divendres, 2 de juny del 2017

La new age antropológica

Sefrou, Marruecos, 1969. Fotógrafo: Paul Hyman. 

Reseña de Clifford Geertz y otros. El surgimiento de la antropología posmoderna, Gedisa, Buenos Aires, 1992, y Paul Rabinow. Reflexiones sobre un trabajo de campo en Marruecos, Júcar, Gijón, 1992, publicada en Babelia, suplemento de libros de El País, el 6 de junio de 1992.

LA “NEW AGE” ANTROPOLÓGICA.
Manuel Delgado

Dos novedades en el paisaje editorial español proporcionan una puesta al corriente de lo que se ha convenido en llamar antropología posmoderna. Se trata de una compilación de artículos representativos del movimiento (Geertz, Cliffor, Tyler y demás), expresamente reunidos para la edición en castellano y que ha sido titulada el surgimiento de la antropología posmoderna, y de una de las mejores concreciones que tal óptica ha procurado: las Reflexiones de un trabajo de campo en Marruecos, de Rabinow, con un atinado prólogo de María Cátedra.

La inmersión en este universo de proposiciones que los libros que aquí se presentan despliega –con otros como Retóricas de la antropología, de Clifford y Marcus (Júcar), o El antropólogo como autor, de Geertz (Paidós)- pondrá al lector en contacto con las nuevas y excitantes dimensiones de la inteligencia etnológica. En él topará con razonamientos acerca de cómo la vida no puede ser tomada como si fuera un tazón de estrategias, con nociones tales como “insinuaciones ondulantes” o “arenas carnavalescas de la diversidad” y, en fin, con aquellas cualidades que le permiten a la antropología posmoderna presentarse a sí misma, en un acceso de modestia, “como una semilla silvestre en el campo del conocimiento”.

La principal virtud que cabe reconocerle a la antropología posmoderna es la de resultar ciertamente encantadora. Su principal defecto no es, como se piensa, la de ser –como casi todo- sólo una moda, sino la de no ser ninguna antropología. Su prioridad y su diferencial lo constituyen una atención prestada hasta límites hipocondriacos a los problemas derivados del trabajo sobre el terreno y al tipo de desarreglos personal –epistemológicos consecuentes. Esa reflexión, por supuesto, es absolutamente legítima y hasta procedente. Nadie ha dudado de la existencia de problemas asociados a las condiciones en que el etnólogo extrae su información de un orden de mundo que no es el suyo.
Pero pensar y hacer pensar sobre ello es una cosa y otra muy distinta es detener así el razonamiento o –todavía peor-solicitarle a la disciplina antropológica su autoliquidación en nombre de la inviabilidad de toda inferencia o de toda generalización.

Porque, vamos a ver, ¿qué es lo que han aportado las nuevas tonalidades de la antropología posmoderna made in Usa, aparte de algunas obras literariamente vibrantes –eso nadie lo duda-,como esta misma de Rabinow? Fuera de haber alborotado un poco a los perros guardianes de algunas fincas ontológicas, la respuesta es: bien poca cosa.

En el plano de las elaboraciones es difícil encontrar algo realmente novedoso en la escudería posmoderna. Sus aportes teoréticos, aparte de una vuelta al ánimo particularista, se limitan a un neopragmatismo fácilmente reconocible, que es lo que permite esa impresentable alusión al contencioso intelectual en Geertz y Lévi-Strauss  como una segunda entrega de aquella que opusiera en su dia a Pierce y Saussure. Y eso por no hablar de las inquietudes más bien oscurantistas de algunos cultivadores del género. Como suele ocurrir en esos sistemas de pensamiento que se presentan como nuevos, lo viejo se delata por doquier y los ascendentes y patrocinios apenas si disimulan sus marcas en un estilo de conocer que parece autoexaltar satisfecho su propia confusión y que viene a funcionar como un cóctel más bien suave que mezcla dosis de Derrida, Lacan, Wittgenstein, música new age, budismo para yuppies, Foucault y Walt Disney.

Ni siquiera en su presunta singularidad formal puede esquivar la etnoposmodernidad ese déjà vu  que suscita. Modos en los que deposita parte de su originalidad, como el dialógico o el epistolar, que habían sido usados por antropólogos modernos, a la manera de los metálogos de Bateson con su hija o las Cartas de la Mead. Por otra parte, ese ceder la palabra al indígena que tanto propugnan tiene ejemplos tan cercanos como ese excelente y mucho menos afectado A tumba abierta,  de Oriol Romaní, que Anagrama tuvo el acierto de reeditar hace poco.


Y por lo que hace a la cuestión de lo vivido en la descripción monográfica, se sabe que ocupa un lugar central en toda la tradición francesa –Griaule, Leiris, Lenhardt, Lévi-Strauss…- y fuera de ella –la introducción de Evans-Pritchard en Los nuer  o el famoso Diario de Malinowski-, sólo que en las antípodas del que ahora los posmodernos le asignan. Si para éstos la experiencia personal es un terreno en el que revolcarse líricos y arrogantes, para aquéllos era aquella presencia intrusa, aquel visitante no invitado que, precisamente porque se interponía una y otra vez entre la mirada y lo mirado, merecía ese país de destierro que las páginas de los libros le brindaban.


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