Último apartado del artículo “Discurso y violencia. La fantasmización mediática de la fuerza”, en la revista de la Facultat de Comunicació Blanquerna de la Universitat Ramon Lull de Barcelona, Trípodos, 23 (2004).
LA VIOLENCIA EXTRAÑADA
Manuel Delgado
Cuesta
tomarse en serio las polémicas públicas acerca del exceso de violencia en
televisión, en la medida que no hacen sino desplazar a otro campo una vieja
obsesión puritana por ocultar ciertos aspectos de la conducta social humana. Si
en otro tiempo el asunto central de la fiscalización acerca de lo que puede y
lo que no puede ser visto se cebó en la cuestión del sexo y la explicitación de
las relaciones carnales, ahora, en nombre de otros criterios pero con idéntico
objetivo de crear zonas de lo real
opacas, que se sabe que existen, que se pueden considerar hasta
inevitables, pero que deben permanecer pudorosamente veladas. Ha habido
explicitaciones de ello, como la que hacía Alexander Stuart cuando, al
referirse al fenómeno de la violencia de los hooligans, proclamaba que «la violencia es el sexo de los 90».[1] En
todos los casos se trata de considerar que existen cosas que están ahí, pero
que no pueden ser mostradas. No es nada casual el emparentamiento de que se
hace objeto el sexo y la violencia representacionales. Denota la conciencia que
se tiene de que sexo y violencia son variantes radicales de la interacción
cuerpo a cuerpo, así como que tanto el placer como el dolor se constituyen en
puros signos-moneda cuyo destino son tipos particulares de intercambio y de
comunicación. Sexo y violencia pueden ser vistos también como asuntos propios
de una zona iconográfica maldita, asociada a una malignidad que es al mismo
tiempo ética y estética.[2]
La
pornografía cumple una función no muy distinta de la de la violencia mediática
o cinematográfica –o incluso musical, como ocurre de ciertas canciones rap acusadas de hacer «apología de la
violencia»–, que es la de redimir determinadas realidades físicas, clausurar una posibilidad de la acción humana
habitualmente inhibida, pero no para suscitar su generalización en el plano de
lo real, sino todo lo contrario, para constituirse en su sucedáneo y en
advertencia sobre su situación de disponibilidad permanente. La erotización de
los sistemas de representación contemporáneos –mass media, cine, publicidad– sirve precisamente para lo mismo :
soslayar una dimensión que debería permanecer larvada en la vida cotidiana y
justamente para que se constriña a tal estado. Parafraseando a Baudrillard y
sus comentarios sobre la pornografía, podríamos decir que la violencia
mediática está ahí para reactivar ese referencial perdido, para probar, a
contrario, con su hiperrealismo grotesco, que al menos en algún sitio existe verdadera violencia.[3]
Cuanto menos en principio, la hiperviolencidad de lo mostrado debería
corresponderse con la hipoviolencidad de lo vivido, en le medida que el efecto
saturador de la exhuberancia de la violencia iconográfica serviría para liberar
las actitudes a la vez que sosiega las conductas.
Esa
es la razón radical de las discusiones a propósito del exceso de brutalidad en
los medios de comunicación o el cine, a no ser que se tomen en serio las
especulaciones puramente imaginarias acerca del mal objetivo que causa en los
niños y los adolescentes una exposición excesiva ante la espectacularización
del uso de la fuerza. No se vé en qué forma podría contrastarse con un mínimo
de rigor que la violencia que muestran algunas series de dibujos animados o
destinadas a un público juvenil pueda ser un vector en la extensión de
conductas violentas. No obstante hay informaciones cíclicas sobre supuestos
estudios científicos que «prueban» el papel determinante de ciertos programas
televisivos en la agresividad de niños o adolescentes. Con ello lo que tenemos
es una variable más de los discursos sobre la violencia, que buscan detectar agentes
patógenos claros a la hora de explicar presuntas epidemias de agresividad o
violencia «gratuíta», sobre todo cuando corren por cuenta de individuos
plenamente integrados que no podrían ver explicada su conducta irregular por
factores inherentes a su origen social o a su desviación mental. Por descontado
también que en ese caso, como en tantos otros, se puede observar la tendencia del
propio sistema de enunciación oficial a contradecir sus propias
racionalizaciones. Así, mientras que guerras como la de las Malvinas, Granada o
del Golfo fueron guerras sin imágenes, para preveer los efectos perversos que
una exhibición de la violencia propia y legal llegó a ocasionar en el caso de
la guerra de Vietnam, otros conflictos como los que han tenido por escenario la
ex-Yugoeslavia han gozado de un trato exhaustivo por parte de los medios
visuales de comunicación, mostrado melodramáticamente atrocidades sin fin que
permitieran justificar moralemente intervenciones internacionales en el asunto.
