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Estos son
los párrafos finales de un texto que Maria Garcés y Santi López Petit me
pidieron para un número de Espai en Blanc a propósito del anonimato.. Apareció con el título de Sociedades anómimas. Las trampas dela negociación, en Marina Garcés, Santiago López Petit i Amador
Fernández-Savater, eds., La fuerza del
anonimato, Espai en Blanc/Editorial Bellaterra, Barcelona, 2009, pp. 73-101.
NADIE
ES INDESCIFRABLE
Manuel
Delgado
Ser
anónimo es básicamente ser ser secreto o ser de secretos, y de secretos que
esperamos que los demás no sepan, al tiempo que hacemos lo posible para
conocer, adivinar o intuir los secretos del otro. ¿Y qué es lo que ocultamos o
se oculta? Lo que se oculta es precisamente aquello que no nos haría aceptables
o pertinentes, lo que haría manifiesta la presencia, también en cada uno de
nosotros, de motivos para la descalificación. Lo que se oculta es lo
imperdonable, o, como escribiera Georges Bataille, lo que no es servil, es
decir lo inconfesable. Esa es la labor
fundamental del anonimato como factor estructurante de la relación en público,
permitir una indefinición de partida que permita ganar tiempo antes de interpretar
correctamente qué es lo que el orden de la interacción –recuérdese: el orden
social en el plano de la interacción– nos está urgiendo a que entendamos,
acatemos y reproduzcamos. Se supone que mientras que al estigmatizable en
primera instancia –aquel que no puede disimular los motivos de su
inhabilitación– se le niega el derecho a la complejidad, el resto, los “normales”
–en tanto ganamos la posibilidad y por tanto el derecho a la mentira, a los
dobles lenguajes y al disimulo–, sí que podemos asumir aquel de nuestros
aspectos que está siendo literalmente llamado a escena.
Ahora
bien, tanto la pretensión que nos hacemos de que los demás nos toman por
quienes queremos parecer –y que suele deber ser lo que ellos esperan que
parezcamos–, al igual que nuestra convicción de que queremos mantener en
reserva lo que de desprestigiable hay en nosotros, son igualmente ficticias.
Ese “mundo de extraños” del que hablan teóricos del espacio público como
Lofland es bastante menos de extraños de lo que presuponemos. En realidad, el
anonimato no deja de ser una ilusión, un efecto óptico. Es más, cada personaje
de cada cuadro escénico social sabe bien que el mínimo desliz, la menor salida
de tono o paso en falso delataría de manera automática el fraude que toda
identidad representada implica, aunque esa identidad sea la de individuo
inindentificable, a la manera como la arrogante figura del cosmopolita o
ciudadano del mundo aspira a llevar hasta su máximo nivel de pretenciosidad. Lo
que oculta o cree ocultar en su puesta en situación no es sólo su verdadera
identidad social, sino cualquier otra información susceptible de generar desconfianza
o malestar en el interlocutor. Es eso lo que convierte a todo ser mundano en un
ser apegado a su línea de fuga, un traidor, un agente doble, alguien que sufre
un terror de la identificación, un impostor crónico y generalizado, ser
sociable en tanto que es capaz de simular constantemente, exiliado de sí mismo,
siempre en situación crítica –a punto de ser descubierto–, adicto a una moral
situacional, en todo momento indeterminada, basada en la puesta entre paréntesis
de todo lo que uno es más allá del contexto local en que se da el encuentro.
Pasamos
de la negociación como trama a la negociación como trampa. Ninguno de los
participantes en cada situación esporádica pierde de vista esos elementos
apenas perceptibles que permiten detectar lo que los otros pretenden camuflar
acerca de quiénes son en realidad, es decir cuál es lugar que ocupan en una
estructura social que nunca deja de estar ahí, a pesar de que se juegue a
olvidarse o a prescindir de ella. Eso ocurre incluso en los casos en que el interactuarte
está bien entrenado y ha desarrollado una cierta habilidad a la hora de “dar el
pego” social. Esa labor de rastreo de rasgos identificadores estratégicos se
pone en marcha no sólo cuando las relaciones en contextos urbanos pasan de no
focalizadas a focalizadas, es decir cuando la interacción obliga al otro a
salir de su anonimato, sino incluso cuando ese otro cree estar en segundo plano
o incluso al fondo del escenario. Hemos visto que el rabillo del ojo se ha
ocupado de clasificar a ese ser anónimo justamente para hacer del enigma que
pretende encarnar algo más bien relativo, puesto que ya lo ha tipificado, como
mínimo, en tanto que digno de confianza o motivo de alarma. Esa capacidad para
captar indicativos desacreditadores o incluso amenazantes puede demostrar una
extraordinaria agudeza, sobre todo cuando los eventuales signos externos no son
suficientemente esclarecedores sobre la identidad social de un interlocutor o
cuando éste ha conseguido imitar formas de conducta consideradas adecuadas
desde la cultura pública dominante. Es entonces cuando podemos comprobar hasta
qué punto puede ser hábil esa máquina de hacer inferencias en que los microscopia
social ha demostrado que nos convertimos en nuestras relaciones con desconocidos.
