dijous, 12 de setembre del 2019

Distancia y tensión


La foto es de Stephen Wright
Apartado de “La calle y el cuerpo”, publicado en Tramas de la comunicación y la cultura, II/2 (octubre 2003), pp. 15-29

DISTANCIA Y TENSIÓN
Manuel Delgado


Ese énfasis en el protagonismo absoluto del cuerpo en la actividad que los seres humanos desarrollan en los espacios públicos nos permite insistir en que una ciencia social que tuviese el atrevimiento de constituir a éstos en su objeto de conocimiento, debería conducirse sobre todo como una coreología. Los individuos, las parejas, los pequeños grupos, pero también las multitudes que se hacen presentes en las superficies urbanas –aceras, centros comerciales, corredores del metro, vestíbulos de estaciones–, agitaciones corales que responden a las mismas lógicas secretas que generan, no son sino figuras de danzantes que se interrelacionan básicamente a través de su presencia física inmediata. En la práctica, toda la tradición microsociológica no ha hecho otra cosa que estudiar emparejamientos efímeros, individuos trazando filigranas en el espacio, intersecciones previstas o involuntarias..., actividades cuerpo-espacio-tiempo-energía de las que el referente –explícito o no– era la danza. E.T. Hall escribía que “lo que llamamos baile es, en realidad, una versión lentificada de lo que los seres humanos hacen cuando se interrelacionan” (Más allá de la cultura, Gustavo Gili). Difícilmente se podría encontrar una metáfora mejor que esa para los objetos de estudio que el interaccionismo y la etnografía de la comunicación ha llamado situacionales, es decir relativos a las situaciones sociales en territorios físicamente delimitados, protagonizadas por individuos que comparten un mismo campo perceptual. ¿O no es la danza sino la puesta en escena de un orden basado en un aparecer, en un gesticular ante otros o con otros, en un espacio, deviniendo visible, manifiesto, jugando hasta dónde sea posible con el propio aspecto y el de los demás?

Sociocoreología, entend¡da ahora como el resultado de un esfuerzo por formalizar lo más informalizable: una sociología de los encuentros fortuitos o, más en general, de la sociabilidad inorgánica, circunstancias eventuales en la que los actores sociales se sitúan o son situados en un intervalo o intersticio entre los campos, ya de por sí oscilantes, de lo público y de lo privado. El espacio público es –como las pistas de baile– una región abierta, en la que cada cual está con individuos que han devenido, de pronto, sus semejantes, con los que participa un juego de múltiples envites, que van desde la mutua ignorancia acordada a las más inexorables atracciones. Ámbito de interacciones instantáneas, en que se capta una alteridad difusa y se debe uno mantener atento a cumplir un mínimo código de copresencia, que asegure la buena fluidez de las relaciones, que sostenga los ritmos y las gravitaciones, que las mantenga siempre por encima de una invisible pero omnipresente línea de flotación, que prevenga cualquier exceso, cualquier contratiempo.

Se puede entender en ese marco, la fertilidad del pensamiento de Leroi-Gourhan. Fue él quién percibió como toda estética reposa sobre la conciencia de las formas, pero sobre todo sobre la conciencia del movimiento (El gesto y la palabra). El gesto, como irrupción operativa y transformadora del cuerpo en el espacio, está sometido a los ritmos. Éstos son, en primer lugar, viscerales, comunes con la animalidad y, más allá, con la vida, puesto que la asociación forma-movimiento es consubstancial a no importa qué comportamiento activo. Todos los seres animados lo son a partir de las respuestas motrices que dan a los ritmos externos –alternacias del día y la noche, de las estaciones– e internos –las cadencias fisiológicas– que perciben y sobre las que se inscribe toda actividad. Los ritmos primarios, las sinergias elementales, se relacionan, también entre los humanos, con la conducta nutritiva, con los ritos del apareamiento, con el comportamiento tempo-espacial y la adaptación a un medio cualquiera en general. Ahora bien, en el ser humano, esos ritmos básicos se trascienden y alcanzan una dimensión tanto ética como estética. El movimiento es ahora, cuando es un humano quien lo ejerce, objeto de especulación formal, al tiempo que la forma es dotada de un dinamismo que tiende a distorsionarla y convertirla en símbolo.

Ese uso específicamente humano del ritmo no consiste en adaptarse a los ambientales o endógenos, sino justamente en lo contrario: en alterarlos, en contrapuntuarlos, en desmentirlos, ya sea por la aceleración, ya sea por la negación. Y es ahí que entra en juego el ritmo del trabajo, la sincronía en los andares, las repeticiones rituales, pero ante todo la danza y las técnicas del éxtasis, consistentes en el desajuste, la ruptura del equilibrio rítmico, la convulsión, el desbaratamiento de toda armonía natural. Eso por la vía del desquiciamiento que produce de la danza frenética que lleva a la posesión, la cadencia obsesiva que permite el viaje chamánico o el simple aceleramiento del ritmo respiratorio, que permite ciertas formas de alteración mística de la experiencia. Pero también se puede llegar a idénticas metas por el camino de una negación radical de los ritmos, por medio de la ascesis absoluta, la abstinencia sexual, el ayuno, la inmovilidad total, la danza quieta, tal y como las concepciones orientales del cuerpo nos han enseñado. En un caso y en otro, Leroi-Gourhan cita el ejemplo del acróbata y el danzante como las pruebas de esa capacidad humana de generar universos en los que la esclavitud operatoria ha quedado abolida y donde ya no rige el peso ni el equilibrio. El ritmo ya no es el de la naturaleza, sino el que la colectividad dicta, puesto que hasta en la soledad  del asceta está presente el grupo. El esqueleto y la musculatura ya no son entonces un mero instrumento para la supervivencia, sino el puente que permite toda inserción significativa en el universo. 

