LAS DIMENSIONES MÍSTICAS DE LA ENFERMEDAD. CÁNCER Y TABÚ
Manuel Delgado
Sería difícil sostener que las
hazañas del conocimiento científico han desterrado de nuestra sociedad formas
de representar y experimentar la realidad que se supondrían dentro de la
jurisdicción de lo mágico o lo religioso. En ese orden de cosas, en pocos
ámbitos como en los asociados a la enfermedad ‑que lo son al bienestar y al
dolor, a la vida y a la muerte‑ podría observarse mejor esta persistencia de
conductas y concepciones ajenas a los saberes objetivos. Este fenómeno se da no
sólo entre quiénes constituyen los objetos del sistema sanitario ‑los pacientes
o la población a la que se interpela mediante las políticas preventivas‑, sino
que ni siquiera los propios agentes de la medicina científica, ni la puesta en
escena de muchas de sus intervenciones, ni los discursos que las justifican
ante los profanos, se han desembarazado del mismo halo misterioso que
constituye la materia prima del prodigio, la maldición o la fe. Eso vale tanto
para la tendencia de la medicina ha conducirse como una fuente de dogmas de
pretensiones casi trascendentes, como para su tendencia a las puestas en escena
rituales y demiúrgicas..
A partir de ahí, las ciencias
sociales de la enfermedad ‑sociología, antropología, historia‑ han asumido la
tarea de detectar los aspectos no biológicos que intervienen tanto en los
procesos de enfermar como en los que hacen posible la curación, poniendo de
manifiesto cómo tanto los síntomas como las modernas técnicas diagnósticas y
terapéuticas son codificadas con frecuencia –tanto por los usuarios de la
sanidad como por sus propios profesionales– empleando registros carismáticos y
salvíficos. Esta labor ha permitido mostrar hasta qué punto la gradual medicalización
de la sociedad y la institucionalización de la medicina se han visto
acompañadas de una creciente sacramentalización de la gestión científica del
curar.
Esa tendencia a mantener una
consideración fetichizada de las anomalías que afectan al organismo, así como
de sus causas, no puede separarse de la función metafórica que la enfermedad
continua ejerciendo. Los conocimientos positivos no han logrado evacuar de lo
somático la dimensión social que siempre lo ha parasitado, determinándolo y
asignándole sentido, y que está en la base de su recurrente codificación en
términos morales. O, dicho de otro modo, la medicina no ha conseguido convencer
al conjunto de la sociedad –acaso ni siquiera a ella misma– de que una
enfermedad es una circunstancia vital problemática que se puede objetivar, al
margen de adherencias ideológicas de las que ni el paciente ni el profesional
de la salud son siempre plenamente conscientes. Es más, es como si todo
desmintiera la creencia de que las interpretaciones místicas del dolor y la
muerte hubieran sido alguna vez un consuelo de los seres humanos ante su
ignorancia de las «verdaderas causas» de las alteraciones orgánicas. Al
contrario, es ahora, en un momento en que la medicina pretende estar en
condiciones de presentar las auténticas razones de la enfermedad, cuando ésta
parece exigir más que nunca que la ciencia resuelva el enigma de su sentido,
certificando también en el plano simbólico, la omnipotencia que suele
atribuírsele en el plano empírico-instrumental.
Los síntomas patológicos no son,
aún hoy, tan solo significantes de una alteración en las funciones
bio-fisiológicas de los individuos. Ese ruido que rompe el silencio exigido a
los órganos sigue planteándose como un acontecimiento cuyo sentido acaba
siempre apareciendo en otro sitio, más allá del cuerpo en sí. La alteración es,
entonces, un significante cuyo significado trasciende la dimensión biofísica
del sujeto afectado, para ir a ubicarse en su existencia como ser social. Se
trata de lo que Jean Pouillon (Fétiches
sans fétichisme, Maspero) llamaba, parafraseando a Lévi-Strauss, el
«triángulo terapeútico», uno de cuyos ángulos es, junto a los que conforman
médico y paciente, la ideología social que le sirve a ambos para organizar
significativamente las prácticas y las experiencias que les atañen.
Es en ese orden de cosas que los
síntomas continuan siendo pensados, hoy como ayer, como expresiones de
desequilibrios cuyo escenario es la sociedad, y que sólo adquieren un sentido
en la medida que se incluyen en un sistema simbólico determinado. Es el
imaginario colectivo el que se encuentra en permanente disposición de convertir
cualquier avatar del cuerpo individual en prueba de procesos y relaciones que
se dan en lo societario y que están marcadas por su naturaleza desviada.
Foucault ("Historia de la medicamentalización", Historia de los hombre infames, La Piqueta), en ese sentido, tenía
razón cuando, en relación con el proceso de medicamentalización, veía el cuerpo
como objeto al que los discursos hegemónicos imponían sus disciplinas, y los
peligros que lo acechaban como instrumentos ideológicos en la lucha por la
dominación.
