La fotografia es de Kabz Raj |
Intervención en la mesa redonda "Patrimonio, memoria y poder", celebrada en FLACSO, Quito, el 5 de septiembre de 2013, en el marco del Foro Latinoamericano Habitat el Patrimonio
EL PAPEL DE LOS LUGARES PATRIMONIALES EN EL CONTROL POLÍTICO DE LAS CIUDADES
Manuel Delgado
Todo
este dinamismo hecho de fragmentos en contacto que es lo urbano sucede de
espaldas a un orden político que hace mucho que intenta que la ciudad renuncie
a su condición intrínsecamente turbulenta y contradictoria, deje desentrañar
sus extraños lenguajes y acate su autoridad. La heteregoneidad de significados
que registra la urbs es vivida por la
polis como una crisis de
significados, en el sentido de que las instituciones políticas no acaban nunca
de asumir que la pluralidad de usos y funciones ha de implicar una idéntica
proliferación de significados, memorias, juegos, poetizaciones, etc. Frente
esta realidad que hace de la metrópolis una organización societaria en que el
anonimato deviene estructura y lo diferente se reproduce, se procura una vez y
otra convertir la urbanización en politización, es decir en asunción del
arbitrio del Estado sobre la confusión y los esquemas paradójicas que se
despliegan en la ciudad. La aspiración de todo proceso de centralización y
control políticos es, en efecto, la de constituir y hacer respetar una cierta
unidad de espíritu que haga viable una experiencia homogénea y unificada de lo
urbano, susceptible de generar y movilizar afectos identitarios específicos. En
esta dirección, a la conceptualización institucional de la ciudad le resulta
indispensable el establecimiento de centros que desempeñen una tarea de
integración tanto instrumental como expresiva, tan atractiva por el ciudadano
en el plano utilitario como en el simbólico.
El
objetivo de este proyecto de institucionalización de ciertos aspectos de la
forma urbana es prioritariamente el de reeditar mecanismos no demasiado
diferentes de los que posibilitaron la irrupción de los nacionalismos de base
territorial e histórica en el siglo XIX. Lo mismo se podría decir por lo que
hace a los intentos por dotar de una base arquitectural y estética lo que se
quisiera la emergencia de identidades colectivas unificadas. De hecho, la tarea
que se impone en muchas de las actuales políticas en materia urbana es la misma
que afrontaron los nacionalismos decimonónicos y que continúan aplicándose en
los países que están en vías de incorporación a la modernidad: hacer posible la
politización, entendida como proceso de control centralizado, bien sobre una
multitud de subgrupos cambiantes y precarios, bien sobre una amplia red de
segmentos corporativos autosuficientes, todo en orden a generar sentimientos de
adhesión a una sola cultura «nacional» políticamente santificada, susceptible
de trascender la tendencia a la inconexión y la atomización que caracterizaban
la forma débil de vincularse entre sí las unidades particulares en las
sociedades premodernas, pero mucho más en las actuales sociedades urbanizadas,
definidas precisamente por su invencible tendencia a la fragmentación, la inestabilidad
y la incongruencia.
Es en
las ciudades donde se puede seguir la renovación de esa lucha contra la
heterogeneidad en orden a la producción de identidades centralizadas, adecuadas
a los intereses de sus elites políticas y económicas, capaces de respetar sólo
aquellas ideosincracias que previamente ha puesto en circulación. Se trata, en
este caso y ahora, de oponerle a la expansión fragmentaria de la ciudad una
«memoria urbana» basada en el simulacro de una falsa coherencia. Frente al
desorden de lo real, el orden del imaginario.
La
producción de significados en que consisten en gran parte las políticas
urbanísticas parece orientada a demostrar como el medio ambiente ciudadano
puede ser manipulado para hacer de él argumento y refuerzo simbólico para una
determinada ideología de identidad artificialmente favorecida desde instancias
políticas. Estamos hablando de la generación en masa de espacios prostéticos
destinados a servir de soporte adaptativo a realidades nuevas, nuevas maneras
de relacionar ideología y lugar, nuevos experimentos que vuelven a demostrar el
entorno diseñado puede convertirse en sostén para una estructura motivacional y
en una guía para la acción.
