La foto es de Tim Waterhouse |
Comentario enviado a Iris Romero y Aline Stonkinger sobre el trabajo entregado para la asignatura "Antropología urbana" en el Máster de Artes de Calle de la Fira de Teatre al Carrer de Tàrrega y la Universitat de Lleida, mayo 2013.
CALLES EN DANZA
Manuel Delgado
Muchas gracias por vuestro trabajo. Os
felicito. Estaba muy bien y resulta de haber comprendido del todo bien lo que
intenté explicar en clase. Desde luego
que la visión que contempla las apropiaciones ordinarias del espacio público en
términos coreográficos es del todo adecuada, del mismo modo que lo es entender
que es ahí de donde obtiene su virtud que la danza contemporánea haya encontrado
en las calles y en los escenarios de la vida cotidiana su marco por así decirlo
natural.
Vuestros dos trabajos ponen de manifiesto la
percepción básica de que el papel central del cuerpo en la actividad de los
espacios públicos urbanos invoca de manera automática el referente formal de la
danza. Nada casual, puesto que el cuerpo y lo urbano siempre están en estado de
agitación permanente, incluso de forma larvada cuando su actitud es la del
reposo o la inmovilidad. El cuerpo del transeúnte –cuerpo sin sujeto, cuerpo
sólo secuencia de actos– consiste en una sucesión de descargas de energía sobre
espacios dispares que se suceden en tiempos más bien breves, nudo de conexiones
siempre laterales y precarias con otros cuerpos con los que se cruza o junto a
los que camina. Me alegra de veras que las dos hayáis leído esa obra genial a
la que os remití el primer día de clase y que es el libro de Jane Jacobs Muerte y vida de las grandes ciudades (Capitán
Swing), que ya habréis visto que no encontraba otra imagen mejor para describir
la fluidez incesante de los espacios públicos que la de un “intrincado ballet en que los
bailarines solistas y los conjuntos tienen papeles específicos que se refuerzan
milagrosamente entre sí y componen un todo ordenado”.
La danza –lo sabéis mejor que yo, porque lo
sabéis desde la práctica creativa– es ese tipo de creación artística que se
basa en el aprovechamiento al máximo de las posibilidades expresivas del
cuerpo, ejerciendo su energía sobre un tiempo y un espacio, tiempo y espacio
que podría parecer que ya estaban ahí antes de la acción humana, pero que en
realidad es de ésta de la que emanan. El baile lleva hasta las últimas
consecuencias la somatización por el actor social de sus iniciativas, la
comprensión en términos corporales de la interacción que mantiene con su medio
espacial, con las cosas que le rodean y con los demás humanos, la interpelación
ininterrumpida entre persona y mundo. El cuerpo-energía-tiempo del danzante
expresa todas sus posibilidades en una actividad cotidiana en marcos urbanos en
que las palabras suelen valer relativamente poco en la relación entre
desconocidos absolutos o parciales y en la que todo parece depender de
elocuencias superficiales, no en el sentido de triviales, sino en tanto actos
que tienen lugar en las superficies, que funcionan por deslizamientos, que
extraen el máximo provecho de los accidentes del terreno, que buscan y crean
las estrías y los pliegues, que desmienten toda univocidad en la piel de lo
social.
La ocupación del espacio es
entonces despliegue del cuerpo en movimiento. Cada cuerpo es un espacio y tiene
un espacio, espacio para la relación y para el movimiento. El cuerpo genera
simetrías, se impone como un eje que establece a partir suyo una izquierda y
una derecha, un arriba y una abajo, un aquí y un allí, lo que está y lo que no
está, un ahora, un antes y un después. El cuerpo deviene entonces sus propiedades
más matemáticas: aplicaciones, funciones, operaciones, transformaciones...
sobre o con relación a algo o alguien que está delante o detrás, lejos o cerca,
antes o después de mi cuerpo. «El “otro” está ahí, delante de Ego (cuerpo ante
otro cuerpo). Impenetrable, salvo para la violencia - o para el amor. Objeto de
dispensa de energía, de agresión o de deseo. Pero lo externo es también interno, en tanto que “el otro” es también cuerpo,
carne vulnerable, simetría accesible». Estar ahora cerca, pero más tarde lejos;
presentarme en este momento, aquí, donde hace un momento no estaba y no había
nadie o había otro u otra; estar, luego no estar. El cuerpo como la calle, no
cristaliza jamás, no puede detenerse, no descansa, ni duerme... Sólo gesticula.