La
lingüística interaccional ha advertido como la igualdad comunicacional –y con
ella la esfera política en la que se institucionaliza– es, en el fondo, una
quimera. Claro que individuos pertenecientes a subgrupos sociales distintos –y
desiguales– pueden pactar encuentros supuestamente improvisados en los que
demuestran su capacidad para conmutar sus códigos, por emplear una figura
teórica tomada de la gramática generativa. Pero esa convergencia conversacional
no puede ocultar, incluso en el seno de su propia historia natural, la
divergencia social que hace por enmascarar. La ideología está ahí, como lo
están todo tipo de disparidades estructurales, impregnando una situación discursiva
cara a cara que nunca deja de estar guiada –incluso de la manera inconsciente–
por pautas de interpretación e inferencia, si se nos permite expresión, con
“denominación de origen”. Hasta cuando los aspectos más descarados de una
identidad social inferiorizada han podido ser “perdonados” e incluso en el caso
de que los interactuantes reproduzcan una estructura gramatical común, sus
socilolectos no podrán evitar colocarlos en desventaja a la hora de dominar
unas maneras de hacer y de hablar estandarizadas, que están estipuladas
siguiendo cánones de conducta propios del estilo cultural dominante. A la hora
de la verdad, el conversador más ordinario deberá demostrar la sofisticación
retórica y el conocimiento de postulados con frecuencia no formulados que hagan
de él un verdadero personaje anónimo, todo y sólo comunicación, en la medida
que ha sabido superar, aunque sea por un momento y en situación, la fragilidad
de su ser social real.
Ha sido Pierre Bourdieu quien ha puesto de
manifiesto cómo los gestos más automáticos e insignificantes pueden brindar
pistas sobre la identidad de quien los realiza y el lugar que ocupa en un
espacio social estructurado. Bourdieu descalifica “la ilusión subjetivista que
reduce el espacio social al espacio coyuntural de las interacciones, es decir a
un sucesión discontinua de situaciones abstractas”.
En efecto, el error de interaccionistas y etnometodólogos consiste en definir
la situación no como un episodio en el que se encuentran ubicaciones reales en
lugares reales de una estructura objetiva, sino como avatares irrepetibles en
que seres singulares generan oportunidades no menos singulares. Pero esa virtud
poco menos que portentosa del encuentro casual, que es en lo que consiste ese
rasgo especial de la vida en las ciudades que es la serendipia, es una
superstición. Los cruces en apariencia espontáneos nunca dejan de estar orientados
por la percepción de indicadores objetivos, por tenues que resulten, que se
desprenden de una inspección que, ya a primera vista, procura pistas
indicativas de una desventaja social preexistente. Pueden ser éstas pequeños
rasgos relativos al cuidado personal o vestimentario, por supuesto, pero
también conductas que advierten de una falta de autocontrol que predomina en
los sectores sociales más débiles, como fumar o padecer sobrepeso. Bourdieu
llama la atención acerca de cómo esa función identificadora indirecta puede
venir dada por los gustos personales que se detentan o proclaman, a partir de
los cuales los ineteractuantes podían ser localizados en un esquema
clasificatorio capaz de distinguir adhesiones ideológicas, inclinaciones
culturales, pero sobre todo emplazamientos estratégicos del organigrama social
en vigor.
No
vale llamarse a engaño. No existen sociedades anónimas, es decir formas de
vínculo social cuyos componentes humanos sean totalmente extraños unos a otros.
