Reseña del libro de Giuliana Di Febo, La santa de la raza. El culto barroco en la España franquista (Icaria, Barcelona, 1988), publicado en el suplemento de libros de La Vanguardia, el 24 de marzo de 1988
LOS SANTOS DEL PODER
Manuel Delgado
¿Qué es lo sagrado? Lejos
de las definiciones fenomenal-teológicas, una tradición sociológica que
Durkheim inaugurara, estableció que son sagrados aquellos objetos, personas,
espacios, tiempos o simplemente conceptos que reciben de una colectividad
determinada una consideración especial, que los separa y distingue de las cosas
profanas u ordinarias. Radcliffe-Brown añadió, más adelante, que algo era
sagrado en tanto que un grupo humano no podía relacionarse con ello sino en
términos rituales. Dicho de otro modo, lo sagrado es aquello socialmente
valorado como tal.
A partir de esta
conceptualización. Sl. Esta apreciación es del todo
aplicable al caso de nuestra historia reciente, en la que el Estado franquista
pudo ejercer persuasivamente su poder, no sólo mediante la represión violenta
del adversario, sino a través de una numinización sistemática y permanente de
sí mismo, basada en el parasitamiento y en la manipulación de símbolos que la
cultura ya había institucionalizado sacralmente. Este sería el caso de cultos
como los de Santa Teresa, el Apóstol Santiago o la Virgen del Pilar, a los que
se refiere “La santa de la raza”, una inteligente, y hasta cierto punto
insólita, reconsideración de Giuliana Di Febo a propósito de las relaciones
entre poder y religión durante el cercano periodo franquista.
Cabe decir que la
aportación de Di Febo se inscribe en los esfuerzos que un buen número de
investigadores lleva hoy a cabo para establecer lo que podríamos llamar una
gramática de lo santo, esto es, los principios que permiten y rigen, haciéndola
eficaz, la construcción de lo sagrado y muy especialmente la de los modelos de
santidad. Aquí confluyen desde medievalistas hasta antropólogos interesados en
devociones urbanas actuales, desde semiólogos hasta militantes gramscianos.
Este es el caso de S. Boesch, P. di Cori o L. Scaraffia en Italia, de J. Gelis
o A. Vauchez en Francia, de G. Klaniczay en Hurngría, de P. Dinzelbacher en
Alemania, o, entre nosotros, de J. Prat, J. Roma o W. Christian.
Al trabajo de Di Febo
cabe asignarle, pero, un valor añadido que hace aumentar su interés en este
ámbito de elaboración teórica. Al referirse a la manera de funcionar polisémicamente
un culto religioso, y como una parte del mismo puede usarse para designar
santificadoramente una ideología de Estado, se nos obliga a revisar un área de
análisis, la de las conexiones entre piedad religiosa y franquismo, hasta ahora
monopolizada –y cabe decir que también esterilizada- por el historicismo
político, con todos sus tópicos y limitaciones. Trascendiéndolo, se nos pone
sobre la pista de una complejidad insospechada y –esto merece la pena ser
remarcado- de una relación que, mostrada hasta ahora como de complicidad,
descubrimos ahora era de depredación. Así, un régimen político como el surgido
de nuestra última guerra civil, incapaz de generar símbolos originales capaces
de motivar la adhesión a sus principios por sí mismos, recurría a la vampirización
de otros que la práctica religiosa popular ya había sancionado, apropiándoselos
deformadoramente. Sólo lamentar aquí que Di Febo no haya consultado la
bibliografía catalana sobre el tema, en algunos casos tan pertinente como la
debida a Albert Manent.
Permítaseme aquí una
última estimación, de4stinada a aquellos que crean que ya no ha lugar a hablar
de relación entre poder y culto a los santos. Es cierto que la Modernidad
instauró la sacralización de la Política, y que esto hizo prescindible el tomar
validaciones simbólicas de otras instancias de la cultura. Pero, nadie negará
que nuestra iconografía política actual apenas sabe disimular todo lo que debe
a las viejas santificaciones, tanto en su repertorio como en el estilo
litúrgico de que suele rodearse. Que me perdonen, pero la biografía televisiva
de García Lorca que hace poco nos brindara Bardem, era absolutamente
hagiográfica, del mismo modo que el entierro de Tierno Galván en Madrid
recordaba mucho a una canonización en toda regla. Y esto por no hablar de lo
obvio que resulta la inspiración del lugar asignado a Macià, Pablo Iglesias o
Blas Infante, por citar sólo unos ejemplos, en nuestros modernos devocionarios
democráticos.