Las dos hacéis referencia al
movimiento situacionista y a Debord. Está bien, pero a quien tendríais que
haber atendido más es a alguien que estuvo muy cerca de esa corriente, Hennri
Lefebvre, que percibió en su momento con una claridad inmejorable la importancia
del cuerpo en la creación y mantenimiento de una trama social cualquiera, por
simple que pudiera antojarse. Esa inquietud se tradujo en la concepción del ritmoanálisis como metodología para el
estudio del espacio social. Ese desarrollo teórico lo tenéis en La production de l'espace social (Anthropos).
Capitán Swing tenía en cartera su traducción, pero no sé cómo está la cosa.
Desde luego está disponible en inglés. El ritmoanálisis fue una propuesta de
estudio de los grandes ritmos interior y social, objetivo y subjetivo, cósmico
y cultural que acompasaban la vida cotidiana, pero también de aquellos otros
ritmos menos que la atravesaban, la agitaban. Se proponía estudiar las
regularidades cíclicas –ondulaciones, vibraciones, retornos, rotaciones– y las
interferencias o interacciones que sobre éstas ejercían ciertas linealidades,
hechos particulares que irrumpían en lo cíclico, punteándolo, interrumpiéndolo.
La premisa lefebvriana es que el
espacio social no puede reducirse a unidad alguna, puesto que responde a una
pluralidad múltiple y en cierto modo innumerable, cada uno de cuyos elementos
constitutivos se yuxtaponen muchas veces de forma imprevisible unos sobre
otros. Claro que el espacio social es el resultado de una práctica social, pero
esa práctica social es no solamente instrumental, sino semántica y significadora. Pero su actividad
no acepta ninguna reducción. Los espacios en que se fragmenta constantemente el
espacio público no son continentes cerrados que se mueven o están ahí,
contorneables, reconocibles por su perfil o por su composición, limitando,
rozándose o topando estrepitosamente los unos por las líneas de puntos que
claramente les separarían. En esa sobreposición constante de espacios que son
de por sí líquidos o incluso magmáticos, juegan un papel fundamental los
desplazamientos a veces microscópicos que llevan a cabo los cuerpos, puesto que
son los cuerpos los que organizan a partir de su actividad la vida y la disolución
de esos espacios. Esos cuerpos son ante
todo cuerpos rítmicos, en el sentido de que obedecen a un compás secreto y en
cierta manera inaudible, parecido
seguramente a ese tipo de intuición que permite bailar a los sordos y que, como
los teóricos de la comunicación han puesto de manifiesto, está siempre presente
en la interacción humana en forma de unos determinados «sonidos del silencio».
Ese énfasis en el protagonismo absoluto del cuerpo en la actividad que
los seres humanos desarrollan en los espacios públicos nos permite insistir en
que una ciencia social que tuviese el atrevimiento de constituir a éstos en su
objeto de conocimiento, debería conducirse sobre todo como una coreología. Los individuos, las parejas,
los pequeños grupos, pero también las multitudes que se hacen presentes en las
superficies urbanas –aceras, centros comerciales, corredores del metro,
vestíbulos de estaciones–, agitaciones corales que responden a las mismas
lógicas secretas que generan, no son sino figuras de danzantes que se
interrelacionan básicamente a través de su presencia física inmediata. En la práctica, toda la tradición
microsociológica no ha hecho otra cosa que estudiar emparejamientos efímeros,
individuos trazando filigranas en el espacio, intersecciones previstas o
involuntarias..., actividades cuerpo-espacio-tiempo-energía de las que el
referente –explícito o no– era la danza. E.T. Hall escribía que “lo que
llamamos baile es, en realidad, una versión lentificada de lo que los seres
humanos hacen cuando se interrelacionan”. Esto lo tenéis en su libro Más
allá de la cultura, (Gustavo Gili; está en inglés). Todo el capítulo 5 de ese libro, “Ritmo y
movimiento corporal”, es un desarrollo de ese principio. Difícilmente se podría
encontrar una metáfora mejor que esa para los objetos de estudio que el
interaccionismo y la etnografía de la comunicación ha llamado situacionales -bien por la referencia a Goffman, Aline-, es decir relativos a las
situaciones sociales en territorios físicamente delimitados, protagonizadas por
individuos que comparten un mismo campo perceptual. ¿O no es la danza sino la
puesta en escena de un orden basado en un aparecer,
en un gesticular ante otros o con otros, en un espacio, deviniendo visible,
manifiesto, jugando hasta dónde sea posible con el propio aspecto y el de los
demás?
