Paul Rabinow (al fons) durante su trabajo de campo en Marruecos. La foto está tomada de su página en facebook facebook.com/Biosociality |
Reseña de Cliffor Geertz, James Clifford y otros. El surgimiento de la antropología posmoderna. Gedisa, Buenos Aires,
1992, y Paul Rabinow, Reflexiones sobre un
trabajo de campo en Marruecos, Júcar, Gijón, 1992, publicada en Babelia, suplemento de libros de
El País, el 15 de febrero de 1993
LA NEW AGE ANTROPOLÓGICA
Lo viejo, lo nuevo y lo confuso en la antropología posmoderna
Manuel Delgado
Dos novedades en el paisaje editorial español proporcionan una puesta al
corriente de lo que se ha convenido en llamar antropología posmoderna. Se trata
de una compilación de artículos representativos del movimiento (Geertz,
Clifford, Tyler y demás), expresamente reunidos para la edición en castellano y
que ha sido titulada El surgimiento de la
antropología posmoderna, y de una de las mejores concreciones que tal
óptica ha procurado: las Reflexiones de
un trabajo de campo en Marruecos, de Rabinow, con un atinado prólogo de
María Cátedra.
La inmersión en este universo de proposiciones que los libros que aquí se
presentan despliega –con otros como Retóricas
de la antropología, de Clifford y Marcus (Júcar), o El antropólogo como autor, de Geertz (Paidós)- pondrá al lector en
contacto con las nuevas y excitantes dimensiones de la inteligencia etnológica.
En él topará con razonamientos acerca de cómo la vida no puede ser tomada como
si fuera un tazón de estrategias, con nociones tales como “insinuaciones
ondulantes” o “arenas carnavalescas de la diversidad” y, en fin, con aquellas
cualidades que le permiten a la antropología posmoderna presentarse a sí misma,
en un acceso de modestia, ”como una semilla silvestre en el campo del
conocimiento”.
La principal virtud que cabe reconocerle a la antropología posmoderna es la
de resultar ciertamente encantadora. Su principal defecto no es, como se
piensa, la de ser –como casi todo- sólo una moda, sino la de no ser ninguna
antropología. Su prioridad y su diferencial lo constituyen una atención
prestada hasta límites hipocondriacos a los problemas derivados del trabajo
sobre el terreno y al tipo de desarreglos personal-epistemológicos consecuentes.
Esa reflexión, por supuesto, es absolutamente legítima y hasta procedente.
Nadie ha dudado de la existencia de problemas asociados a las condiciones en
que el etnólogo extrae su información de un orden de mundo que no es el suyo.
Pero pensar y hacer pensar sobre ello es una cosa y otra muy distinta es
detener así el razonamiento o –todavía peor- solicitarle a la disciplina
antropológica su autoliquidación en nombre de la inviabilidad de toda
inferencia o de toda generalización.
Porque, vamos a ver, ¿qué es lo que han aportado las nuevas tonalidades de
la antropología posmoderna made in Usa, aparte
de algunas obras literariamente vibrantes –eso nadie lo duda-, como esta misma
de Rabinow? Fuera de haber alborotado un poco a los perros guardianes de
algunas fincas ontológicas, la respuesta es: bien poca cosa.
En el plano de las elaboraciones es difícil encontrar algo realmente
novedoso en la escudería posmoderna. Sus aportes teoréticos, aparte de una
vuelta al ánimo particularista, se limitan a un neopragmatismo fácilmente reconocible,
que es lo que permite esa impresentable alusión al contencioso intelectual
entre Geertz y Lévi-Strauss como una segunda entrega de aquella que opusiera en
su día a Peirce y Saussure. Y eso por no hablar de las inquietudes más bien
oscurantistas de algunos cultivadores del género. Como suele ocurrir en esos
sistemas de pensamiento que se presentan como nuevos, lo viejo se delata por
doquier y los ascendentes y patrocinios apenas si disimulan sus marcas en un
estilo de conocer que parece autoexaltar satisfecho su propia confusión y que
viene a funcionar como un cóctel más bien suave que mezcla dosis de Derrida,
Lacan, Wittgenstein, música new age,
budismo para yuppies, Foucault y Walt
Disney.
Ni siquiera en su presunta singularidad formal puede esquivar la
etnoposmodernidad ese dejà vu que
suscita. Modos en los que deposita parte de su originalidad, como el dialógico
o el epistolar, ya habían sido usados por antropólogos modernos, a la manera de los metálogos
de Bateson con su hija o las Cartas
de la Mead. Por otra parte, ese ceder la
palabra al indígena que tanto propugnan tiene ejemplos tan cercanos como
ese excelente y mucho menos afectado A
tumba abierta, de Oriol Romaní, que Anagrama tuvo el acierto de reeditar
hace poco.
Y por lo que hace a la cuestión de lo vivido en la descripción monográfica,
se sabe que ocupa un lugar central en toda la tradición francesa –Griaule,
Leiris, Leenhart, Lévi-Strauss…- y fuera de ella –la introducción de
Evans-Pritchard en Los nuer o el famoso
Diario de Malinowski-, sólo que en
las antípodas del que ahora los posmodernos le asignan. Si para éstos la
experiencia personal es un terreno en el que revolcarse líricos y arrogantes,
para aquéllos era aquella presencia intrusa, aquel visitante no invitado que,
precisamente porque se interponía una y otra vez entre la mirada y lo mirado,
merecía ese país de destierro que las páginas de los libros brindan.