La foto es de Stephen Wright |
Apartado de “La calle y el cuerpo”,
publicado en Tramas de la comunicación y
la cultura, II/2 (octubre 2003), pp. 15-29
DISTANCIA Y TENSIÓN
Manuel Delgado
Ese énfasis en el protagonismo absoluto del
cuerpo en la actividad que los seres humanos desarrollan en los espacios
públicos nos permite insistir en que una ciencia social que tuviese el
atrevimiento de constituir a éstos en su objeto de conocimiento, debería
conducirse sobre todo como una coreología.
Los individuos, las parejas, los pequeños grupos, pero también las multitudes
que se hacen presentes en las superficies urbanas –aceras, centros comerciales,
corredores del metro, vestíbulos de estaciones–, agitaciones corales que
responden a las mismas lógicas secretas que generan, no son sino figuras de
danzantes que se interrelacionan básicamente a través de su presencia física
inmediata. En la práctica, toda la tradición microsociológica no ha hecho otra
cosa que estudiar emparejamientos efímeros, individuos trazando filigranas en
el espacio, intersecciones previstas o involuntarias..., actividades
cuerpo-espacio-tiempo-energía de las que el referente –explícito o no– era la
danza. E.T. Hall escribía que “lo que llamamos baile es, en realidad, una
versión lentificada de lo que los seres humanos hacen cuando se
interrelacionan” (Más allá de la cultura,
Gustavo Gili). Difícilmente se podría encontrar una metáfora mejor que esa para
los objetos de estudio que el interaccionismo y la etnografía de la comunicación
ha llamado situacionales, es decir
relativos a las situaciones sociales en territorios físicamente delimitados,
protagonizadas por individuos que comparten un mismo campo perceptual. ¿O no es
la danza sino la puesta en escena de un orden basado en un aparecer, en un gesticular ante otros o con otros, en un espacio,
deviniendo visible, manifiesto, jugando hasta dónde sea posible con el propio aspecto
y el de los demás?
Sociocoreología, entend¡da ahora como el
resultado de un esfuerzo por formalizar lo más informalizable: una sociología
de los encuentros fortuitos o, más en general, de la sociabilidad inorgánica, circunstancias eventuales en la que los actores
sociales se sitúan o son situados en un intervalo o intersticio entre los
campos, ya de por sí oscilantes, de lo público y de lo privado. El espacio
público es –como las pistas de baile– una región abierta, en la que cada cual
está con individuos que han devenido, de pronto, sus semejantes, con los que participa
un juego de múltiples envites, que van desde la mutua ignorancia acordada a las
más inexorables atracciones. Ámbito de interacciones instantáneas, en que se
capta una alteridad difusa y se debe uno mantener atento a cumplir un mínimo
código de copresencia, que asegure la buena fluidez de las relaciones, que
sostenga los ritmos y las gravitaciones, que las mantenga siempre por encima de
una invisible pero omnipresente línea de flotación, que prevenga cualquier exceso,
cualquier contratiempo.
Se puede entender en ese marco, la
fertilidad del pensamiento de Leroi-Gourhan. Fue él quién percibió como toda
estética reposa sobre la conciencia de las formas, pero sobre todo sobre la
conciencia del movimiento (El gesto y la
palabra). El gesto, como irrupción operativa y transformadora del cuerpo en
el espacio, está sometido a los ritmos. Éstos son, en primer lugar, viscerales,
comunes con la animalidad y, más allá, con la vida, puesto que la asociación forma-movimiento
es consubstancial a no importa qué comportamiento activo. Todos los seres
animados lo son a partir de las respuestas motrices que dan a los ritmos
externos –alternacias del día y la noche, de las estaciones– e internos –las
cadencias fisiológicas– que perciben y sobre las que se inscribe toda
actividad. Los ritmos primarios, las sinergias elementales, se relacionan,
también entre los humanos, con la conducta nutritiva, con los ritos del
apareamiento, con el comportamiento tempo-espacial y la adaptación a un medio
cualquiera en general. Ahora bien, en el ser humano, esos ritmos básicos se
trascienden y alcanzan una dimensión tanto ética como estética. El movimiento
es ahora, cuando es un humano quien lo ejerce, objeto de especulación formal,
al tiempo que la forma es dotada de un dinamismo que tiende a distorsionarla y
convertirla en símbolo.
Ese uso específicamente humano del ritmo no
consiste en adaptarse a los ambientales o endógenos, sino justamente en lo contrario:
en alterarlos, en contrapuntuarlos, en desmentirlos, ya sea por la aceleración,
ya sea por la negación. Y es ahí que entra en juego el ritmo del trabajo, la
sincronía en los andares, las repeticiones rituales, pero ante todo la danza y
las técnicas del éxtasis, consistentes en el desajuste, la ruptura del
equilibrio rítmico, la convulsión, el desbaratamiento de toda armonía natural.
Eso por la vía del desquiciamiento que produce de la danza frenética que lleva
a la posesión, la cadencia obsesiva que permite el viaje chamánico o el simple aceleramiento
del ritmo respiratorio, que permite ciertas formas de alteración mística de la
experiencia. Pero también se puede llegar a idénticas metas por el camino de
una negación radical de los ritmos, por medio de la ascesis absoluta, la abstinencia
sexual, el ayuno, la inmovilidad total, la danza quieta, tal y como las
concepciones orientales del cuerpo nos han enseñado. En un caso y en otro, Leroi-Gourhan
cita el ejemplo del acróbata y el danzante como las pruebas de esa capacidad
humana de generar universos en los que la esclavitud operatoria ha quedado
abolida y donde ya no rige el peso ni el equilibrio. El ritmo ya no es el de la
naturaleza, sino el que la colectividad dicta, puesto que hasta en la
soledad del asceta está presente el
grupo. El esqueleto y la musculatura ya no son entonces un mero instrumento
para la supervivencia, sino el puente que permite toda inserción significativa
en el universo.
