Recibo con inmensa alegría y agradecimiento el privilegio de
que me hacen objeto distinguiéndome como profesor honorario de esa Universidad
Nacional de Colombia en Medellín. No por razones sólo académicas, sino también
personales, considerando lo íntimo y profundo de todo lo que aquí con ustedes y
de ustedes aprendí, que fue mucho más de lo que vine a enseñar. Me esfuerzo por
creer que lo merezco, que es como decir que los merezco.
Nada aventuraba hace dieciocho años, en agosto de 1994, que
esa ciudad y esa Universidad iban a significar tanto para mí. Llegado para
participar en el Congreso de Antropología en Colombia, un apenas previsto
contacto con quienes luego serían maestros y amigos –Jaime Xibillé, Joan
Gonzalo Moreno, Jairo Montoya– estaba felizmente destinado a modificar mi forma
de mirar y escuchar al mundo. Fueron ellos quienes, dándome un espacio en su
Postgrado de Estética, me enfrentaron con dilemas intelectuales, planteados por
ellos mismos y por sus estudiantes, de los que, a su vez, se derivaron nuevas
ideas y nuevas preguntas, cada una cuales implicaba la superación de un
obstáculo y la aparición de otro nuevo, todavía más apasionante y retador.
Piénsese que acaso entre mis trabajos el que más
reconocimiento ha obtenido, El animal
público, se concibió y se empezó a escribir a la sombra y a la luz de las
discusiones intelectuales y las charlas informales –siempre apasionadas– con
estos amigos, estudiantes y profesores del Postgrado de Estética. Que fue en
esta Universidad y en ese marco académico de donde arrancaron lealtades a las
que prometo no decepcionar. De mi encuentro con ustedes nacieron no sólo ideas,
sino también sentimientos y sensaciones que llevó tatuados en mi memoria y mi
inteligencia. Todo lo pensado, todo lo vivido, todo lo soñado…, todo lo que me
impide marcharme de Medellín, donde siempre acabo encontrado ese último refugio
para mis escasas verdades, las apenas tres o cuatro cosas de las que estoy un
poco seguro y para las que cualquier discurso habrá de ser siempre injusto.
Empecé a estar en deuda con ustedes –a través de Jairo,
Jaime, Gonzalo– dentro de no mucho hará veinte años. Esa deuda aumentó ya
gracias o por feliz culpa de Jorge Echevarría y de Manuel Bernardo. Y ahora
aquí me tienen, en ausencia sólo física, para venir a reconocer que lo que les
debo ahora ya es impagable. Nunca podré devolverles lo que me dieron y a veces
les arranqué, a ustedes y a esa extraña ciudad que me obligaron a amar, porque
amar no se puede si no es sin querer. Y yo amo a esa ciudad sin poder
remediarlo, sin poder evitarlo; a esa ciudad que ustedes habitan y que a mí me
habita.
Muchas gracias.
[La fotografía corresponde a la rotonda El Volador en la sede en Medellín de la Universidad Nacional de Colombia. Está tomada de panoramio.com]