Sociocoreología, entendida ahora como el resultado de un esfuerzo por
formalizar lo más informalizable: una sociología de los encuentros fortuitos o,
más en general, de la sociabilidad
inorgánica, circunstancias eventuales en la que los actores sociales se
sitúan o son situados en un intervalo o intersticio entre los campos, ya de por
sí oscilantes, de lo público y de lo privado. El espacio público es –como las
pistas de baile– una región abierta, en la que cada cual está con individuos
que han devenido, de pronto, sus semejantes, con los que participa un juego de
múltiples envites, que van desde la mutua ignorancia acordada a las más
inexorables atracciones. Ámbito de interacciones instantáneas, en que se capta
una alteridad difusa y se debe uno mantener atento a cumplir un mínimo código
de copresencia, que asegure la buena fluidez de las relaciones, que sostenga
los ritmos y las gravitaciones, que las mantenga siempre por encima de una
invisible pero omnipresente línea de flotación, que prevenga cualquier exceso,
cualquier contratiempo.
Se puede entender en ese marco, la fertilidad del pensamiento de André
Leroi-Gourhan. Miraos el capítulo XI de El
gesto y la palabra (Universidad Nacional de Venezuela), titulado “Los
fundamentos corporales de los valores y de los ritmos”. Fue este hombre quien percibió como toda estética reposa sobre la
conciencia de las formas, pero sobre todo sobre la conciencia del movimiento.
El gesto, como irrupción operativa y transformadora del cuerpo en el espacio,
está sometido a los ritmos. Éstos son, en primer lugar, viscerales, comunes con
la animalidad y, más allá, con la vida, puesto que la asociación
forma-movimiento es consubstancial a no importa qué comportamiento activo.
Todos los seres animados lo son a partir de las respuestas motrices que dan a
los ritmos externos –alternancias del día y la noche, de las estaciones– e
internos –las cadencias fisiológicas– que perciben y sobre las que se inscribe
toda actividad. Los ritmos primarios, las sinergias elementales, se relacionan,
también entre los humanos, con la conducta nutritiva, con los ritos del
apareamiento, con el comportamiento tempo-espacial y la adaptación a un medio
cualquiera en general. Ahora bien, en el ser humano, esos ritmos básicos se
trascienden y alcanzan una dimensión tanto ética como estética. El movimiento
es ahora, cuando es un humano quien lo ejerce, objeto de especulación formal,
al tiempo que la forma es dotada de un dinamismo que tiende a distorsionarla y
convertirla en símbolo. Ese uso específicamente humano del ritmo no consiste en
adaptarse a los ambientales o endógenos, sino justamente en lo contrario: en
alterarlos, en contrapuntuarlos, en desmentirlos, ya sea por la aceleración, ya
sea por la negación.