Tal
voluntad didáctica y de refuerzo de la identidad es uno de los vectores
centrales de la política de ritualización del espacio urbano en que las
distintas autoridades municipales aparecen cada vez más comprometidas. En
general la dirección que adopta la ordenación simbólica del medio ambiente
urbano asume como objetivo atenuar los dinteles de ruido semántico y funciona,
como toda ritualización, en orden a desatascar el exceso de información que la
sobrecodificación y la exuberancia de la vida urbana genera. Esta intención de
esquematizar y hacer diáfanos al máximo los índices cognitivos y de colocar los
resultados de esta reducción a un código elemental al servicio de
focalizaciones de identidad no parece ajena a la concepción del urbanismo en
última instancia como una máquina de homogeneizar y clarificar el medio
ambiente urbano. Todo ello
requiere que el proyecto busque sobre todo la congruencia entre forma y
actividad, y lo haga a través de la estereotipación y la esquematización de los
entornos. Es al servicio de esa voluntad de reducir la tensión urbana y de
propiciar una identidad social diáfana que se postulan símbolos, «información
congelada», que se espera que sea capaz de comunicar los valores
socioculturales hegemónicos y dar los índices de comportamiento adecuado.
En
resumen, los teóricos que han abordado desde el urbanismo la relación entre
comportamientos sociales, pautas culturales y medioambiente urbano, lo han
hecho enfatizando los peligros que para una lectura adecuada –léanse una
obediencia– de los indicios arquitecturales implica la heterogeneidad en
general. Diseñar quiere decir lo mismo que, primero, filtrar la complejidad,
hacerla asequible, reducir la sobreexcitación que producen las informaciones
desbocadas que emite el espacio urbano; luego codificar, facilitar e incitar a
la legibilidad de lo previamente textualizado.
En ese
orden de coas, la prioridad concedida a les metaforizaciones territoriales de
un pasado-clave se traduce en operaciones de dramatización espacial que
hipervaloran el testimonio arqueológico. Este aspecto implica, es cierto, una
cierta concesión a las formulaciones de identidad tradicionales, que buscan
fuentes de legitimización en un pasado histórico más o menos adaptado, del que
se procura hacer proliferar las evocaciones. Es evidente que los dispositivos
de significación al servicio de la producción de identidad político-urbana no
han renunciado del todo a los programas esencialistas, apoyados en la
invocación constante de un pretérito de lo que se muestra como prolongación al
tiempo que proyección. Este recurso a las esencias morfológicas y a estructuras
mostradas como transcendentes queda reflejado en la multiplicación de lugares de memoria, tan demostradamente
útiles para la adaptación a cambios vertiginosos y desfiguradores, tanto
tecnológicos como topográficos. Más en concreto, la actividad mnemotética y
ritualizadora se plasma en la protección de lo que se presenta y representa
como elementos patrimonializables. El destino de este tipo de estructuraciones
significantes del espacio es conservar determinados ingredientes
pretendidamente ideosincrásicos del lugar, una especie de altares a un ayer que
se presupone en común. La tarea de esta señalización sería la de
institucionalizar ciertos aspectos del pasado urbano y procurar la conversión
de lugares identificables en lugares identificadores. Todo ello recoge y quiere
activar el papel de una supuesta memoria común en la génesis y la evolución de
los tejidos urbanos, aferrados a ciertas concreciones del paisaje de la ciudad,
signos de la voluntad colectiva, puntos fijos de la dinámica urbana, que pueden
explicarse como receptores de las actividades fijas, o como componentes no
estríctamente funcionales cuyo valor se encuentra en su propia esencia
expresiva, incluso como intregradores a un nivel más psicológico de la imagen
de la ciudad.
Estaríamos
hablando, de acuerdo con esto, de la búsqueda de un genius loci, una alma de los lugares cuya concreción permitiría,
respetándolo, evitar una alteración radical del anagrama morfogenético
original, el «espíritu» de la ciudad o del barrio. Es desde aquí que el
elemento patrimonializado puede definirse como elemento urbano de carácter
permanente, un estado de espíritu colectivo que se imagina o se quiere
participando en el proceso morfológico de un área urbana. En semántica, se ha
adoptado de la física la noción de isotopia,
que indica en el discurso algo parecido a lo que en territorio pretende indicar
el elemento patrimonializado. La isotopia remite a las categorías semánticas
redundantes, una especie de nucleo de significaciones que privilegian una
región del espacio textual, conferiéndole una fuerza de repulsión o de
atracción, distribuyendo
un cierto valor de verdad en los enunciados, por medio de una clave de lectura
que torna homogénea la superficie del texto, porque permite superar las
ambigüedades.
