dijous, 1 de març del 2018

Fútbol y violencia implícita


La fotografía es Reuters y corresponde a los incidentes en Marsella en el Mundial de Fútbol de 1998. Está tomada de El País digital del día 16/6/1998
Artículo publicado en El Periódico de Catalunya el 26 de junio de 1998, a raíz de los enfrentamientos entre hooligans ingleses y aficionados argelinos y tunecinos en Marsella durante los Mundiales de Fútbol de aquel año.                

FÚTBOL Y VIOLENCIA IMPLÍCITA 
Manuel Delgado

Los incidentes de Marsella dan testimonio de ese tributo de violencia que parece que ha de pagar la pugna futbolística en casi todos los países. La alarma que hechos así producen no se debe sólo a su brutalidad, sino también a nuestra incapacidad a la hora de encontrar una explicación que rescate fenómenos así del pozo de estupidez y sinsentido del que parecen surgir. Intriga, ante todo, cómo es posible que un hecho como el deportivo, concebido precisamente como espacio para la integración, haya podido devenir escenario de todo tipo de turbulencias sociales, en las que, en nombre de la lealtad a los colores de un equipo –sea los de un pequeño club local o, como ahora en el Mundial, los de una selección nacional–, se insulta, se golpea, se destruyen bienes y hasta se mata.

Acaso la perplejidad que produce la violencia deportiva resulte de que nos cuesta asumir que la violencia no es ese monstruo extraño a la sociedad, al que se imagina irrumpiendo desde el subsuelo de los instintos o de lo irracional. Por mucho que nos pese, la violencia es un recurso cultural disponible que todas las sociedades conocen y del que echan mano cuando no hay forma de disimular que todas ellas están hechas de segmentos con intereses e identidades incompatibles entre sí. Toda sociedad vive, en efecto, en permanente guerra civil consigo misma, por mucho que se trate de una guerra fría, en la que los contenciosos aceptan formas de arbitraje provisionales y se aplaza para otro día la eliminación del contrario.

Esa violencia explícita que se despliega en guerras, revoluciones y revueltas está siempre ahí, latente, implícita, esperando su momento en estado contenido en las fiestas, expresando su presencia larvada en los choques deportivos, etc. En cuanto los mecanismos que permiten una agresión metafórica se muestran insuficientes para «ajustarle las cuentas» al antagónico social, se traspasa la débil frontera que separa la violencia simbólica de la violencia lesiva. Es entonces que aparece lo que ya estaba en potencia en luchas rituales como las que los partidos de fútbol representan en nuestra cultura.

En Europa, el fútbol ha asumido ser reservorio de violencia social del que ésta constantemente quiere escapar. Y no es sólo el caso del hooliganismo inglés, como nos lo recuerdan los seguidores del Ajax y del Feyenoord, que, en marzo del año pasado, concertaron una batalla a muerte en un área de servicio de una autopista, un día en que ni siquiera había partido entre los dos equipos. El coprotagonismo en los incidentes de Marsella de los aficionados pro-tunecinos nos advierte que los países norteafricanos padecen el mismo mal, como se vió justo hace dos años, con los ocho muertos que dejaron los tumultos entre seguidores del Al Ahli y el Al Ittihad en Tripoli.

¿Existe solución? La respuesta es que no, puesto que la violencia social continuará existiendo..., en otro sitio y con otros pretextos. Podría conseguirse, como mucho, que, como sucede en Estados Unidos, la violencia renuncie a emplear argumentos deportivos y asuma la necesidad de cambiar de domicilio.



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