Ni que decir tiene que esa virtud de la
danza para enunciar radicalmente los usos específicamente culturales del cuerpo
continúa vigente. Las películas, las comedias musicales o una danza
contemporánea que parece preferir escenarios públicos así lo explicitan, al
darle a los protagonistas de la interacción en público imaginaria la
oportunidad de dejar de hablar con palabras para pasar a emplear intensivamente
el propio cuerpo. Las somatizaciones a que los actores y actrices musicales o
los bailarines se abandonan para expresarse –en un momento dramático en que, en
efecto y como en la posesión, sólo pueden contar en última instancia con su
propio cuerpo– no hacen sino radicalizar esa percepción de que no es que el
cuerpo sirva para comunicar subrogadamente cuando fracasa el lenguaje hablado,
sino que toda comunicación –incluyendo la verbal– es, en último término,
corporal. La cinésica y la proxémica hablaron en efecto del lenguaje como un
conjunto de gestos verbales y la semiótica ha puesto de manifiesto como toda
enunciación lingüística no hace otra cosa que trasladar al lenguaje verbal movimientos
del cuerpo, como lo demuestra la sistemática utilización que hacemos de
esquemas corporales para nuestras metáforas. Como ha señalado Paolo Fabri (El giro semiótico, Gedisa), toda
experiencia tiende a ser enunciable en última instancia a través de metáforas
del cuerpo, es decir, de figuras que conciben el cuerpo como un magma adaptable
a todo estado de ánimo o a cualquier sensación, por abstractos que éstos
pudieran resultar.
Entendemos ahora cómo sostener la
naturaleza socialmente construida del cuerpo es lo mismo que reparar en la condición
corporalmente organizada de la sociedad. Socialización es ciertamente
somatización. Toda expresión, toda comunicación humana, cualquier intercambio
social, acaban siendo, por ello, incorporados,
en el sentido de reducibles o ampliables a una experiencia corporal del mundo.
Es tal principio, acaso siempre de algún modo intuido, el que se encuentra en
la base de esa expresividad radicalmente somática que es la danza, asociada no
a la capacidad expresiva de un supuesto interior inmanente sino como una modalidad
expeditiva de sociabilidad, cuya manifestaciones extremas serían –por la
confianza primordial que depositan en la musculatura, los apéndices, los tendones,
las articulaciones, las membranas, la piel...– el amor sexual y la lucha cuerpo
a cuerpo. En el baile nos encontramos con una sociedad que, en efecto, es
sociedad de cuerpos que se mueven y, por tanto, de energías, entrecruzamientos,
cambios de posición, miradas. Sociedades a primera vista, en el sentido
de que los concertantes están en presencia física inmediata unos de otros y
deben inferir quién es cada cual a partir de las marcas evidentes, insinuadas u
ocultas que se inscriben en la superficie del otro.
Es fácil entender entonces por qué ese
espacio consagrado a una forma específica de sociabilidad basada en la danza al
que llamamos baile ha tenido esa virtud de devenir metáfora de la vida
social en general. El baile, en efecto y por mucho que aparezca bajo un aspecto
trivial, es –se sabe bien– un verdadero acelerador de partículas de la vida
social, un escenario en que contemplar cómo se agudiza la sociedad como juego
de conexiones y cómo en ese juego el cuerpo asume un papel mucho más que
protagonista. El espacio que sirve como lugar de encuentro de quienes deciden
salir a bailar en el entoldado, la sala de fiestas, la discoteca, el guateque,
etc., no hace, por lo demás, sino conducir a sus últimas consecuencias las
mismas lógicas que rigen en la calle y en los demás espacios públicos, como si
de pronto esas potencialidades larvadas que pueden intuirse en la vida
cotidiana merecieran la posibilidad de realizarse, como si las miradas cruzadas
casualmente en el metro o en cualquier terraza de un café, pudieran completar
una negociación iniciada en silencio y a distancia, como si todas las sociedades
que al menos dos personas están a punto de generar siempre –y que quedarán
abortadas inmediatamente– gozaran de una segunda posibilidad. Zona franca,
liberada de aduanas y peajes, en que dejarse llevar por la pura discontinuidad
de los aconteceres, apertura a un juego consistente en agudizar la misma tarea
liminal de la calle, y que no consiste sino en remover constantemente las
fichas de lo social y en permitirle a cada cual negociar los términos de una
identidad que ha devenido, de súbito, una pasta que se adapta a cada
circunstancia, que se amolda como puede su aspecto y que gasta su tiempo en una
gama inmensa de actividades, que van de la exhibición al disimulo.
Se entiende también que la calle sea el
espacio social por excelencia. En ella –ese dominio que no puede ser nunca del
todo dominado– contemplamos los mejores momentos de eso que Mauss llamó
sabiamente, en un artículo con el que nunca nos mostraremos suficientemente
deudores, “las técnicas del cuerpo”, la magia de la más simple postura de la
mano, del ademán, ejecutado además por quién sólo es ese
desconocido para nosotros, una masa corpórea con rostro humano. Es en ese
enigma que camina y con quien nos cruzamos en que se resume esa cierta verdad
del gesto, del acto realizado, pero también de todos los potenciales de
que podría ser motor, la pluralidad ilimitada de expresividades y energías, la
súbita actividad frenética no sólo del otro, sino de todo lo
otro, lo deseado en secreto y lo temido que el desconocido literalmente
encarna.