Caricatura publicada en la revista satírica La Flaca en 1870 y su tema es la complicidad entre el clero y el carlismo |
Respuesta a François Godicheau, profesor de la Université Boudeaux 3
POR UNA DIFERENCIACIÓN ANALÍTICA ENTRE ANTICLERICALISMO E ICONOCLASTIA
Manuel Delgado
El anticlericalismo es
casi un clima medio ideológico, medio emocional en todo el proceso de
incorporación de España a la modernidad, pero en realidad la fase en que se
concentra la mayor parte de hechos de violencia física contra el clero es la
que abarca las décadas de los años 20 y 30 del XIX, a los que siguen las etapas
mucho más tranquilas en este aspecto del gobierno de Espartero. Hay actos
anticlericales esporádicos con motivo de la revolución de 1868. Luego, con la
Restauración, se produce algo así como una tregua hasta el verano de 1909 en
Barcelona.
En la fase antes citada,
tienes estallidos de ira popular sobre todo contra las fundaciones monásticas
durante el conflicto antirregalista entre 1820 y 1823, como reacción ante los
reveses del ejército liberal en 1834 y 1835, más aislados acompañando los
acontecimientos revolucionarios de 1854 o 1868, con la revuelta cantonalista de
1873… Seguramente serán los disturbios de1822, 1834 y 1835 los más destacables,
con episodios de máxima violencia en Zaragoza, Caspe, Huesca, Málaga y, sobre
todo, del 17 y 18 de julio de 1834 en Madrid o las bullangas de justo un año
después, o antes, en 1822, en Barcelona, Reus y otras ciudades catalanas.
Pero, como ve, me estoy
refiriendo a violencias anticlericales, es decir dirigidas contra el clero y,
más concretamente, contra las órdenes religiosas. Si en 1936 la destrucción de
imágenes ocupó un lugar central y generó en torno suyo auténticas liturgias, en
estos casos –e incluso en otros posteriores, como el de la Semana Trágica de
1909 en Barcelona– las furias sacrofóbicas parecen, como si dijéramos, como
tangenciales o subsidiarias de las dirigidas contra personas o contra edificios
religiosos. Me viene a la cabeza el relato que Pérez Galdós hace del progromo
anticlerical de 1835 en Madrid, al que dedica los dos últimos capítulos de uno
de sus Episodios Nacionales, Un faccioso
más y algunos frailes menos, en el que describe el asalto al Colegio
Imperial de los jesuitas. Galdós se refiere con detalle a la muerte atroz –el
“horroroso martirio”– que sufren los religiosos de la obra a manos de la
multitud, como ya había hecho con el asesinato a martillazos de un cura en El Gran Oriente– pero no hay alusión
alguna a actos contra objetos litúrgicos o de arte religioso. No quiere decir
esto que no se produjera alguno o muchos en el transcurso del asalto y
acompañado la carnicería de jesuitas, pero está claro que Pérez Galdós no los
considera dignos de caber en su narración.
Eso no quiere decir que
no hubiera violencia sacrílega. Dejando de lado el caso de las violencias
contra lugares y objetos del culto católico a cargo de las tropas napoleónicas
durante su ocupación de España, entre 1808 y 1814 –un asunto del que reconozco
que me gustaría saber mucho más de lo que sé–, la gente que participa en la
bullanga del día de Sant Jaume de 1835 en Barcelona destruye símbolos
religiosos en las calles. En el asalto a
la cartuja de Santa María de las Cuevas de Sevilla en 1922 se produjeron
profanaciones de signo carnavalesco, como las que veríamos prodigarse en el
siglo XX. Se produjeron profanaciones de tumbas y saqueos en monasterios, como
el que sufrieron los de Ripoll o Poblet a lo largo de casi dos décadas, como
consecuencia de la lucha contra el absolutismo y la segunda guerra carlista.
Durante la Gloriosa, en 1868, se fusilan imágenes en Tarragona… Pero todos esos
sucesos se antoja que suceden, como si dijéramos, “de paso”, como adyacentes a
una gestualidad que no tiene la violación de imágenes como una preocupación
principal.
Por cierto, hay un libro
relativamente localizable, al menos en bibliotecas, que contiene una atenta descripción
de los asaltos, saqueos, matanzas y, naturalmente, actos sacrílegos dirigidos a
los monasterios y Reus, Barcelona, Poblet. Scala Dei, Ripoll, etc., en 1835.
