Artículo publicado en El País, el 9 de abril de 2001
DIFERENCIA Y DESIGUALDAD EN LA ESCUELA
Manuel Delgado
En orden a reconsiderar
la manera como las instituciones se enfrentan a los retos derivados de la
inmigración, cabría preguntarse si no es urgente desenmascarar el empleo
eufemístico que reciben términos como multiculturalismo,
interculturalidad, diversidad cultural,
etc., tras el que podría reconocerse la acción de ideologías de marcaje y
exclusión de seres humanos inferiorizados.
Un ejemplo de ello lo
tenemos en el uso que se le está dando en la institución escolar a este tipo de
ideas fetiche. En la práctica, las políticas pedagógicas basadas en la
multiculturalidad atienden exclusivamente a miembros de comunidades humanas que
son víctimas crónicas de la marginación, la segregación y la discriminación. El
seguimiento «multicultural» de algunos niños no se dirige a hijos de residentes
holandeses o alemanes en las zonas turísticas, ni a hijos de gitanos de clase
media de ciertos barrios. Los créditos presentados como «de atención a la
diversidad» implican casi exclusivamente a hijos de gitanos pobres o de
inmigrantes igualmente pobres, o simplemente a niños con conductas
problemáticas. Es decir, que la multiculturalidad o la interculturalidad no se
basan en el reconocimiento de que en un aula todos los alumnos son diferentes,
es decir todos usan diferentes estilos de hacer, pensar y decir, sino que sólo
algunos lo son, al tiempo que se oculta que estos diferentes no sólo lo son por su cultura, como se sostiene, sino, ante todo, por su condición
socialmente nada, poco o mal integrada.
La «educación en la
diversidad» en lugar de ser, como alardea, un instrumento para la integración
se constituye entonces en el motor conceptual que permite dar por buena una
taxonomía de los individuos y de los grupos que presume la condición
crónicamente conflictiva de algunos de ellos por causa de su cultura, escamoteando
el origen sobre todo legal, social y económico de sus problemas de adaptación.
Los usos educacionales de esta noción resultan una prueba más de hasta qué
punto la equívoca noción de cultura,
empleada sistemáticamente en su acepción romántico-idealista, es una de las
ideas-fuerza más astutas de que disponen las nuevas modalidades de racismo,
mucho más eficaces en su virtud de hacer incontestables las desigualdades
sociales –exhibidas ahora como «culturales»– de lo que podrían serlo los torpes
y desacreditados tópicos del viejo racismo biológico.
En síntesis, la presunta
multiculturalidad en la escuela se reduce a un principio ordenador que divide a
los usuarios de la enseñanza pública en dos: una minoría constituida por
quiénes han sido definidos como «distintos» y, frente a ella, una mayoría que
conforman los que, aunque no se reconozca, no dejan nunca de pensarse a sí
mismos y ser pensados por el sistema educativo en que se insertan como los
«normales».
Dicho de otra forma, la
diferencia detectada y sometida a atención especial se presenta como cultural, por mucho que ese mismo
principio de señalamiento de rasgos distintivos no se aplique a todas las demás
expresiones de pluralidad presentes en el aula. Con ello demuestra que no era
tan cultural como pretendía, sino que lo que buscaba era señalar la situación
fronteriza, exterior o inferior de los «beneficiarios» de la denominación de
origen «diferente». Lo que se presenta como una actuación pedagógica pensada
para preservar una imaginaria personalidad cultural se conduce, en la práctica,
como un mecanismo de marcaje social, un estigma que advierte de la presencia en
el espacio escolar de un extraño, que lo es, no por ser portador de una lengua,
una religión o unas costumbres distintas, tal y como se pretende. Su anomalía
se refiere, más bien, al lugar social del que procede y que representa en el
aula, y cuyo señalamiento sirve para hacer del educando marcado como diferente
una límite viviente que marca la raya divisoria entre el dentro –los demás niños,
los «iguales», los «no diferentes»– y el afuera o al margen del sistema que él
viene a encarnar físicamente en el aula.
De este modo, y de
entrada, el trato especial de que es objeto quién es señalado como diferente no
niega, sino que al contrario, reproduce, esos mecanismos de segregación y
discriminación de los que se pretende protegerle. El trato, en apariencia
beneficioso, que recibe establece una extrañeidad que es la premisa de toda
actitud de la xenofobia, esa modalidad de lógica excluyente que afecta a aquellos que son contemplados
como poseedores de unos niveles alarmantes –por excesivos o por
cualitativamente inasimilables– de ese mismo principio de excepcionalidad que
se le asigna con fines denegatorios.
El individuo miembro de
una grupo humano cuya distinción se ha institucionalizado en el marco escolar
es convocado, además, para que confirme todos los tópicos que permiten
folclorizar a su grupo y a él mismo. Se le presenta de este modo como «víctima
inocente» de unas condiciones culturales que hacen de él algo así como un
minusválido cultural que merece una atención compensatoria que le mantenga
dentro del sistema sólo lo indispensable, pero que garantice al tiempo la
posibilidad de reintegrarlo a un ambiente sociofamiliar que es concebido a la
manera de una cárcel que, por mucho que se presente como «identitaria», es en
realidad un sitio en la estructura social del se considera que no es posible
–ni en el fondo legitimo– escapar.
¿La función de este
dispositivo clasificatorio?: desmentir, por razones naturales o naturalizadas,
la condición democrática de la educación obligatoria. Es decir, la escuela
«para todos» –qué pena– no puede ser para todos, dado que algunos de esos todos
son irrevocablemente diferentes,
léase desiguales.
Se cumple así la
correspondencia entre una estructura social inigualitaria e injusta y los
esquemas perceptuales y apreciativos que el sistema escolar hace por
interiorizar en los sujetos que se le confían. El imaginario social y
políticamente hegemónico se substantiviza, se hace carne entre nosotros, ya no
sólo por las informaciones divulgadas por los mass media sobre las «minorías
étnicas», ni por las justificaciones gubernamentales acerca de los «peligros de
la inmigración», ni por las fantasías sociológicas a propósito de «los
inmigrantes de segunda generación», sino desde la misma iniciación escolar,
encargada de presentar como naturales las emanaciones que recibe del contexto
sociopolítico y económico en que se ubica, y al que sirve.