Foto e José Antonio Carrera, AMREF |
Artículo publicado en El Periódico de Catalunya el 2 de mayo de 2001
COSTUMBRES, LEYES Y VALORES
Manuel Delgado
El
descubrimiento de nuevos casos de ablación de clítoris a niñas de origen
africano residentes en España, ha vuelto a plantear la cuestión de cuáles deben
ser los límites del derecho a la diversidad cultural. La polémica, en sí,
debería quedar cortada de raíz a partir de un presupuesto innegociable: ningún
argumento puede exculpar de la vulneración de una ley democrática, y no digamos
de un derecho humano fundamental. Cualquier persona estaría en condiciones de
aducir «razones culturales» para justificar cualquier delito o transgresión. Un
marido que acaba de asesinar a su esposa o un conductor ebrio podrían alegar
que sus actuaciones han respondido a pautas que, puesto que no tienen nada de
instintivo, obtienen su sentido de los códigos culturales en que los
infractores se han socializado. En una palabra: la cultura en que cada ser
humano ha sido educado no puede, bajo ningún concepto, ser eximente para violar
lo que se ha consensuado como justo.
Por desgracia,
la denuncia de la cliterodoctomía en España no se limita a insistir en que
ninguna tradición puede exculpar un crimen. Tal y como se está planteando el
asunto, no puede dejar de contribuir a que aumenten la desconfianza y el
rechazo hacia los inmigrantes de origen africano, un grupo humano al que se
hace ya no sólo culpable de haber venido, sino también de haber traído consigo
costumbres que prueban su condición incivilizada. Se alimenta así ese nuevo
racismo que jerarquiza a las personas no por su raza, sino por el grado de
adaptabilidad de sus respectivas culturas. En este sentido, los africanos
tienen todas las de perder, puesto que ya aparecían asociados, en el imaginario
social dominante, con el exotismo salvaje de las «tribus de la selva».
Todas las
civilizaciones presentan aspectos incompatibles con los valores democráticos.
Sabemos que existen sociedades en el mundo que tienen por pertinente torturar a
un enemigo capturado. En muchas –casi todas– las mujeres reciben un trato
denigratorio. En otras, se han practicado sacrificios humanos. Se conoce
incluso el caso de sociedades que, en un extremo ya insuperable de barbarie,
han sido capaces de considerar legal en lanzamiento de bombas atómicas sobre
ciudades indefensas. Todo eso es inadmisible y ninguna «razón cultural» puede
justificarlo. Ahora bien, esas mismas sociedades han sido capaces de escribir,
al lado de las de la ignominia, páginas magníficas de sabiduría y de belleza.
Juzgar a una cultura por sus rasgos más injustos es, por principio, perverso y
distorsionador, puesto que entonces ninguna conseguiría sobrevivir al juicio
que de ella hiciéramos. La nuestra, menos que ninguna.
Esos miles de
africanos que, entre nosotros, se mantienen leales a una tradición que les
obliga a amputar el clítoris de sus hijas, deben entender que eso no van a
poder continuar haciéndolo. Lo que pasa es que se antoja un poco comprometido
obligar a acatar deberes fundamentales a personas a las que les negamos
derechos no menos fundamentales. ¿Cómo pueden obedecer la ley personas que en
mucho casos son, ya de por sí, íntegramente ilegales?
En otras
palabras. Es cierto que algunas de sus costumbres son incompatibles con los
cimientos de nuestra civilización. El problema es que algunas de nuestras leyes
también lo son. Estas gentes tienen prácticas que vulneran derechos
fundamentales consagrados por la Declaración Universal de los Derechos Humanos,
casualmente lo mismo que se le reprocha a la legislación vigente en materia de
extranjería en España, que ni siquiera se adecua a los principios de la Carta
de Derechos Fundamentales, firmada en Niza en diciembre del año pasado por el
Consejo Europeo.