La
función desambiguadora del elemento
patrimonializado se funda en que hace que el presente esté presente en el
pasado y el pasado presente en el presente, integrando uno y otro en una clasificación
de los objetos del paisaje que, porque es un sistema codificado, no puede ser
sino sincrónico. De hecho, bien podríamos decir que el elemento
patrimonializado permite no tanto recordar el pasado como anularlo, negarlo,
aniquilarlo a través de un tratamiento que, como ocurre con los mitos de
origen, hacen pensable lo diacrónico como hallándose presente en lo sincrónico,
y viceversa. O más bien podríamos decir también que el elemento
patrimonializado no es ni sincrónico ni diacrónico, sino puramente anacrónico,
en tanto representa la pura ahistoricidad. En este caso, la función de los
lugares-patrimonio no es diferente de la que desempeñan los documentos de los
archivos, los objetos de los coleccionistas y otros vestigios memorables, que,
tal y como hiciera notar Lévi-Strauss en un célebre pasaje de El pensamiento salvaje, si
desapareciesen arrastrarían con ellos las «pruebas» del pasado, y nos dejarían
huérfanos de ancestros y raíces. Estos documentos son, nos advierte
Lévi-Strauss, el acontecimiento en su contingencia más radical, puesto que le
otorgan a la historia –la historia oficial, la de las instituciones, claro
está– una existencia física. De estos objetos espaciales se podría decir, a su
vez, lo que Jean Baudrillard apuntaba acerca de los «objetos singulares»
–antiguos, exóticos, folclóricos–: son signos en los cuales se pretende
descubrir la supervivencia de un orden tradicional o histórico que, en
realidad, no existiría de no ser por el esfuerzo que se pone en
representarlo.
Los
puntos exaltados en tanto que patrimonio están donde están para significar, y
para significar justamente el tiempo o, mejor, la elisión del tiempo. Como
objeto «auténtico», es decir exclusivamente representacional, esos lugares
fetichizados tienen lo que le falta a los demás sitios meramente funcionales
que podemos encontrarnos en la ciudad: la capacidad de transportarnos a
realidades abstractas inexistentes en sí mismas –el Arte, la Cultura, la
Historia, la Identidad, la Patria...– de las que la verdad o la impostura son
del todo irrelevantes a la luz de la eficacia simbólica que ejecutan. Lo que se
busca con la acumulación casi religiosa de ese tipo de testimonios es
establecer puntos fulgurantes que rediman la miseria y el absurdo del espacio
cotidiano, núcleos en los que dar con algo que nos hable de nuestra supuesta
grandeza oculta o de lo que fuimos alguna vez: estigmas felices de «la
diferencia», aquélla que hace chispear lo que, caso contrario, no sería más que
una inencontrable identidad política compartida.
Todo
elemento patrimonializado implica un postrer esfuerzo de la polis por vencer a la urbs. El elemento patrimonializado
quiere imponer lo lógico sobre lo heterológico, lo normalizado sobre lo
heteronómico o sobre lo anómico. El elemento patrimonializado expresa la
voluntad de hacer de cada espacio un territorio acabado, definido, irrevocable.
El elemento patrimonializado fetichiza el espacio, lo rescata de la acción
subversiva del tiempo cotidiano, de la zapa a que se entregan sin descanso las
prácticas ordinarias. El elemento patrimonializado está siempre ahí,
indiferente al paso de tiempo, de espaldas a las repeticiones y las
diferencias, centro estable al que no parecen afectar la cascada de sucesos que
se desencadenan sin parar a sus pies. Inalterable, ajeno a los conflictos, a
las contradicciones, a las paradojas que lo asedian desde abajo, todo elemento
patrimonializado expresa la voluntad de afirmar con toda rotundidad un
principio debido a Hegel: a saber, el Tiempo histórico engendra el Espacio en
que se extiende y sobre el que reina el Estado.
El
elemento patrimonializado es la consecuencia de la preocupación de toda
administración política por mantener puntos poderosos de estabilidad, lugares
exactos que representan lo que no transcurre, lo que está a salvo del tiempo.
Con ello se desvela hasta que punto como todo Estado es siempre un estado, y
que todo estado no deja de expresar siempre vocación de Estado. De ahí también
el acierto de Deleuze y Guattari al sugerir una oposición sustancial entre
ciudad y Estado, parecida a la ya sugerida de urbs versus polis. La ciudad mantiene una relación de analogía con
la carretera, puesto que sólo puede ser los circuitos que no hacen otra cosa
que recorrerla en red. La ciudad se define por las entradas, por las salidas,
pero sobre todo por los it que en ella se inscriben sin descanso. Por ello la
ciudad es, para Deleuze y Guattari, un fenómeno
de transconsistencia, a diferencia del Estado, que es un fenómeno de ultraconsistencia. De ahí el
empeño de este último en hacer resonar los puntos en que consiste su voluntad
de cristalizar a toda cosa –es decir en estabilizarse y estabilizarlo todo–, en mostrarse como natural e irrevocable, en marcar de manera lo
más indeleble que sea posible las fijaciones en que presume estar, puesto que
el Estado ante todo está.