Y es ahí que entra en juego el ritmo del trabajo, la sincronía en los
andares, las repeticiones rituales, pero ante todo la danza y las técnicas del
éxtasis, consistente en el desajuste, la ruptura del equilibrio rítmico, la
convulsión, el desbaratamiento de toda armonía natural. Eso por la vía del
desquiciamiento que produce de la danza frenética que lleva a la posesión, la
cadencia obsesiva que permite el viaje chamánico o el simple aceleramiento del ritmo respiratorio,
que permite ciertas formas de alteración mística de la experiencia. Pero
también se puede llegar a idénticas metas por el camino de una negación radical
de los ritmos, por medio de la ascesis absoluta, la abstinencia sexual, el
ayuno, la inmovilidad total, la danza quieta, tal y como las concepciones
orientales del cuerpo nos han enseñado. En un caso y en otro, Leroi-Gourhan
cita el ejemplo del acróbata y el danzante como las pruebas de esa capacidad
humana de generar universos en los que la esclavitud operatoria ha quedado
abolida y donde ya no rige el peso ni el equilibrio. El ritmo ya no es el de la
naturaleza, sino el que la colectividad dicta, puesto que hasta en la
soledad del asceta está presente el
grupo. El esqueleto y la musculatura ya no son entonces un mero instrumento
para la supervivencia, sino el puente que permite toda inserción significativa
en el universo.
Ni que decir tiene que esa virtud de la danza para enunciar
radicalmente los usos específicamente culturales del cuerpo continúa vigente. Por
eso, como sabéis notar, la danza contemporánea parece preferir escenarios
públicos así lo explicitan, al darle a los protagonistas de la interacción en
público imaginaria la oportunidad de dejar de hablar con palabras para pasar a
emplear intensivamente el propio cuerpo. Las somatizaciones a que los actores y
actrices musicales o los bailarines se abandonan para expresarse –en un momento
dramático en que, en efecto y como en la posesión, sólo pueden contar en última
instancia con su propio cuerpo– no hacen sino radicalizar esa percepción de que
no es que el cuerpo sirva para comunicar subrogadamente cuando fracasa el lenguaje
hablado, sino que toda comunicación –incluyendo la verbal– es, en último
término, corporal. La cinésica y la proxémica fueron subdisciplinas de las
ciencias sociales que hablaron en efecto del lenguaje como un conjunto de
gestos verbales y la semiótica ha puesto de manifiesto como toda enunciación
lingüística no hace otra cosa que trasladar al lenguaje verbal movimientos del
cuerpo, como lo demuestra la sistemática utilización que hacemos de esquemas
corporales para nuestras metáforas.
Para
que haya también un ingrediente de crítica en mi comentario... Ninguna de las
dos os referís como se merece a la importancia del cine musical, sobre todo en las décadas hasta
1930-1960. Sólo Alina hace referencia a "Singin' in the Rain", que creo que os pasé
en clase, pero hay multitud de
películas musicales en las que el protagonismo le corresponde a transeúntes que
de pronto descubren que sólo poseen su cuerpo para expresarse y devienen así,
en la calle, danzantes. Tenéis que cubrir ese vacío. Os pondré deberes: ver
musicales. Empezando por los del grandioso Busby Berkeley, por ejemplo
"42th Street" (1933). Luego cualquiera del dúo Stanely Donen-Gene
Kelly; "On the Town", por ejemplo (1943). Luego, indispensable,
"West Side Story", en que como codirector aparece al gran coreógrafo
Jerome Robbins (1961). Y para demostrar la vigencia de este tipo de
percepciones, una más nueva: "Dancer in the Dark", de Last Von Trier, del 2000. Son cuatro
películas. Ojalá os animéis a ver más.
Seguro que sabéis más que
yo de historia de la danza, pero me gustaría que siguierais lo que fueron las experimentaciones
de Twyla Tharp y el
grupo Grand Union en los sesenta y setenta, que creo que son las que han
acabado imprimiendo carácter al conjunto de la danza contemporánea, que reclama
la calle o sus reproducciones escénicas como el marco idóneo para desarrollar
sus especulaciones formales, y lo han hecho en buena medida siguiendo el modelo
que les prestaba el cine musical americano. Otra ausencia que deberíais
corregir es la del c las coreografías que la cineasta, antropóloga y
bailarina Maya Deren rodó en los años cuarenta. Creo que es una figura que
debería ser fundamental. Hay cosas suyas colgadas en la red. Indispensable
conocerlas.