Sefrou, Marruecos, 1969. Fotógrafo: Paul Hyman. |
LA “NEW AGE”
ANTROPOLÓGICA.
Manuel Delgado
Dos novedades en el
paisaje editorial español proporcionan una puesta al corriente de lo que se ha
convenido en llamar antropología posmoderna. Se trata de una compilación de
artículos representativos del movimiento (Geertz, Cliffor, Tyler y demás),
expresamente reunidos para la edición en castellano y que ha sido titulada el surgimiento de la antropología posmoderna, y
de una de las mejores concreciones que tal óptica ha procurado: las Reflexiones de un trabajo de campo en
Marruecos, de Rabinow, con un atinado prólogo de María Cátedra.
La inmersión en este
universo de proposiciones que los libros que aquí se presentan despliega –con
otros como Retóricas de la antropología, de
Clifford y Marcus (Júcar), o El
antropólogo como autor, de Geertz (Paidós)- pondrá al lector en contacto
con las nuevas y excitantes dimensiones de la inteligencia etnológica. En él
topará con razonamientos acerca de cómo la vida no puede ser tomada como si
fuera un tazón de estrategias, con nociones tales como “insinuaciones
ondulantes” o “arenas carnavalescas de la diversidad” y, en fin, con aquellas
cualidades que le permiten a la antropología posmoderna presentarse a sí misma,
en un acceso de modestia, “como una semilla silvestre en el campo del
conocimiento”.
La principal virtud que
cabe reconocerle a la antropología posmoderna es la de resultar ciertamente
encantadora. Su principal defecto no es, como se piensa, la de ser –como casi
todo- sólo una moda, sino la de no ser ninguna antropología. Su prioridad y su
diferencial lo constituyen una atención prestada hasta límites hipocondriacos a
los problemas derivados del trabajo sobre el terreno y al tipo de desarreglos
personal –epistemológicos consecuentes. Esa reflexión, por supuesto, es
absolutamente legítima y hasta procedente. Nadie ha dudado de la existencia de
problemas asociados a las condiciones en que el etnólogo extrae su información
de un orden de mundo que no es el suyo.
Pero pensar y hacer
pensar sobre ello es una cosa y otra muy distinta es detener así el
razonamiento o –todavía peor-solicitarle a la disciplina antropológica su
autoliquidación en nombre de la inviabilidad de toda inferencia o de toda
generalización.
Porque, vamos a ver,
¿qué es lo que han aportado las nuevas tonalidades de la antropología
posmoderna made in Usa, aparte de
algunas obras literariamente vibrantes –eso nadie lo duda-,como esta misma de
Rabinow? Fuera de haber alborotado un poco a los perros guardianes de algunas
fincas ontológicas, la respuesta es: bien poca cosa.
En el plano de las
elaboraciones es difícil encontrar algo realmente novedoso en la escudería
posmoderna. Sus aportes teoréticos, aparte de una vuelta al ánimo
particularista, se limitan a un neopragmatismo fácilmente reconocible, que es
lo que permite esa impresentable alusión al contencioso intelectual en Geertz y
Lévi-Strauss como una segunda entrega de
aquella que opusiera en su dia a Pierce y Saussure. Y eso por no hablar de las
inquietudes más bien oscurantistas de algunos cultivadores del género. Como
suele ocurrir en esos sistemas de pensamiento que se presentan como nuevos, lo
viejo se delata por doquier y los ascendentes y patrocinios apenas si disimulan
sus marcas en un estilo de conocer que parece autoexaltar satisfecho su propia
confusión y que viene a funcionar como un cóctel más bien suave que mezcla
dosis de Derrida, Lacan, Wittgenstein, música new age, budismo para yuppies,
Foucault y Walt Disney.
Ni siquiera en su presunta
singularidad formal puede esquivar la etnoposmodernidad ese déjà vu que suscita. Modos en los que deposita parte
de su originalidad, como el dialógico o el epistolar, que habían sido usados
por antropólogos modernos, a la
manera de los metálogos de Bateson
con su hija o las Cartas de la Mead.
Por otra parte, ese ceder la palabra al indígena que tanto propugnan tiene
ejemplos tan cercanos como ese excelente y mucho menos afectado A tumba abierta, de Oriol Romaní, que Anagrama tuvo el acierto
de reeditar hace poco.
Y por lo que hace a la
cuestión de lo vivido en la descripción monográfica, se sabe que ocupa un lugar
central en toda la tradición francesa –Griaule, Leiris, Lenhardt,
Lévi-Strauss…- y fuera de ella –la introducción de Evans-Pritchard en Los nuer o el famoso Diario de Malinowski-, sólo que en las antípodas del que ahora los
posmodernos le asignan. Si para éstos la experiencia personal es un terreno en
el que revolcarse líricos y arrogantes, para aquéllos era aquella presencia
intrusa, aquel visitante no invitado que, precisamente porque se interponía una
y otra vez entre la mirada y lo mirado, merecía ese país de destierro que las
páginas de los libros le brindaban.