Está en catalán se titula Recordatori de
1835 y lo publicó en 1935 la Editorial Políglota. Es de Ramón Rucabado, un
economista muy vinculado a la España Industrial y que ejerció como polemista católico
en diferentes medios. Perdona que me detenga en él, pero es uno de los
personajes más interesantes del noucentisme y la lectura tanto de ese libro que
te menciono como de Iglesias en el cielo,
relativo a la persecución religiosa de 1936 y editado en 1940, fueron clave
para la elaboración de mi tesis. Los dos los consulté en la Biblioteca de
Catalunya y el que te interesa especialmente, el relativo a los hechos de 1835,
está también en la biblioteca del Pavelló de la República, en Horta.
En todo caso, insisto, esa
violencia anticlerical del XIX es sobre todo violencia personal contra miembros
del clero, sobre todo regular, y también violencia inmobiliaria –esto es violencia
contra bienes raíces–, pero, en cambio, la violencia explícitamente iconoclasta
no aparece con la misma centralidad casi obsesiva que merece el ensañamiento
contra las imágenes y objetos del culto en la década de los años 30 del siglo
siguiente. Cosa lógica, habida cuenta de que el anticlericalismo decimonónico,
tanto burgués como popular, incluso militar –a cargo de los ejércitos
liberales– no se plantea tanto como la expresión vehemente de un odio contra el
catolicismo –como ocurrirá en el siglo XX–, sino más bien contra la resistencia
del feudalismo a desaparecer y la encarnación que este encontraba en el poder y
las posesiones de las órdenes religiosas.
Prueba que violencia
anticlerical y violencia iconoclasta pueden sobreponerse, pero responden a dos
tipos de intención y lógicas simbólicas, la primera relacionada con la impugnación
del papel del clero en la sociedad y la otra, de mayor profundidad, al estatuto
de la imagen y su capacidad para trascender su propia iconicidad y a la
eficacia simbólica confiada a la acción ritual. La violencia anticlerical
dependería en buena medida de procesos de modernización –secularización,
subjetivización, secularización, centralización política…– para los que el
poder eclesial podía ser un estorbo y requería ser neutralizado o al menos
reformado; la agresión contra las imágenes, en cambio, plantea una revolución
mucho más honda, que afecta a la relación de los seres humanos con el mundo y a
la necesidad de romper con la criatura en orden a encontrar en ella fuentes de
expresión de los espiritual y de mediación con lo sobrenatural, salvo que éste
pertenezca al dominio de lo diabólico.
Desde mi punto de vista,
el anticlericalismo contemporáneo es un componente –radicalizado en España– del
republicanismo de inspiración ilustrada y masónica y creo que la violencia con
que se ejerció contra el clero, y sobre todo las formas que adoptó, son
deudoras de un repertorio de violencia popular festiva que ofrecía abundantes
modelos a los que imitar. La violencia iconoclasta, a mi entender, conectaría
con un tiempo más largo y sería un episodio postrer del viejo contencioso de
las imágenes que no podemos separar de las revoluciones protestantes del XIX,
con sus precursores islámicos y quiliastas medievales. Sólo en algunas
oportunidades estos dos elementos se han sobrepuesto en la edad contemporánea:
al margen de episodios en las revoluciones comunistas como la rusa o la china,
por su carácter sistémico me parecen remarcables los casos de la revolución
española de 1936 y el gobierno de Tomás Garrido en Tabasco en la década de
1920. Esa es al menos mi teoría, la que he defendido tanto en Luces iconoclastas (Ariel) como en La ira sagrada, que, por cierto, acaba
de conocer una reedición en RBO.
Si
le interesa saber más sobre las características del ánimo anticlerical y sus
concreciones a lo largo del siglo XIX, sobre todo en las décadas de 1820 y
1830, le remito al artículo Juan Sisinio Pérez Garcón, “Curas y liberales en la
revolución burguesa”, Ayer, número 27
(1997), un monográfico dedicado al anticlericalismo dirigido por Rafael Cruz;
el capítulo “Los inicios del anticlericalismo español contemporáneo
(1750-1833), de Emilio La Parra López, y “Anticlericalismo y revolución liberal
(1833-1874), de Antonio Moliner, en la compilación de Emilio Parra López y
Manuel Suárez Cortina, El anticlericalismo
español contemporáneo (Biblioteca Nueva). Otra obra fundamental es la de
William J. Callahan, Iglesia, poder y
sociedad en España, 1750-1874 (Nerea). Por supuesto que hay mucho más, pero
acepte estas recomendaciones como las de una introducción al asunto. No
descarto que ya esté al corriente de esas referencias. Piense que cada uno de
los momentos históricos a los que me he referido tiene su propia bibliografía.
Si puedo ayudarle más al respecto, no dude en decírmelo.