La fotografía es Reuters y corresponde a los incidentes en Marsella en el Mundial de Fútbol de 1998. Está tomada de El País digital del día 16/6/1998 |
Artículo publicado en El Periódico de Catalunya el 26
de junio de 1998, a raíz de los enfrentamientos entre hooligans ingleses y aficionados
argelinos y tunecinos en Marsella durante los Mundiales de Fútbol de aquel año.
FÚTBOL Y VIOLENCIA
IMPLÍCITA
Manuel Delgado
Los incidentes de Marsella dan testimonio de ese
tributo de violencia que parece que ha de pagar la pugna futbolística en casi
todos los países. La alarma que hechos así producen no se debe sólo a su
brutalidad, sino también a nuestra incapacidad a la hora de encontrar una
explicación que rescate fenómenos así del pozo de estupidez y sinsentido del
que parecen surgir. Intriga, ante todo, cómo es posible que un hecho como el
deportivo, concebido precisamente como espacio para la integración, haya podido
devenir escenario de todo tipo de turbulencias sociales, en las que, en nombre
de la lealtad a los colores de un equipo –sea los de un pequeño club local o,
como ahora en el Mundial, los de una selección nacional–, se insulta, se
golpea, se destruyen bienes y hasta se mata.
Acaso la perplejidad que produce la
violencia deportiva resulte de que nos cuesta asumir que la violencia no es ese
monstruo extraño a la sociedad, al que se imagina irrumpiendo desde el subsuelo
de los instintos o de lo irracional. Por mucho que nos pese, la violencia es un
recurso cultural disponible que todas las sociedades conocen y del que echan
mano cuando no hay forma de disimular que todas ellas están hechas de segmentos
con intereses e identidades incompatibles entre sí. Toda sociedad vive, en
efecto, en permanente guerra civil consigo misma, por mucho que se trate de una
guerra fría, en la que los contenciosos aceptan formas de arbitraje
provisionales y se aplaza para otro día la eliminación del contrario.
Esa violencia explícita que se despliega en guerras,
revoluciones y revueltas está siempre ahí, latente, implícita, esperando su
momento en estado contenido en las fiestas, expresando su presencia larvada en
los choques deportivos, etc. En cuanto los mecanismos que permiten una agresión
metafórica se muestran insuficientes para «ajustarle las cuentas» al antagónico
social, se traspasa la débil frontera que separa la violencia simbólica de la
violencia lesiva. Es entonces que aparece lo que ya estaba en potencia en
luchas rituales como las que los partidos de fútbol representan en nuestra
cultura.
En Europa, el fútbol ha asumido ser reservorio de
violencia social del que ésta constantemente quiere escapar. Y no es sólo el
caso del hooliganismo inglés, como
nos lo recuerdan los seguidores del Ajax y del Feyenoord, que, en marzo del año
pasado, concertaron una batalla a muerte en un área de servicio de una
autopista, un día en que ni siquiera había partido entre los dos equipos. El
coprotagonismo en los incidentes de Marsella de los aficionados pro-tunecinos
nos advierte que los países norteafricanos padecen el mismo mal, como se vió
justo hace dos años, con los ocho muertos que dejaron los tumultos entre
seguidores del Al Ahli y el Al Ittihad en Tripoli.
¿Existe solución? La respuesta es que no, puesto que
la violencia social continuará existiendo..., en otro sitio y con otros
pretextos. Podría conseguirse, como mucho, que, como sucede en Estados Unidos,
la violencia renuncie a emplear argumentos deportivos y asuma la necesidad de
cambiar de domicilio.