Esa capacidad de la enfermedad
para constituirse en vehículo de metáforas sociales encuentra en el campo
oncológico un territorio de privilegio en que confirmarse. En efecto, en pocos
ámbitos como éste podríamos encontrar más pruebas del contrabandeo constante
que vulnera la separación entre lo «científico» de lo «popular», lo «médico» de
lo «mágico-religioso». La misma idea de «malignidad» que se adscribe
sistemáticamente a los estados, factores o procesos cancerosos es bien
elocuente de ese recurso a figuras extraídas del imaginario mágico-religioso
tradicional. Es en ese sentido que se establece que el cáncer es un tabú. La
propia palabra «cáncer» es ya objeto de las precauciones y soslayamientos que
rodean las prohibiciones rituales, propias, según se supone, de las sociedades
tradicionales o «primitivas». Mencionar la palabra maldita es ya signo de mal
augurio. Parece como si explicitar la sospecha de la enfermedad contribuya a
desencadenarla, o como si reconocer su presencia deviniera un factor de
contagio. Así, más por precaución que por misericordia, la gente ordinaria
suele hablar de que alguién tiene «algo malo». La notas necrológicas de la
prensa optan por eufemismos: «falleció luego de una larga enfermedad». En
cuanto a los profesionales de la salud suelen preferir nociones técnicas ‑neoplasia‑, que en privado pueden
adoptar formas familiarizadas –«una neo»–.
Los determinantes socio-ideológicos
de la enfermedad alcanzan en el caso de los enfermos oncológicos una dimensión
extrema, lo que conduce a actitudes definibles por su irracionalidad, desde el
punto de vista estrictamente médico. A pesar de que el cáncer no es, en sí, una
enfermedad contagiosa, el enfermo, una vez diagnósticado, suscita todo tipo de
rechazos y prudencias. A partir del momento en es lanzado al infierno de la
enfermedad, gran parte de su círculo de familiares, amigos o conocidos le
evitará o le abandonará. Los efectos insidiosos de la quimioterapia o la
radioterapia –envejecimiento brusco, caída del cabello, adelgazamiento–
brindarán de él un aspecto aterrador, aunque, de hecho, el simple conocimiento
del mal que le afecta ya es suficiente para proceder a s estigmatización. La
insistencia de los médicos de que el diagnóstico de cáncer no tiene porqué
implicar una condena a muerte y la evidencia de los avances conseguidos en su
curación no tienen ningún efecto: cáncer quiere decir muerte. Acaso sea esa la clave que hace de la contaminación de la
que, según el imaginario social, el enfermo de cáncer se hace potencial agente
no es física, sino esencialmente moral. Su proximidad o contacto no transmite
gérmenes, sino categorías ideales –agonía y muerte– que suscitan en el
habitante de las sociedades modernizadas un pavor absoluto.
Es fácil entender cómo el cáncer
se ha convertido en un ejemplo en especial ilustrativo de la fetichización de
que la enfermedad es objeto en todas las sociedades, incluyendo la nuestra. Entre
todos los que pueden afectar al individuo humano, el asociado al cáncer es el
estado mórbido que más angustia suscita. En primer lugar, por supuesto, por el
dolor que provoca y lo incierto de su curación. Pero el cáncer es en especial
terrible por la desorganización total de la vida que comporta y por la
dificultad del pensamiento humano para enfrentarse racionalmente a él. El
cáncer –un nombre que pretende agrupar enfermedades muy distintas entre si,
prueba primera de su condición mixtificada– deviene paradigma inmejorable del
desorden, de enloquecimiento de una parcela del universo ‑las células‑, que
parece haber escapado de todo control, que se niega obedecer las órdenes del
sistema de vida en que se inserta. Las metástasis, pueden ser pensadas igualmente
siguiendo el símil no tanto de la invasión del cuerpo por un ejército
extranjero, como quisiese la analogía con respecto de las enfermedades
infecciosas, sino a la manera de un comportamiento caótico que se esparce
irrefrenablemente, un foco de insurreción incontrolable de un lugar del propio
organismo, que se expande y que acaba arrastrando en su insensatez al conjunto
de la vida orgánica interior. El cáncer, en efecto, es una desestructuración
que mata.
La propia percepción de los
tumores malignos como "algo" que crece dentro del cuerpo, gastándolo,
se presta también a esa interpretación mística de la enfermedad. El cáncer es
"una cosa" que corrompe, consume, quema, come el ser al extenderse o
proliferar. Susan Sontag propone la imagen de "un feto con su propia
voluntad" (La enfermedad y sus metáforas,
Muchnik), es decir una corporeidad ajena dentro del propio cuerpo. Todo ello
remite a la vieja figura del ente maléfico interior, que conspira para destruir
el organismo que lo alberga y que el paciente ‑y tras de él, la comunidad
entera‑ exige del chamán ‑o, entre nosotros, del sanador o del médico‑ que lo
expulse. El cáncer se adecua a una concepción de la enfermedad ampliamente
registrada en numerosas sociedades, según la cual el mal no es tanto una
pérdida como una adjunción, una incorporación desdichada que debe exorcizarse.
En las sociedades negro-africanas y negro-americanas, en las que la posesión es
la forma más habitual de relación con lo invisible, el cáncer encontraría
homologación en formas de ataque brujeril consistentes en incorporar una
sustancia física ‑el mangu azande del
que nos hablaba Evans-Pritchard (Brujería,
magia y oráculo entre los azande, Anagrama)‑, que crece en el interior de
la víctima, destruyéndola poco a poco por dentro.
Esa eficacia del cáncer como expresión de una
presencia que coloniza mórbidamente el interior del ser humano, es la que la
sociedad reclama para describir la acción de sus propios enemigos interiores,
usando los procesos tumorales como metáfora de todo lo que la corroe o amenaza
desde su propio seno. Se habla, así, de "cánceres sociales" para
hablar de todo lo que puede ser concebido como motivo de alarma por causa de su
crecimiento insidioso, y también de todo aquéllo que debe ser extirpado para
salvar a la comunidad del deterioro y, finalmente, de la muerte: el terrorismo,
las drogas, las sectas, el racismo...