Ni que decir tiene que esa virtud de la danza para enunciar radicalmente los usos específicamente culturales del cuerpo continúa vigente. Las películas, las comedias musicales o una danza contemporánea que parece preferir escenarios públicos así lo explicitan, al darle a los protagonistas de la interacción en público imaginaria la oportunidad de dejar de hablar con palabras para pasar a emplear intensivamente el propio cuerpo. Las somatizaciones a que los actores y actrices musicales o los bailarines se abandonan para expresarse –en un momento dramático en que, en efecto y como en la posesión, sólo pueden contar en última instancia con su propio cuerpo– no hacen sino radicalizar esa percepción de que no es que el cuerpo sirva para comunicar subrogadamente cuando fracasa el lenguaje hablado, sino que toda comunicación –incluyendo la verbal– es, en último término, corporal. La cinésica y la proxémica hablaron en efecto del lenguaje como un conjunto de gestos verbales y la semiótica ha puesto de manifiesto como toda enunciación lingüística no hace otra cosa que trasladar al lenguaje verbal movimientos del cuerpo, como lo demuestra la sistemática utilización que hacemos de esquemas corporales para nuestras metáforas. Como ha señalado Paolo Fabri (El giro semiótico, Gedisa), toda experiencia tiende a ser enunciable en última instancia a través de metáforas del cuerpo, es decir, de figuras que conciben el cuerpo como un magma adaptable a todo estado de ánimo o a cualquier sensación, por abstractos que éstos pudieran resultar.

Entendemos ahora cómo sostener la naturaleza socialmente construida del cuerpo es lo mismo que reparar en la condición corporalmente organizada de la sociedad. Socialización es ciertamente somatización. Toda expresión, toda comunicación humana, cualquier intercambio social, acaban siendo, por ello, incorporados, en el sentido de reducibles o ampliables a una experiencia corporal del mundo. Es tal principio, acaso siempre de algún modo intuido, el que se encuentra en la base de esa expresividad radicalmente somática que es la danza, asociada no a la capacidad expresiva de un supuesto interior inmanente sino como una modalidad expeditiva de sociabilidad, cuya manifestaciones extremas serían –por la confianza primordial que depositan en la musculatura, los apéndices, los tendones, las articulaciones, las membranas, la piel...– el amor sexual y la lucha cuerpo a cuerpo. En el baile nos encontramos con una sociedad que, en efecto, es sociedad de cuerpos que se mueven y, por tanto, de energías, entrecruzamientos, cambios de posición, miradas. Sociedades a primera vista, en el sentido de que los concertantes están en presencia física inmediata unos de otros y deben inferir quién es cada cual a partir de las marcas evidentes, insinuadas u ocultas que se inscriben en la superficie del otro.

Es fácil entender entonces por qué ese espacio consagrado a una forma específica de sociabilidad basada en la danza al que llamamos baile ha tenido esa virtud de devenir metáfora de la vida social en general. El baile, en efecto y por mucho que aparezca bajo un aspecto trivial, es –se sabe bien– un verdadero acelerador de partículas de la vida social, un escenario en que contemplar cómo se agudiza la sociedad como juego de conexiones y cómo en ese juego el cuerpo asume un papel mucho más que protagonista. El espacio que sirve como lugar de encuentro de quienes deciden salir a bailar en el entoldado, la sala de fiestas, la discoteca, el guateque, etc., no hace, por lo demás, sino conducir a sus últimas consecuencias las mismas lógicas que rigen en la calle y en los demás espacios públicos, como si de pronto esas potencialidades larvadas que pueden intuirse en la vida cotidiana merecieran la posibilidad de realizarse, como si las miradas cruzadas casualmente en el metro o en cualquier terraza de un café, pudieran completar una negociación iniciada en silencio y a distancia, como si todas las sociedades que al menos dos personas están a punto de generar siempre –y que quedarán abortadas inmediatamente– gozaran de una segunda posibilidad. Zona franca, liberada de aduanas y peajes, en que dejarse llevar por la pura discontinuidad de los aconteceres, apertura a un juego consistente en agudizar la misma tarea liminal de la calle, y que no consiste sino en remover constantemente las fichas de lo social y en permitirle a cada cual negociar los términos de una identidad que ha devenido, de súbito, una pasta que se adapta a cada circunstancia, que se amolda como puede su aspecto y que gasta su tiempo en una gama inmensa de actividades, que van de la exhibición al disimulo.

Se entiende también que la calle sea el espacio social por excelencia. En ella –ese dominio que no puede ser nunca del todo dominado– contemplamos los mejores momentos de eso que Mauss llamó sabiamente, en un artículo con el que nunca nos mostraremos suficientemente deudores, “las técnicas del cuerpo”, la magia de la más simple postura de la mano, del ademán, ejecutado además por quién sólo es ese desconocido para nosotros, una masa corpórea con rostro humano. Es en ese enigma que camina y con quien nos cruzamos en que se resume esa cierta verdad del gesto, del acto realizado, pero también de todos los potenciales de que podría ser motor, la pluralidad ilimitada de expresividades y energías, la súbita actividad frenética no sólo del otro, sino de todo lo otro, lo deseado en secreto y lo temido que el desconocido literalmente encarna.



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