darwin había llamado la naturaleza animada, regida por mecanismos de cooperación automática, una simbiosis impersonal y no planificada entre elementos en función de su posición ecológica, es decir un colosal sistema biótico y subsocial. Una introducción a toda esta etapa la tienes en un libro que en antropología urbana es como un libro de cabecera: Exploración de la ciudad (FCE).

Es en la estela de esa tradición que vemos aparecen en los años cincuenta y sesenta una serie de tendencias atentas sobre todo a las situaciones, es decir a las relaciones de tránsito entre desconocidos totales o relativos que tenían lugar preferentemente en espacios públicos. Tanto para el interaccionismo simbólico como para la etnometodología, la situación es una sociedad en sí misma, dotada de leyes estructurales inmanentes, autocentrada, autoorganizada al margen de cualquier contexto que no sea el que ella misma genera. Dicho de otro modo, la situación es un fenómeno social autorreferencial, en el que es posible reconocer dinámicas autónomas de concentración, dispersión, conflicto, consenso y recomposición, y en las que las variables espaciales y el tiempo juegan un papel fundamental, precisamente por la tendencia a la improvisación y a la variabilidad que experimentan unos componentes obligados a renegociar constantemente su articulación.

Es en ese contexto intelectual que Ray L. Birdwhistell elabora su propuesta de proxemia, disciplina que atiende el uso y la percepción del espacio social y personal a la manera de una ecología del pequeño grupo : relaciones formales e informales, creación de jerarquías, marcas de sometimiento y dominio, establecimiento de canales de comunicación. La idea en torno a la cual trabajó la proxemia es la de la de territorialidad o identificación de los individuos con un área que interpretan en tanto que  propia, y que se entiende que ha de ser defendida de intrusiones, violaciones o contaminaciones. En los espacios públicos la territorialización viene dada sobre todo por los pactos que las personas establecen a propósito de cuál es su territorio y cuáles los límites de ese territorio. Ese espacio personal o informal acompaña a todo individuo allá dónde va y se expande o contrae en función de los tipos de encuentro y en función de un buscado equilibrio entre aproximación y evitación. 

Más tarde, y en esa misma dirección, los interaccionistas simbólicos –Herbert Blumer, Anselm Strauss, Horward Becker y, muy especialmente, aunque no fuera propiamente interaccionista- Erving Goffman– contemplaron a los seres humanos como actores que establecían y restablecían constantemente sus relaciones mutuas, modificándolas o dimitiendo de ellas en función de las exigencias dramáticas de cada secuencia, desplegando toda una red de argucias que organizaban la cotidianeidad: imposturas conscientes o involuntarias en qué consiste la asunción apropiada de un lugar social y que reactualizan a toda hora la conocida confusión semántica que el griego clásico opera entre persona y máscara. Aquí no tengo más que remitirte a aquel breviario del que te hablé: Sociologías de la vida cotidiana (Cátedra). Al final no sé si te llegué a dejar el de Sociologías de la situación (Piqueta). Otra compilación excelente, con trabajos de Hall, Birdwhistell, Bateson, Goffman..., es una que se titula La nueva comunicación (Kairós). Pero de todo eso, y para tu proyecto, bastaría solo un conocimiento global, porque es un tipo de perspectivas que se despliegan después del momento en que te sitúas. Es solo para tu erudición y para que te sientas segura en tu nuevo territorio.

Se me ocurre un ejemplo del modelo de personalidad que concibe las situaciones concretas como un medio ambiente ecológico al que adaptarse ventajosamente. Es una peli que igual has visto: Zelig de Woody Allen (1983), que es un personaje dotado de la camaleónica cualidad de amoldar automáticamente su temperamento, sus actitudes y hasta su aspecto físico a cada circunstancia particular. O, en tu terreno, Robert Musil: el personaje de Ulrich, el protagonista de El hombre sin atributos, personaje deliberadamente vaciado de valores, que se muestra predispuesto a pactar con cada una de las facetas y fases de la realidad en que se mueve y que se mueve.

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