dijous, 9 d’abril del 2015

La reforma de la naturaleza


Foto de Steve McCullough
Reseña del libro Historia. Civilizaciones. La lucha del hombre por controlar la naturaleza¸de Felipe Fernández-Armesto, traducción de Jesús Cuellar
Taurus, Madrid, 2002, publicada en Babelia, el suplemento de libros de El País, el 26-9-2002

LA REFORMA DE LA NATURALEZA
Manuel Delgado

La historia humana es la de sus protagonistas organizando mundos dentro del mundo, prótesis hechas de astucia y de técnica para adaptarse a la naturaleza, adaptándola. Esa es la idea central en las teorías que, desde la historia o la antropología, vienen atendiendo las circunstancias ambientales que han condicionado –que no siempre determinado– la manera específicamente humana de habitar el planeta. Esa es también, la argumentación fundamental de la última obra de Felipe Fernández-Armesto, Civilizaciones, cuya versión española nos viene servida ahora por Taurus.

De Fernández-Armesto ya conocíamos algunas investigaciones en el campo de los grandes procesos expansivos (Colón, Crítica, 1992; Antes de Colón, Cátedra, 1993; Las Islas Canarias después de la Conquista, Cabildo Insular, 1997; etc. Además, a él le debemos la prestigiosa serie televisiva Millenium. Estos precedentes nos advierten de las cualidades de Fernández-Armesto como profesor de historia moderna en Oxford, pero también como divulgador interesado en hacer accesibles las averiguaciones de la indagación histórica y hacerlo, además, con el concurso de otros saberes imprescindibles a la hora de construir una historia de veras total: antropología, arqueología, historia del arte, geografía, economía...

Civilizaciones es, en ese sentido, una reflexión en voz alta del autor acerca de la manera como los seres humanos han mantenido un pulso secular con la naturaleza, en orden a moldearla para hacer de ella escenario de formas de existencia basadas en la comunicación, el intercambio y el conflicto. De ahí un concepto de civilización que, al lado de otras acepciones –Toynbee, Spengler, Gordon Childe, Braudel–, la define en tanto que sociedad que establece un tipo de relación con el medio natural en que se da, que se apropia de él, sin llegar nunca a poseerlo del todo.

El itinerario por el que se nos invita a circular es el de una clasificación de las civilizaciones en función de los contextos naturales ante los que debieron buscar soluciones, con frecuencia –no siempre– parecidas entre sí y con relación a los cuales generaron cambios –que no evoluciones– tanto sociales como ecológicos. Cada una de esas civilizaciones –nunca separadas del todo, interseccionándose constantemente– fue una estrategia –siempre arriesgada, no por fuerza racional– de remodelación de la naturaleza, de interminable reforma de sus entornos ecológicos. De ahí surge una taxonomía que abarca todas las variables de nicho ecológico a modificar: tundra, hielo, desierto de arena, pradera, estepa, isla, litoral, cordillera, océano, lago, selva tropical, bosque, pantano, río. Un repaso exhaustivo que concluye provisionalmente en la primacía actual de una civilización resultado de la domesticación del Atlántico, una forma de vínculo con el medio popularmente conocida como “civilización occidental” de la que acaso estemos conociendo sus últimos días, amenazada por el avance de una civilización planetaria –la célebre globalización– o por el relevo de una descollante civilización del Pacífico.

La obra concluye con una reflexión acerca de cuál puede ser el resultado de la arrogancia de algunas civilizaciones que, como la nuestra, han pretendido que esa polémica con la naturaleza no se lleva a cabo de igual a igual, sino desde nuestra superioridad como presuntos reyes de la creación. La batalla de la civilización contra la naturaleza es, hasta cierto punto, una batalla perdida. En primer lugar porque, como apunta el autor, “las civilizaciones a las que la naturaleza perdona la vida tienden a destruirse a sí mismas”. Pero también porque la naturaleza acaba siempre desquitándose de la soberbia humana. Es cierto que estamos extinguiendo a los tigres siberianos, pero no conseguimos derrotar a los mosquitos ni a las ratas urbanas. Como los alienígenas de La guerra de los mundos, de H.G. Wells, podemos ser capaces de arrasar la Tierra, pero perecemos ante microorganismos –el virus del sida, las nuevas cepas de tuberculosis– ante los que, de pronto, redescubrimos nuestra vieja y persistente vulnerabilidad.


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