Lo mismo valdría para el uso propagandístico que gobiernos como el español han
hecho de las escenas terribles generadas por el terrorismo de ETA,
manipulaciones que no han tenido ningún escrúpulo a la hora de explotar la
imagen de niños, como vimos en el caso de Irene Villa.[4]
Habría
motivos para pensar que la peregrina discusión sobre la influencia de las
imágenes de violencia en televisión respondería a una preocupación no muy
distinta de la que generara, ya hace más de un siglo, la necesidad de ocultar
la muerte animal, clandestinizando la actividad de los mataderos y prohibiendo
o restringiendo la puesta en escena de la violencia ritual y festiva contra
animales, tal y como he procurado sostener en otro lugar.[5] La
prohibición de matar en público toros en el transcurso de fiestas populares
–con la excepción de la normativizada corrida convencional–, significó en
España la irrupción de ese mismo principio que imponía la ocultación de todo
derramamiento público de sangre de bestias. De lo que se trataba no era de
proteger a los animales del sufrimiento que se les pudiera causar, sino
proteger a los propios espectadores de la visión de una muerte que se iba a
producir de todos modos. La finalidad última de ese tipo de mecanismos de
ocultación sería la de contribuir al acuartelamiento de la fuerza y a su
extrañamiento respecto del orden social, insinuando que la violencia sólo puede
existir como ejercicio de la legítima defensa o justa necesidad del poder
instituido del Estado, o como energia abstracta y extrahumana que, procedente
siempre del exterior de la cultura, ha de ser mantenida a raya como un peligro
para la supervivencia de la sociedad.
La
premisa que debe iniciar toda reflexión sobre la «violencia» debe establecer
que reconocemos como tal esa fuerza o energía drástica que puede aplicarse en
casos extremos a ciertos actores con el fin de que no actuen o dejen de actuar.
En ese sentido, como Talcott Parsons había apuntado, la utilización de esa
fuerza tiene que estar controlada en toda sociedad, de tal manera que
constituye un foco central en la estructura de cualquier organización social.[6] En
relación con ello, toda esta problemática asociada a la representación
mediática de la violencia constituye un episodio más de la lucha del orden
político en orden a disuadir o persuadir a la mayoría social de algo de lo que
nunca aparece del todo convencida. A saber, que el uso de la fuerza no es un
recurso cultural y un lenguaje disponibles para fines de lo que podríamos
llamar «última instancia», cuya administración y control depende de la propia
sociedad, sino una substancia demoniaca altamente peligrosa cuya manipulación
debe correr siempre a cargo de especialistas que han sido entrenados por el
Estado para tal fin y que reciben de él la legitimidad para entrar en contacto
con una materia hasta tal punto dañina, tanto en el terreno de las prácticas
como en el de las representaciones.
[1] A. Stuart, Tribus, La
Magrana, Barcelona, 1995, p. 12.
[2] Así lo entendió Román Gubern en «La imagen cruel», capítulo que
cierra su La imagen pornográfica y otras
perversiones ópticas, Akal, Madrid, 1989, pp. 111-130.
[3] J. Baudrillard, Olvidar a
Foucault, Pre-textos, Valencia, 1989, p.17.
[4] Sobre la representación mediática del terrorismo, me remito a M.
Rodrigo, Los medios de comunicación ante
el terrorismo, Icaria, Barcelona, 1991.
[5] Cf. M. Delgado Ruiz, «Espacio sagrado, espacio de la violencia. El
lugar del sacrificio en un ritual taurino en Cataluña: el corre-de-bou de Cardona», en S. Boesch y L. Scaraffia, eds., Luoghi sacri e spazi della santità,
Rosenberg & Selier, Turín, 1990, pp. 209-219.