"El espíritu de la colmena" (Víctor Érice, 1973) |
Presentación del seminario “Cine y chamanismo”. CENDEAC, Murcia, 23-24/4/2008
SOMBRAS QUE ILUMINAN
Manuel Delgado
¿Qué es en realidad el cine? ¿En qué consiste lo que
a tantos se nos antoja algo así como un misterio, una vivencia radical de algo
que, más allá de la mera experiencia estética, trastoca, conmueve, emociona?
¿Qué explica esa hipnosis que parecen ejercer las películas, especialmente
algunas de ellas cuyo reconocimiento trasciende contextos y épocas y parece
conectar con mecanismos cuya raíz no está ni en la cultura ni en la historia,
sino antes, o después, o en otro sitio, seguramente como uno de esos
dispositivos que le permiten al ser humano juntar lo que está separado o
separar lo que hubiera parecido unido, es decir pensar? ¿De dónde obtiene el
cine esa facultad para insinuar que aquello con lo que nos pone en contacto no
es un sucedáneo de la realidad, sino con su forma más enérgica, que,
restituida, emancipada de sus servidumbres discursivas o ideológicas, se nos
revela por medio de las imágenes? Antonin Artaud supo destacar bien como se
podía encontrar una virtud especial en “el movimiento secreto y en la materia
de las imágenes”, como escribiría en un artículo de 1927, “Sorcellerie et
cinéma”, que luego recogería el catálogo para el Festival de Cine Maldito,
celebrado en 1949.
Se ha hablado
mucho –y con razón– sobre la íntima relación entre cine y contemporaneidad. Y
es verdad que pocas formas de comunicación formal como las propias del cinematógrafo han
alcanzado su nivel de identificación con lo que se podría intuir como el
espíritu de la época actual. El cine no sólo dejaba que el siglo XX hablara a
través suyo, sino que servía para que mirara también por sus ojos, imitando su
ritmo, amplificando su manera dinámica y crónicamente alterada de contemplar,
captar y reproducir después los acontecimientos de la vida urbana. Implicaba no
sólo la generación de una prótesis de la perspectiva moderna sobre el mundo,
sino que recogía su mejor vocación de proyecto democrático, su capacidad de
romper con el tipo de visión que había caracterizado a la sociedad premoderna, jerarquizado
y basado en la perspectiva teatral. El cine encarnaba, literalmente, una visión
múltiple, polimórfica, pluridireccional, que invitaba al espectador a cambiar
constantemente de óptica y a ver los
hechos desde diferentes puntos de vista.
Ahora bien, es posible que el cine no tuviera que
esperar a que alguién usara por primera vez la banda de celuloide perforada.
Sus virtudes simbólicas y representacionales habían conocido otros formatos
antes y en otros sitios, formatos sólo distintos por las determinaciones de un
soporte como el del artefacto inventado por los Lumiére. Hubo un tiempo en que
el cine no dependió de una máquina, porque era ya máquina sin cosa, dispositivo
o mecanismo inmaterial..., por mucho que las técnicas a emplear fueran otras y
tuviéramos que esperar hasta cierto momento de finales del XIX para que
llegasen a ese automatismo de pensar y soñar lo fuera “a motor”. Hubo un tiempo
que el cine no era cine, sino otras cosas, y otras cosas indisociables por
doquier al universo de la magia, el rito y las técnicas del trance, como la
posesión y el chamanismo, oportunidades a través de las cuales los humanos se
brindaban pruebas a sí mismos del extraordinario poder del pensamiento
analógico, aquello a lo que Claude Lévi-Strauss llamó la eficacia simbólica.
Y porque el cine existió bajo otras formas, acaso más
rudimentarias, no nos debería extrañar su papel en el imaginario de los humanos
de la casi totalidad de sociedades contemporáneas, sea cual sea su grado de
desarrollo económico y la singularidad cultural que detente. Y no nos debería
extrañar porque el cine renueva esa función que las sociedades y la
inteligencia humanas han buscado ver siempre y en todos sitios garantizada por
los ritos y por la magia, que es restaurar unidades enajenadas, restablecer los
puentes, una y otra vez rotos o perdidos, que nos vincularon un día al mundo. Y
esas imágenes que se proyectan y nos proyectan en las pantallas de los cines
están justamente para eso: para recordarnos de qué está hecha la vida, que no
es sino de lo vivido más lo soñado; lo poséido, pero no menos lo anhelado o
añorado; lo pensado, lo pensable, pero también de las insinuaciones de lo
inimaginable; para darnos notiicia de lo inenarrable. Las películas: mineral
extraño con el que los humanos de hoy en día fabrican signos y significados; un
manantial de sombras que iluminan.