diumenge, 28 de març del 2021

Diferencia y desigualdad en la escuela


La imagen corresponde al montaje Encajados, de Joan Tomàs

Artículo publicado en El País, el 3 de abril de 2001

DIFERENCIA Y DESIGUALDAD EN LA ESCUELA
Manuel Delgado

En orden a reconsiderar la manera como las instituciones se enfrentan a los retos derivados de la inmigración, cabría preguntarse si no es urgente desenmascarar el empleo eufemístico que reciben términos como multiculturalismo, interculturalidad, diversidad cultural, etc., tras el que podría reconocerse la acción de ideologías de marcaje y exclusión de seres humanos inferiorizados.

Un ejemplo de ello lo tenemos en el uso que se le está dando en la institución escolar a este tipo de ideas fetiche. En la práctica, las políticas pedagógicas basadas en la multiculturalidad atienden exclusivamente a miembros de comunidades humanas que son víctimas crónicas de la marginación, la segregación y la discriminación. El seguimiento «multicultural» de algunos niños no se dirige a hijos de residentes holandeses o alemanes en las zonas turísticas, ni a hijos de gitanos de clase media de ciertos barrios. Los créditos presentados como «de atención a la diversidad» implican casi exclusivamente a hijos de gitanos pobres o de inmigrantes igualmente pobres, o simplemente a niños con conductas problemáticas. Es decir, que la multiculturalidad o la interculturalidad no se basan en el reconocimiento de que en un aula todos los alumnos son diferentes, es decir todos usan diferentes estilos de hacer, pensar y decir, sino que sólo algunos lo son, al tiempo que se oculta que estos diferentes no sólo lo son por su cultura, como se sostiene, sino, ante todo, por su condición socialmente nada, poco o mal integrada.

La «educación en la diversidad» en lugar de ser, como alardea, un instrumento para la integración se constituye entonces en el motor conceptual que permite dar por buena una taxonomía de los individuos y de los grupos que presume la condición crónicamente conflictiva de algunos de ellos por causa de su cultura, escamoteando el origen sobre todo legal, social y económico de sus problemas de adaptación. Los usos educacionales de esta noción resultan una prueba más de hasta qué punto la equívoca noción de cultura, empleada sistemáticamente en su acepción romántico-idealista, es una de las ideas-fuerza más astutas de que disponen las nuevas modalidades de racismo, mucho más eficaces en su virtud de hacer incontestables las desigualdades sociales –exhibidas ahora como «culturales»– de lo que podrían serlo los torpes y desacreditados tópicos del viejo racismo biológico.

En síntesis, la presunta multiculturalidad en la escuela se reduce a un principio ordenador que divide a los usuarios de la enseñanza pública en dos: una minoría constituida por quiénes han sido definidos como «distintos» y, frente a ella, una mayoría que conforman los que, aunque no se reconozca, no dejan nunca de pensarse a sí mismos y ser pensados por el sistema educativo en que se insertan como los «normales».

Dicho de otra forma, la diferencia detectada y sometida a atención especial se presenta como cultural, por mucho que ese mismo principio de señalamiento de rasgos distintivos no se aplique a todas las demás expresiones de pluralidad presentes en el aula. Con ello demuestra que no era tan cultural como pretendía, sino que lo que buscaba era señalar la situación fronteriza, exterior o inferior de los «beneficiarios» de la denominación de origen «diferente». Lo que se presenta como una actuación pedagógica pensada para preservar una imaginaria personalidad cultural se conduce, en la práctica, como un mecanismo de marcaje social, un estigma que advierte de la presencia en el espacio escolar de un extraño, que lo es, no por ser portador de una lengua, una religión o unas costumbres distintas, tal y como se pretende. Su anomalía se refiere, más bien, al lugar social del que procede y que representa en el aula, y cuyo señalamiento sirve para hacer del educando marcado como diferente una límite viviente que marca la raya divisoria entre el dentro –los demás niños, los «iguales», los «no diferentes»– y el afuera o al margen del sistema que él viene a encarnar físicamente en el aula.

De este modo, y de entrada, el trato especial de que es objeto quien es señalado como diferente no niega, sino que al contrario, reproduce, esos mecanismos de segregación y discriminación de los que se pretende protegerle. El trato, en apariencia beneficioso, que recibe establece una extrañeidad que es la premisa de toda actitud de la xenofobia, esa modalidad de lógica excluyente que afecta a aquellos que son contemplados como poseedores de unos niveles alarmantes –por excesivos o por cualitativamente insamilables– de ese mismo principio de excepcionalidad que se le asigna con fines denegatorios.

El individuo miembro de una grupo humano cuya distinción se ha institucionalizado en el marco escolar es convocado, además, para que confirme todos los tópicos que permiten folclorizar a su grupo y a él mismo. Se le presenta de este modo como «víctima inocente» de unas condiciones culturales que hacen de él algo así como un minusválido cultural que merece una atención compensatoria que le mantenga dentro del sistema sólo lo indispensable, pero que garantice al tiempo la posibilidad de reintegrarlo a un ambiente sociofamiliar que es concebido a la manera de una cárcel que, por mucho que se presente como «identitaria», es en realidad un sitio en la estructura social del se considera que no es posible –ni en el fondo legitimo– escapar.

¿La función de este dispositivo clasificatorio?: desmentir, por razones naturales o naturalizadas, la condición democrática de la educación obligatoria. Es decir, la escuela «para todos» –qué pena– no puede ser para todos, dado que algunos de esos todos son irrevocablemente diferentes, léase desiguales.

Se cumple así la correspondencia entre una estructura social inigualitaria e injusta y los esquemas perceptuales y apreciativos que el sistema escolar hace por interiorizar en los sujetos que se le confían. El imaginario social y políticamente hegemónico se substantiviza, se hace carne entre nosotros, ya no sólo por las informaciones divulgadas por los mass media sobre las «minorías étnicas», ni por las justificaciones gubernamentales acerca de los «peligros de la inmigración», ni por las fantasías sociológicas a propósito de «los inmigrantes de segunda generación», sino desde la misma iniciación escolar, encargada de presentar como naturales las emanaciones que recibe del contexto sociopolítico y económico en que se ubica, y al que sirve.


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