La fotografía es de César Ordóñes y se titula "Tokyo" |
EL ESPACIO PÚBLICO Y
OTRAS LEYENDAS URBANAS
Manuel Delgado
El espacio público está de moda. Por doquier arquitectos,
urbanistas, políticos y teóricos de la política, planificadores, filósofos, sociólogos,
geógrafos y otros especialistas en ciudad no se quitan ese concepto de los labios
a la hora de referirse a lo que al tiempo es una determinada comarca de la morfología
urbana –un sitio, un lugar– pero también una especie de entidad abstracta en el
que se concentran cierto tipo de valores relativos a cómo vivir juntos en las
ciudades contemporáneas. Y no deja de ser curioso y significativo hasta qué
punto esa categoría, que podría antojarse como eterna y natural, es de incorporación
reciente a los discursos sobre la ciudad o acaso mejor a la ciudad como
discurso. Tómense, por ejemplo, clásicos de la teoría urbana de los años 70, como
La buena forma de la ciudad, de Kevin
Lynch, Aspectos humanos de la forma urbana,
de Amos Rapoport, o La imagen de la ciudad,
de Paolo Sica –todos ellos publicados en su día en español por Gustavo Gili– para
ver cómo en ellos la noción de espacio
público o no aparece o se emplea sólo como sinónimo de espacio común. Otras
obras contemporáneas o anteriores ni siquiera remiten a nada a lo que llamar espacio público. Fijémonos, también por
ejemplo, en una obra que publica, más cerca de nosotros, quien es hoy uno de
los teóricos principales del espacio público como lugar y como principio
teórico: Jordi Borja. En su Estado y
ciudad, publicado por PPU en 1988 con materiales anteriores, el valor espacio público no es mencionado ni una sola vez.
No hay duda. El concepto espacio público irrumpe en las retóricas gubernamentales y
arquitectónico-urbanísticas acerca de la ciudad, en un época relativamente
reciente. Lo hace, tengámoslo claro, acompañando argumentalmente los procesos
generalizados de reforma o intervención urbanas que trae consigo la
reapropiación capitalista de la ciudad, es decir la convicción que el capital
financiero y los gobiernos a su servicio –todos– adquieren en un cierto momento
de que las ciudades deben y pueden convertirse en una mercadería en sí mismas
y, por tanto, en marcos para la especulación mercantil y la obtención masiva de
beneficios.
La terciarización de terrenos que fueron
industriales o portuarios, ahora considerados obsoletos; la reordenación de
centros urbanos de los que se expulsaba a las clases populares para
convertirlos en festines inmobiliarios; la tematización de barrios enteros,
destinados ahora a convertirse en decorados vacíos y deshabitados a merced del
turismo de masas..., esas fueron las nuevas realidades que hicieron pertinente
invocar hasta la mistificación una categoría que diera cuenta en términos al
mismo tiempo técnicos e ideológicos del problema de los huecos urbanos, es
decir de lo espacios con los que los consumidores de ciudad –nuevos propietarios,
alquiladores de clase media o alta, habituales de centros comerciales y centros
urbanos devenidos tales y turistas– debían encontrarse al salir de sus casas y
devenir transeúntes. Más allá de sus pretensiones doctrinales y su asociación
con los “altos valores” del civismo y la ciudadanía, el espacio público no
dejaba de a ser concebido a la manera de una mera guarnición de las grandes y
pequeñas operaciones de transformación urbana. Y cuando decimos guarnición lo hacemos en el doble
sentido de la palabra, es decir guarnición
como acompañamiento ornamental, a la manera de la guarnición culinaria, y guarnición como protección y salvaguarda de
un emplazamiento, como cuando hablamos de guarnición
militar.
Dicho de otro modo, se trataba de plantearse
como cuestión problemática y buscar soluciones a los vacios o canales que
rodeaban, atravesaban o rellenaban los nuevos entornos recualificados,
haciéndolo por supuesto al servicio de lo que al mismo tiempo era su especulación
y su espectacularización. Cada intervención debía ver atendidos sus exteriores
–es decir a lo que retóricamente se presentaba ahora como espacio público–, tanto en lo formal como en lo securitario. En el
primero de los planos se trataba de conformar lo que enfáticamente se mostraba
como espacios “de calidad”, espacios ordenados a partir de criterios
homogeneizadores, que repetían en cada actuación idénticos criterios estéticos
y funcionales, debidamente sazonados con artefactos o muebles encargados a
diseñadores-estrella, por lo general sin ninguna conexión con el entorno social
y su memoria, incluso en no pocos casos destilando una verdadera aversión hacia
el usuario real, percibido y recibido como un intruso incapaz de valorar
debidamente los nuevos decorados que se le ofrecían.
Por lo que hace a la seguridad, se trataba de promulgar
una serie de principios ideales de conducta –con frecuencia concretados en todo
tipo de normativas presentadas como “cívicas”, que perseguían, impedían el
acceso o expulsaban la presencia de cualquier elemento que estuviera en condiciones
de desplegar modales propios de esa clase media universal para la que ese espacio
había sido concebido. Las cámaras de vigilancia y la policía actuaban, en estos
casos, como garantes extremos de que ese espacio público era lo que debía ser a
toda costa. Por cierto, y en relación con esto último: interesante el papel creciente
que han acabado asumiendo las brigadas municipales de limpieza, encargadas de
liberar esos nuevos espacios públicos de todo lo considerado antihigiénico o
insalubre, incluyendo ciertos seres humanos, cuya presencia pasa a ser considerada
una cuestión ya no de orden público, sino directamente de salud pública.
Por supuesto que antes de su incorporación casi obligatoria al lenguaje oficial sobre lo que podríamos llamar la ciudad bien temperada, la noción de espacio público ya existía, al menos en ese sentido desde y para el que era invocada. En efecto, teóricos como Hannah Arendt, Jürgen Habermas o Reinhardt Kosselleck habían dado relieve a una noción que, de la mano de su trivialización política y urbanística, se convertía en idea-fuerza, concepto estelar que no se limitaba a ejercer una función descriptiva relativa a un determinado territorio ubicado entre volúmenes construidos, destinados en principio al encuentro y la circulación. Su uso fue, desde el principio, político y para hacer referencia a una esfera de coexistencia pacífica y armoniosa de lo heterogéneo, marco en que se podía esgrimir la evidencia de que lo que nos permite hacer sociedad es que nos ponemos de acuerdo en un conjunto de postulados programáticos en el seno de los cuales las diferencias se ven superadas, sin quedar olvidadas ni negadas del todo, sino definidas aparte, en ese otro escenario al que llamamos privado.
Ese espacio público se identifica, por tanto, como ámbito de y para el libre
acuerdo entre seres autónomos y emancipados que se encuadran en una experiencia
masiva de la desafiliación. Todo ello de acuerdo con el ideal de una sociedad
culta formada por personas privadas iguales y libres que establecen entre si un
concierto racional, en el sentido de que hacen un uso público de su raciocinio
en orden a un control pragmático de la verdad. De ahí la vocación normativa que
el concepto de espacio público viene a explicitar como totalidad moral,
conformada y determinada por ese “deber ser” en torno al cual se articulan todo
tipo de prácticas sociales y políticas, que exigen de ese marco que se
convierta en lo que se supone que es. Por supuesto que de ese marco ideal debía
ser expulsado o no admitido cualquier cosa o ser que desmintiera o desacatara
esa arcadia integradora en que debían convertirse las calles y plazas de una
ciudad.