Quizás existan espacios del anonimato, pero no puede haber seres espaciantes
–permítase evocar a Heidegger– anónimos, es decir individuos que desarrollen en
esos espacios vínculos completamente desafiliados. Sólo en mera teoría nos
corresponde el derecho a ser reconocidos
como no reconocibles. Puede ser que existan territorios sin identidad, pero no
cuerpos sin identificar, es decir sin enclasar. Ni los espacios públicos o
semipúblicos urbanos –la calle, la plaza, el vestíbulo, el parque, el
transporte público, el café, la discoteca...–, ni los supuestos no-lugares
–aeropuerto, hotel, centro comercial...– son excepciones de ese mismo principio
que Durkheim y Mauss, en un artículo ya clásico e indispensable, advirtieron
vigente en las sociedades más remotas: pensar es pensar socialmente y pensar
socialmente es clasificar socialmente, es decir aplicar sobre la realidad
circundante una trama o parrilla taxonómica que no tolera la ambigüedad y la
exorciza.
Nadie
es un desconocido total. Hay quienes ni siquiera pueden intentar serlo. Otros
consiguen prolongar un poco más su intriga, aunque no se tarde en
desenmascararlos demasiado y, como suele decirse, “ponerlos en su lugar”. Es a
quienes somos capaces de mantener por más tiempo una apariencia de clase media
que nos es dado gozar de comarcas en las que reina sólo la comunicación, en
algunos casos hasta exaltada por todo tipo de emociones compartidas. La ecúmene
del lenguaje nos ha rescatado de lo real, nos ha deparado la ilusión de que era
posible ser nadie, ser cualquier, ser todos; perder nombre y domicilio; no
haber nacido antes de ese momento.
Habíamos creído que nos era dado esconder nuestra vida, pero no hemos podido;
nunca podemos del todo. Siempre brindamos más información sobre nosotros de la
que nos imaginamos y de la que desearíamos.
Seguramente tenía razón Ortega y Gasset cuando afirmaba que nuestra pretensión de que podemos ocultar algo que nos conviene que los demás no conozcan está del todo injustificada: “somos transparentes los unos a los otros”. Benjamin llegó a una conclusión parecida cuando, en su famoso ensayo sobre Baudelaire, reconocía que “nadie es del todo indescifrable”. Por eso es inútil resistirse a la identificación, porque nos pasamos el tiempo aplicando sobre los demás lo que los demás aplican sobre nosotros: un entramado preexistente de categorías, algunas de las cuales excluyentes e incapacitadoras. Porque los participantes en cualquier encuentro aplican esquemas perceptuales y reproducen principios normativos que determinan la definición y el transcurso de cada secuencia de acción, no podemos evitar que los pequeños detalles nos delaten. Podemos sacrificar nuestra identidad en orden a ser aceptables para los otros, pero falta que los otros acepten y den por buena la ofrenda. No existen, salvo en el campo de lo virtual o de la fantasía, sociedades desencarnadas, relaciones inmateriales entre seres sin un cuerpo. Más tarde o más temprano aquellos con quienes estamos reconocerán las marcas visibles o invisibles que detentamos sin querer y en las que está inscrito quiénes somos, cómo hemos llegado hasta aquí y a dónde queremos ir a parar.
Seguramente tenía razón Ortega y Gasset cuando afirmaba que nuestra pretensión de que podemos ocultar algo que nos conviene que los demás no conozcan está del todo injustificada: “somos transparentes los unos a los otros”. Benjamin llegó a una conclusión parecida cuando, en su famoso ensayo sobre Baudelaire, reconocía que “nadie es del todo indescifrable”. Por eso es inútil resistirse a la identificación, porque nos pasamos el tiempo aplicando sobre los demás lo que los demás aplican sobre nosotros: un entramado preexistente de categorías, algunas de las cuales excluyentes e incapacitadoras. Porque los participantes en cualquier encuentro aplican esquemas perceptuales y reproducen principios normativos que determinan la definición y el transcurso de cada secuencia de acción, no podemos evitar que los pequeños detalles nos delaten. Podemos sacrificar nuestra identidad en orden a ser aceptables para los otros, pero falta que los otros acepten y den por buena la ofrenda. No existen, salvo en el campo de lo virtual o de la fantasía, sociedades desencarnadas, relaciones inmateriales entre seres sin un cuerpo. Más tarde o más temprano aquellos con quienes estamos reconocerán las marcas visibles o invisibles que detentamos sin querer y en las que está inscrito quiénes somos, cómo hemos llegado hasta aquí y a dónde queremos ir a parar.